Inicio 9 Entrada destacada 9 «Una rosa para Emily»

Primera publicación, en la revista The Forum, abril de 1930

Por William Faulkner 1

I

Cuando murió la señorita Emily Grierson2, todo nuestro pueblo3 fue al entierro: los hombres, por una especie de afecto respetuoso hacia un monumento caído; las mujeres, ante todo por la curiosidad de ver el interior de su casa4, que nadie a excepción de un viejo sirviente –combinación de jardinero y cocinero– había visto en los últimos diez años. 

Era una gran casa de madera, de forma cuadrada, que alguna vez había sido blanca, decorada con cúpulas y agujas y balcones con balaustres al estilo pesadamente ligero de los setenta 5, ubicada en lo que alguna vez había sido nuestra calle más selecta. Pero los garages y las desmotadoras de algodón habían invadido y desplazado incluso los augustos nombres de aquel barrio6; solamente quedaba la casa de la señorita Emily, elevada en su obstinada y coqueta decadencia por sobre los vagones de algodón y los surtidores de gasolina, una aberración entre aberraciones7 . Y ahora la señorita Emily se había reunido con los representantes de aquellos nombres augustos allí donde descansan, en el cementerio atiborrado de cedros, entre las hileras de lápidas anónimas de la Unión y los soldados de la Confederación que cayeron en la batalla de Jefferson8.

En vida, la señorita Emily había sido tradición, un deber y una responsabilidad; una suerte de obligación hereditaria del pueblo, desde aquel día en 1884 cuando el coronel Sartoris, el alcalde que creó el edicto por el cual ninguna mujer negra debía andar por las calles sin delantal, la eximió de pagar sus impuestos, exención fechada desde la muerte de su padre hasta la eternidad. No es que la señorita Emily hubiera aceptado caridad. El coronel Sartoris inventó un intrincado cuento donde el padre de Emily había prestado al municipio un dinero que el municipio, por razones de negocios, prefería devolver de esta manera. Solo un hombre de la generación y las ideas del coronel Sartoris podría haber inventado esa historia, y solo una mujer la podría haber creído. Cuando llegó la siguiente generación de alcaldes y concejales, con ideas más modernas, este arreglo generó algunas pequeñas insatisfacciones. El primero de año le enviaron un aviso de impuestos. Se hizo febrero y no había respuesta. Le escribieron una carta oficial, pidiéndole que llame a la oficina del sheriff9 cuando le fuera más cómodo10. Una semana más tarde el alcalde mismo le escribió, ofreciendo llamar o enviar un coche a recogerla, y recibió como respuesta una nota en un papel arcaico, con una delicada y fluida caligrafía en tinta descolorida, donde constaba que ella ya no salía en absoluto. El aviso de impuestos estaba también adjunto, sin comentario.

Convocaron una reunión especial del Concejo Municipal11. Una delegación fue a visitarla, llamaron a la puerta que ningún visitante había atravesado desde que ella dejara de dar lecciones de pintura de porcelana china ocho o diez años antes12. Los recibió el viejo negro 13 en un vestíbulo en penumbra, desde el cual una escalera se alzaba hacia aún más sombras. Olía a polvo y desuso: un olor denso, húmedo. El negro los condujo hacia la sala. Estaba amueblada con muebles pesados, tapizados en cuero. Cuando el negro levantó la persiana de una de las ventanas, pudieron observar que el cuero estaba estriado; y cuando tomaron asiento, un polvillo se levantó perezosamente sobre sus regazos, girando en lentas motas bajo el único rayo de sol. Enmarcado en un sucio caballete dorado frente al hogar, se encontraba un retrato en carbonilla del padre de la señorita Emily14.

Se levantaron cuando ella entró –una mujer pequeña y gorda, con una fina cadenita de oro que descendía hacia su cintura y desaparecía en el cinturón, apoyada sobre un bastón de ébano con una cabeza de oro estropeado. Su esqueleto era pequeño y desvencijado; tal vez por eso lo que en otras hubiera sido meramente gordura, en ella era obesidad. Lucía hinchada, como un cuerpo sumergido en agua estancada, y con ese tono pálido. Sus ojos, perdidos entre los rollos de su cara, parecían dos pequeñas piezas de carbón apretadas contra un bollo de masa, que se movían de una cara a la otra mientras los visitantes exponían su recado. 

No los invitó a sentarse. Solo se quedó parada en la puerta y escuchó tranquilamente hasta que el portavoz hizo una pausa atropellada. Entonces oyeron el tic-tac del reloj invisible al otro lado de la cadenita.

Su voz era seca y fría.

–No pago impuestos en Jefferson. Me lo explicó el coronel Sartoris. Quizá uno de ustedes pueda acceder a los archivos municipales y así se den por satisfechos.

–Pero es que ya lo hicimos. Somos las autoridades municipales, señorita Grierson. ¿No recibió una notificación del sheriff, firmada por él?

–Recibí un papel, sí– dijo la señorita Emily. –Tal vez él se considera a sí mismo el sheriff… Yo no pago impuestos en Jefferson. 

–Pero, señorita Emily…

–Consulten al coronel Sartoris– (el coronel Sartoris había muerto hacía casi diez años). –Yo no pago impuestos en Jefferson. ¡Tobe!15 – El negro apareció. –Muéstrales a estos hombres la salida. 

II

Y así los derrotó, en todos los frentes, así como había derrotado a sus padres treinta años antes con lo del olor. Eso fue dos años después de la muerte de su padre y poco tiempo después de que su querido –el que pensábamos que se casaría con ella– la abandonara16.

Tras la muerte de su padre, salía muy poco; luego de que su querido se fuera, la gente apenas la veía siquiera. Algunas de las señoras tuvieron la osadía de llamar, pero no fueron atendidas, y la única señal de vida en el lugar era el negro –un hombre joven entonces– entrando y saliendo con la bolsa del mercado. 

–Como si un hombre –cualquier hombre– pudiera mantener la cocina en condiciones– decían las señoras; por lo que cuando el olor apareció, no se sorprendieron. Era otro punto de contacto entre el mundo, grosero, bullicioso, y los altos y poderosos Grierson.

Una vecina se quejó con el alcalde, el Juez Stevens, de ochenta años.

–Pero ¿qué quiere que haga yo al respecto, señora? –dijo. 

–Pues envíele una orden para que lo pare– dijo la señora. –¿No hay una ley?

–Estoy seguro de que eso no será necesario– dijo el Juez Stevens. –Probablemente sea solo una serpiente o una rata que mató ese negro suyo en el jardín. Le hablaré al respecto. 

Al día siguiente recibió dos quejas más, una de un hombre que se acercó excusándose tímidamente. 

–De verdad debemos hacer algo al respecto, señor Juez. Yo sería la última persona en querer molestar a la señorita Emily, pero tenemos que hacer algo. 

Esa noche el Concejo Municipal se reunió: tres hombres de barbas canosas y uno más joven, miembro de la generación en ascenso. 

–Es bastante simple– dijo. –Envíele la orden de mandar a limpiar el lugar. Denle un cierto tiempo para que lo lleve a cabo, y si no lo hace…

–Maldición, hombre– dijo el Juez Stevens –¿Usted acusaría a una mujer de oler mal en su propia cara?

Entonces, la noche siguiente, luego de la medianoche, cuatro hombres cruzaron el terreno de la señorita Emily y se escabulleron dentro la casa como ladrones, olfateando las bases de la mampostería y en las aberturas del sótano, mientras uno de ellos realizaba un movimiento continuo de sembrado sacando su mano de un saco colgado de su hombro. Derribaron la puerta del sótano y esparcieron la cal allí y en todas las dependencias de la casa. Cuando cruzaban el terreno de vuelta, una ventana que estaba apagada se encendió y la señorita Emily apareció en ella, sentada, la luz detrás y su torso erguido, inmóvil como el de un ídolo. Se arrastraron calmadamente por el césped hasta entrar en la sombra de las acacias que bordeaban la calle. Después de una semana o dos, el olor se esfumó. 

Fue en ese momento que la gente comenzó a sentir lástima por ella. La gente de nuestro pueblo, al recordar cómo la vieja señora Wyatt, su tía abuela, se había vuelto completamente loca hacia el final17, creía que los Grierson se consideraban un poco por encima de lo que realmente estaban. Ninguno de los jóvenes era lo suficientemente bueno para la señorita Emily y los suyos. Teníamos el recuerdo de ellos como un tableau18: la señorita Emily, una figura esbelta vestida de blanco en el fondo; su padre, una silueta extendida en primer plano, de espaldas a ella, empuñando un látigo; los dos enmarcados por la puerta principal abierta. Así que cuando llegó a los treinta y todavía estaba soltera, no nos sentíamos contentos, precisamente, pero sí justificados: aun con la locura de su familia, ella no hubiera rechazado todas las oportunidades si realmente se le hubieran presentado. 

Cuando su padre murió, se supo que la casa era todo lo que le había dejado; y de cierta forma, la gente estaba alegre. Al fin podía compadecerse de la señorita Emily. Abandonada y empobrecida, se había humanizado. Ahora ella también conocería la vieja emoción y la vieja angustia de un centavo de más o uno de menos. 

El día después de su muerte todas las señoras se dispusieron a visitar la casa y ofrecer sus condolencias y ayuda, según nuestra costumbre. 

La señorita Emily las atendió en la puerta, vestida como siempre y sin un rastro de dolor en su rostro. Les dijo que su padre no había muerto. Hizo lo mismo durante tres días, cuando los ministros la visitaron, y cuando los doctores intentaron persuadirla de dejarlos ocuparse el cadáver. Justo cuando estaban a punto de acudir a la justicia y la fuerza, ella se quebró y enterraron el cadáver rápidamente. 

No dijimos que estaba loca, entonces. Creíamos que ella tenía que hacerlo. Recordamos todos los hombres jóvenes que su padre había ahuyentado, y sabíamos que no teniendo nada, tendría que aferrarse a aquello mismo que la había despojado, como todos hacen. 

III

Estuvo enferma mucho tiempo. Cuando volvimos a verla tenía el pelo corto, lo que la hacía parecer una niña19, con una vaga semejanza a esos ángeles de los vitrales de las iglesias, un poco trágica y serena.

El pueblo acababa de adjudicar los contratos para pavimentar las veredas20 y las obras empezaron en el verano posterior a la muerte de su padre. La empresa constructora vino con negros y mulas y maquinaria21, y con un capataz llamado Homer Barron, un yanqui, un hombre morocho, fornido, predispuesto, con un vozarrón y unos ojos más claros que su rostro22. Los niños lo seguían en grupos para oírlo maldecir a los negros y para oír cantar a los negros, al compás del subir y bajar de los picos. No tardó en conocer a todos en el pueblo. Cuando se oían muchas risas por la plaza, Homer Barron estaba en el centro del grupo. Enseguida empezamos a verlo con la señorita Emily los domingos a la tarde, montados en una calesa de ruedas amarillas, tirada por la yunta de bayos de la caballeriza de alquiler. 

Al principio nos alegramos de que la señorita Emily se interesara por alguien, porque todas las señoras decían:

–Claro que una Grierson no se tomaría en serio a un norteño, un jornalero. Pero había otros, gente mayor, que decían que ni aun el dolor podía hacer que una verdadera dama olvidara el noblesse oblige (sin llamarlo “noblesse oblige”)23. Tan solo decían:

–Pobre Emily. La parentela debería visitarla.

Tenía algunos parientes en Alabama24, pero años atrás su padre se había enemistado con ellos por la herencia de la vieja señora Wyatt, la loca, y no había comunicación entre las dos familias. Ni siquiera habían mandado a alguien al entierro.

Y apenas los viejos dijeron “Pobre Emily”, empezó el cuchicheo. “¿Usted supone que de veras es así?”, se decían unos a otros. “Claro que sí. Qué más podría…” Eso, tapándose la boca

con la mano; frufrú de seda y raso estirados por detrás de celosías cerradas al sol de la tarde dominical, mientras pasaba el leve y raudo clop-clop de los caballos. “Pobre Emily…”

Ella iba con la frente bien alta, aún cuando creíamos que había sucumbido. Era como si exigiera más que nunca que se reconociera su dignidad en tanto la última de los Grierson, como si se hubiera precisado ese toque terrenal para reafirmar su impasibilidad. Igual que cuando compró el matarratas, el arsénico. Eso fue más de un año después de que empezaran a decir “pobre Emily”, y mientras sus dos primas se estaban quedando con ella.

–Quiero un veneno –le dijo al farmacéutico. Por entonces tenía más de treinta años, seguía siendo menuda, pero más delgada que de costumbre, con fríos y altaneros ojos negros en una cara cuya carne se tensaba en las sienes y alrededor de las cuencas oculares, tal como uno se imagina que debe lucir la cara de un farero. –Quiero un veneno –dijo.

 –Sí, señorita Emily. ¿De qué tipo? ¿Para ratas y cosas así? Yo recom…

 –Quiero el mejor que tenga. No me interesa de qué tipo.

El farmacéutico mencionó varios.

 –Esos matan lo que sea, hasta un elefante. Pero lo que usted quiere es…

 –Arsénico25 –dijo la señorita Emily –. ¿Es bueno?

 –¿Si es… arsénico? Sí, señora. Pero lo que usted quiere…

 –Quiero arsénico.

El farmacéutico la miró con desdén. Ella sostuvo la mirada, erguida, su cara cual bandera desplegada.

 –Bueno, por supuesto –dijo el farmacéutico –. Si es lo que quiere. Pero la ley exige que diga para qué lo va a usar.

La señorita Emily se limitó a contemplarlo, con la cabeza echada hacia atrás para mirarlo a los ojos, hasta que él apartó la mirada26 y se fue y tomó el arsénico y lo envolvió. El recadero negro trajo el paquete; el farmacéutico no reapareció. Cuando ella abrió el paquete en su casa, en la caja estaba escrito, bajo la calavera y los huesos: “Para ratas”.

IV

De modo que al día siguiente todos 27dijimos “se va a matar”; y dijimos que sería lo mejor. Cuando se la había empezado a ver con Homer Barron habíamos dicho “se va a casar”. Luego dijimos “todavía lo va a convencer”, porque el propio Homer había comentado -le gustaba andar con hombres, y se sabía que bebía con los más jóvenes en el Club de los Alces- que no era un hombre de casarse28. Después dijimos “pobre Emily” tras las celosías, cuando el domingo por

la tarde pasaban en la calesa reluciente; la señorita Emily, con la frente en alto, y Homer Barron, con el sombrero ladeado y un puro entre los dientes, riendas y látigo en un guante amarillo.

Entonces algunas señoras comenzaron a decir que era una deshonra para el pueblo y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no querían entrometerse, pero al cabo las damas obligaron al pastor baptista –la familia de la señorita Emily era episcopaliana29– a que la visite. Él jamás quiso divulgar lo ocurrido durante la entrevista, pero se negó a volver. El domingo siguiente la pareja se paseó de nuevo por las calles, y el día después la esposa del pastor le escribió a los parientes de la señorita Emily en Alabama. 

Así que volvía a tener parientes consanguíneos bajo su techo, y nos dispusimos a observar los acontecimientos. Al principio no pasó nada. Luego estuvimos seguros de que se iba a casar. Nos enteramos de que la señorita Emily había ido al joyero y encargado un juego de accesorios de tocador masculino en plata, con las iniciales “H.B.” en cada pieza. Dos días después nos enteramos de que había comprado un conjunto masculino entero, incluida una camisa de noche, y dijimos “Están casados”. Estábamos realmente contentos. Estábamos contentos porque las dos primas eran aún más Grierson de lo que alguna vez la señorita Emily había sido. 

Entonces no nos sorprendimos cuando Homer Barron –para ese entonces las calles estaban terminadas hacía un tiempo– se fue. Estábamos un poco decepcionados de que no hubiera habido una demostración pública, pero creíamos que se había ido para preparar la llegada de la señorita Emily o para darle la oportunidad de deshacerse de sus primas. (Para el momento ya era una conspiración, y éramos todos aliados de Emily, ayudándola a evitar a las primas.) Como era de suponer, ellas partieron una semana después. Y como todos habíamos estado esperando durante todo ese tiempo, en tres días Homer Barron estuvo de vuelta en el pueblo. Un vecino vio al negro dejándolo entrar por la puerta de la cocina un día después del anochecer. 

Y eso fue lo último que vimos de Homer Barron. Y de la señorita Emily, por un tiempo. El negro entraba y salía con la canasta de compras, pero la puerta principal permanecía cerrada. De vez en cuando la veíamos por la ventana un momento, tal como lo hicieron los hombres aquella noche en que esparcieron la cal, pero por casi seis meses no apareció por las calles. Luego supimos que esto era de esperarse también, como si la virtud por la cual su padre la había privado de su vida de mujer tantas veces fuera demasiado virulenta y furiosa para morir30.

Cuando volvimos a ver a la señorita Emily, había engordado y su cabello se estaba tornando gris. Durante los años siguientes, se volvió más y más grisáceo hasta alcanzar un canoso metálico, entonces dejó de cambiar. Hasta el día de su muerte, a los setenta y cuatro, permaneció ese vigoroso gris acero, como el del cabello de un hombre activo. 

Desde aquel tiempo su puerta principal permaneció cerrada, salvo un periodo de seis o siete años, cuando tenía alrededor de cuarenta, en el que dió lecciones de pintura de porcelana china. Armó un estudio en una de las habitaciones de abajo, a donde las contemporáneas a las hijas y nietas del Coronel Sartoris eran enviadas, con la misma regularidad y con el mismo

espíritu con el que asistían a la iglesia los domingos, con veinticinco centavos para la bandeja de limosna. Mientras tanto, fue eximida de pagar impuestos.

Luego la generación más nueva se convirtió en el cuerpo y espíritu de la ciudad, y las alumnas de pintura crecieron y abandonaron y no enviaron a sus hijos con maletines de color y pinceles aburridos e imágenes recortadas de revistas de señoras. La puerta principal se cerró tras la última y se mantuvo cerrada para siempre. Cuando llegó a la ciudad el servicio postal gratuito, solamente la señorita Emily se rehusó a dejarles colocar los números de metal sobre su puerta y ponerle un buzón. Ella no los escuchaba.

Día a día, mes a mes, año a año, observamos al negro volverse más canoso y encorvado, entrando y saliendo con el canasto de las compras. Cada diciembre le enviábamos a ella un aviso de impuestos, que una semana después la oficina de correos devolvía sin abrir. Tiempo después, la veíamos de vez en cuando en una de las ventanas de abajo –evidentemente había cerrado la planta alta de la casa– como el torso tallado de un ídolo en un nicho, mirándonos o no mirándonos, no podíamos saber cuál de las dos. Entonces pasó de generación a generación, querida, ineluctable, impenetrable, tranquila y perversa31.

Y entonces murió. Cayó enferma en la casa llena de polvo y sombras, con tan solo un negro chocheante para cuidar de ella. Ni siquiera supimos que estaba enferma; hacía mucho que habíamos dejado de intentar sonsacar información del negro. Él no hablaba con nadie, probablemente ni siquiera con ella, por lo que su voz se había vuelto dura y oxidada, como por desuso. Ella murió en una de las habitaciones de abajo, en una cama de nogal con una cortina, su cabeza gris apoyada sobre una almohada amarilla y enmohecida por los años y la falta de luz solar. 

V

El negro recibió a las primeras señoras en la puerta principal y las dejó entrar, con sus sibilantes voces ensordecidas y sus rápidos y curiosos vistazos, y luego desapareció. Caminó en línea recta atravesando la casa y salió por atrás y no se lo volvió a ver32.

Las dos primas vinieron juntas. Llevaron a cabo el funeral al segundo día, con el pueblo viniendo a ver a la señorita Emily bajo una masa de flores compradas, con el retrato en carbonilla de su padre cavilando profundamente sobre las andas y las sibilantes y macabras señoras; y los hombres muy ancianos –algunos en sus desempolvados uniformes de la Confederación– sobre el pórtico y el terreno, hablando de la señorita Emily como si hubiera sido contemporánea a ellos, creyendo que habían bailado con ella o que la habían cortejado quizás, confundiendo el tiempo con su progresión matemática33, como hacen los viejos, para quienes el pasado no es un camino que se va reduciendo sino, por el contrario, una gran pradera jamás tocada por ningún invierno, alejada de ellos por el estrecho cuello de botella de la última década. 

Ya sabíamos que había una habitación escaleras arriba que nadie había visto en cuarenta años y que habría que forzar. Esperaron a que la señorita Emily estuviera decentemente bajo tierra antes de abrirla. 

La violencia del desmoronamiento de la puerta pareció llenar la habitación con un polvo invasivo. Una fina capa de acre como el de la tumba parecía cubrir todo en el cuarto decorado y amueblado como para una boda: las cortinas drapeadas, de un rosa desgastado, las lámparas con pantallas rosadas, el tocador, el delicado arreglo de cristal y los artículos de baño de hombre, revestidos en plata manchada, plata tan sucia que el monograma34 estaba oscurecido. Entre ellos se encontraba un cuello y una corbata, como si recién se los hubieran quitado, que al ser levantados, dejaron sobre la superficie una pálida medialuna en el polvo. Sobre una silla colgaba el traje, cuidadosamente doblado; debajo, los dos zapatos de cuero y las medias descartadas. 

El hombre mismo estaba tendido en la cama. 

Durante un rato nos quedamos allí, apenas, mirando la profunda y descarnada sonrisa. El cuerpo aparentemente había yacido alguna vez en la postura de un abrazo, pero ahora el largo sueño que sobrevive al amor, que vence incluso la mueca del amor, le había puesto los cuernos. Lo que quedaba de él, podrido debajo de lo que quedaba de la camisa de noche, se había vuelto inseparable de la cama en la que yacía; sobre él y sobre la almohada a su lado se extendía esa capa uniforme de paciente y duradero polvo35.

Luego notamos que en la segunda almohada se encontraba la hendidura de una cabeza. Uno de nosotros recogió algo de allí, y al inclinarnos hacia adelante, con ese ligero e invisible polvo, seco y acre en las narices, vimos un largo mechón de pelo gris acerado36.


Bibliografía consultada y recomendada:

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  1. “A Rose for Emily”. Edición de Luciana Colombo y Marcelo G. Burello. Texto tomado de Malcolm Cowley (ed.), The Portable Faulkner (revised edition), New York, Penguin Classics, 1977, pp. 433-444. (Primera publicación en libro en español: Estos trece, trad. Aurora Bernárdez, Bs. As., Losada, 1956). Publicado en la revista neoyorquina The Forum (abril de 1930), tras haber sido rechazado por la revista Scribner’s el año anterior, es el primer cuento de Faulkner que circuló a nivel nacional; fue reeditado por voluntad del autor en la antología These Thirteen (1931), y luego en Collected Stories (1950).

    La simbología de la rosa que menta el título ha sido objeto de diversas interpretaciones: se la ha considerado tanto una flor mortuoria (en inglés era frecuente referirse a la “funeral rose”) como una flor amatoria (la expresión latina “sub rosa” se usó por siglos para describir secretos e intimidades, como por ejemplo una relación amorosa clandestina); el cuento, así, puede ser un homenaje tras la muerte o una ofrenda afectuosa (recordemos, de paso, la costumbre de disecar flores, en general poniéndolas en el interior de los libros, algo que podría anticipar el final de Homer Barron). Sobre el título, el autor declaró que era “un título alegórico”, pues “aquí había una mujer que había padecido una tragedia, una tragedia irrevocable, y no se podía hacer más nada al respecto, y yo me compadecía de ella, y este era un saludo, como si se hiciera un gesto, un saludo; a una mujer se le daría una rosa…” (cit. en Lion in the Garden, p. 127). Se han señalado diversos poemas como posibles fuentes de inspiración formal y temática para el relato: “A Helena” (E. A. Poe), “Emily Hardcastle, solterona” (J. C. Ransom), “Oda a una urna griega” (Keats), “El amante de Porphyria” (Robert Browning), y “La rosa enferma” (William Blake); incluso la novela Grandes expectativas (Dickens) ha sido invocada a tal fin. A su vez, el cuento también ha inspirado numerosas obras, y entre ellas, las de grandes autores latinoamericanos, tales como “Los cachorros” (1967), de Mario Vargas Llosa, La muerte de Artemio Cruz (1962), de Carlos Fuentes, y sobre todo, “La novia robada” (1973), de Juan Carlos Onetti.

    Al comenzar a publicar poesía, hacia 1920, el autor -nacido como William Cuthbert Falkner- cambió la grafía de su apellido familiar, “Falkner” (derivado de “falconer”, o sea, “entrenador de halcones”). En realidad, se trataba de una recuperación del apellido original: su bisabuelo, apodado el “Viejo Coronel”, se llamaba William Clark Faulkner, pero había quitado la letra “u” de su apellido para distinguirse de alguien de nombre similar al mudarse a Ripley, Mississippi, a mediados del siglo XIX. Hay dos leyendas sobre el cambio de nombre por parte de nuestro autor: una según la cual él mismo lo modificó al enrolarse en la Fuerza Aérea de Canadá, en 1918 (al hacerse pasar por súbdito británico y negar su ciudadanía norteamericana), y otra según la cual un tipógrafo compuso mal el apellido al editar sus poemas y el propio autor, al ver el error, lo dejó pasar (el editor Malcolm Cowley le atribuye la expresión “De cualquier manera me va bien”). 

  2. El personaje de Miss Emily Grierson admite tres fuentes posibles de inspiración: Miss Mary Louise Nielson, una aristocrática dama sureña que se había casado con un yankee para escándalo de su familia en tiempos de Faulkner; Miss Emily Frierson, otra dama de la región (sin una historia similar); y la solitaria escritora Emily Dickinson, si bien hacia 1930 aún era prácticamente desconocida. De las dos primeras Faulkner tenía referencias de primera mano; la tercera podría haber integrado su panteón personal de poetas americanos. Fuera de esto, nótese que el relato comienza con la muerte de la heroína, confirmando lo señalado por Claude Magny acerca de «la imposibilidad de narrar una historia de otro modo que no sea comenzando por el final” (1972: 190).
  3. El narrador es de la misma comunidad, con tintes individuales y colectivos amalgamados. Conocemos, así, de forma simultánea, tanto las características del pueblo como de la señorita Emily, por una narración en primera persona del plural no participante, pero profundamente involucrada en los hechos, «organizada antes por el sentimiento que por la lógica» (Sullivan, 1971: 168). Pues Emily está lo suficientemente apartada del “nosotros, Jefferson” como para permitir su singularización, pero no deja de ser tenida en cuenta en los términos de la relación con su comunidad. Al leer “A Rose for Emily” estamos entrando por primera vez plenamente en el condado de Yoknapatawpha, el locus de la literatura de Faulkner. La historia cobra vida únicamente a través de los ojos de la comunidad de la imaginaria ciudad de Jefferson.
  4. Al explotar el recurso de la metonimia entre la vivienda y sus ocupantes, Faulkner apela conscientemente a la tradición gótica europea, que se había reactivado en la literatura sureña norteamericana. Para este detalle, ante todo, hay que pensar además en la homologación entre casa y propietarios de “La caída de la casa de Usher”, de E. A. Poe.
  5. Aquí Faulkner hace referencia a las construcciones al estilo Gothic Revival, populares en Mississippi entre los años 1840-1870, que combinaban el estilo victoriano con las cúpulas y agujas góticas.
  6. El narrador elige las dos formas más disruptivas de mecanización, la automovilística y la textil, para dar cuenta del fin de la aristocracia sui generis del Sur.
  7. Siguiendo la cronología propuesta por Cleanth Brooks (1973: 383), Miss Emily habría muerto a los setenta y cuatro años, en 1926. Es decir, podemos ubicar los sucesos narrados en un Sur afectado por los sucesos de la denominada Reconstruction Era, periodo de reestructuración social que va desde 1866 hasta aproximadamente 1880, como consecuencia directa de la Guerra de Secesión (1861-1865). Podríamos imaginar, a su vez, una comunidad enfrentándose a los últimos vestigios tangibles del sentimiento de derrotismo y de la modernización económica.
  8. Inspirado en el Whilomville de Stephen Crane y el Winesburg de Sherwood Anderson, Faulkner creó una geografía imaginaria traspolando partes del Sur que conocía bien: la ficticia ciudad de Jefferson (en realidad así se llama la capital de Missouri), en el ficticio condado de Yoknapatawpha (claramente inspirado en el condado de Lafayette, más allá del nombre chicasaw), en el estado -en esencia, real, pero ficcionalizado- de Mississippi (estado donde en 1897 había nacido el autor, en la pequeña ciudad de New Albany). Al explorar y condenar el «mito del Sur» faulkneriano, Finkelstein ha asegurado que Mississippi, «de todos los antiguos estados esclavistas, era aún, en tiempos de Faulkner, el que se distinguía por la más brutal explotación, aterrorización y depauperización de la población negra» (1967: 192).
  9.  La palabra “sheriff” tiene su origen en Inglaterra, por asociación de dos palabras: “Shire” y “reeve” (el condado y el juez local), y era inicialmente utilizada para denominar a guardianes informales de las leyes, no militarizados, que eran seleccionados por el poder local como líderes comunitarios. Al trasladarse a las colonias americanas, el sheriff adquiere una responsabilidad mayor en el control de los individuos –cobro de impuestos, mantenimiento de la cárcel local y control del cumplimiento de leyes y garantías– y pierde gran parte de su carácter social y poder jurídico. Durante el periodo de expansión americana hacia el Oeste, en el reconocido “Old Wild West”, el sheriff cumplía además tareas de control fronterizo. No forma parte de los organismos gubernamentales o policíacos del condado, y es elegido directa y democráticamente por los ciudadanos de la jurisdicción.
  10. Frente al “nosotros” que, en un principio, se podía reconocer como la comunidad de Jefferson, aquí aparece por primera vez un “ellos” pero que, sin embargo, también es explícitamente parte del pueblo. Se establece una distinción entre la nueva generación, “they”, y la generación coetánea a Miss Emily, “we”, nacida durante el periodo de Reconstrucción, y “encargada” de su cuidado. Tarea asignada, a su vez, por la generación precedente –la del Coronel Sartoris– que sí peleó en la guerra. Por lo demás, el personaje del Coronel Sartoris –recurrente en la narrativa de Faulkner, quien incluso le dedica la novela Sartoris (1929)– está diseñado a la luz de la historia del bisabuelo de Faulkner, el coronel William Clark Falkner (también escritor, de hecho), como último y mayor representante de una clase dirigente que para finales del siglo XIX ya había entrado en profunda decadencia.
  11. El Board of Aldermen es el órgano legislativo de muchas ciudades de Estados Unidos. Más frecuente en áreas rurales, su contraparte urbana y con más poder sería el City Council.
  12. Pintar porcelana china fue una actividad muy popular durante el último cuarto del siglo XIX en Norteamérica. Mientras la actividad profesional estaba restringida a pintores masculinos, su ejercicio doméstico, decorativo y amateur estaba muy extendido entre las mujeres como una forma decorosa de canalizar la creatividad. El detalle en los hábitos de los personajes es siempre en la literatura de Faulkner una excusa para marcar el paso del tiempo y un amplio manejo de los usos y costumbres de la sociedad sureña. Pero además, el dato refuerza la idea de una feminidad fosilizada y arcaizante.
  13. El narrador utiliza el término “negro” (sic), forma intencionalmente neutra y en principio no insultante, para el criado y luego para el recadero.
  14. Además de expresar la obvia persistencia póstuma de la figura paterna, la imagen sobre un caballete y en el centro de la casa delata la fuerza de la autoridad patriarcal, aún in absentia. En la crítica actual no faltan interpretaciones de una posible relación incestuosa –potencial o consumada– entre el Sr. y la Srta. Grierson.
  15. El nombre de Tobe ha sido relacionado con el verbo “to be”, sugiriendo que solo podrá “ser” cuando el contrato entre el sirviente negro y Emily finalice, es decir, con la muerte de esta última. Su personaje es además análogo a otros sirvientes que “sobreviven” a sus amos en Faulkner: Dilsey en El sonido y la furia y Clytie en ¡Absalón, Absalón! Como Clytie con los Sutpen, Tobe es quien entra y sale de la casa, y mantiene viva a la señorita Emily. Este personaje, por lo demás, expresa la figura estereotipada del «negro bueno», obediente y sumiso, al estilo de los esclavos que aparecen en La cabaña del Tío Tom y en la narrativa de Mark Twain; su polo opuesto era en el Sur el «negro malo», rebelde y dado a la violencia o a la fuga.
  16. La secuencia cronológica se construye a partir de hechos observados por la comunidad y de forma desordenada, reproduciendo la reconstrucción de un recuerdo en la memoria. Esta complejidad temporal es una pequeña muestra de la distorsión que es capaz de producir el “fluir de conciencia”, explorado por Faulkner en sus grandes obras, y vinculado probablemente con la dialéctica de la narración oral.
  17. El dato de la locura familiar como trastorno hereditario, además de la enorme presión familiar que pesa sobre Emily, delata el tono naturalista y fatídico del autor por estos años.
  18. Tableau” puede referirse o bien a un cuadro grupal o bien al tableau vivant: se le decía así a los conjuntos de personas vestidos y dispuestos para representar una escena histórica o literaria.
  19.  La preservación de cierto carácter infantil es determinante para afirmar la “tutela” del pueblo en los asuntos de la señorita Emily.
  20. Pavimentar viejas calles es una actividad que de por sí expresa y simboliza el hecho de tapar el pasado, y literalmente, de sepultarlo bajo el progreso.
  21.  Aquí el narrador usa el término peyorativo “nigger” para aludir a los afroamericanos, en sintonía con un contexto segregacionista en el que estos trabajadores ni siquiera son del lugar. Más significativa que esa selección léxica es la cadena que homologa a dichas personas con las bestias de carga y la maquinaria pesada, por mera coordinación copulativa.
  22. Un “yanqui”, en el contexto del relato, es un oriundo del Norte del país (y más precisamente del Noreste, de Nueva Inglaterra). Con la secuencia «hombre morocho, fornido, dispuesto» («big, dark, ready man») podría estarse parodiando la frase hecha «tall, dark, handsome man», que circulaba a comienzos del siglo XX para describir el tipo ideal del «macho» (por ejemplo, el actor Rodolfo Valentino). El nombre del personaje, por lo demás, es casi seguramente irónico: mientras que “Homer” menta la cultura clásica, el apellido “Barron” parece aludir al grado nobiliario “baron” (“barón”), que en EE.UU. se utilizaba para designar a los potentados de las distintas ramas (“barón del petróleo”, etc.), a la vez que es casi homófono del adjetivo «barren» («estéril»). Cabe puntualizar que este personaje es lo que por entonces en el Sur se llamaba despreciativamente un “carpetbagger”: un trabajador o profesional venido del Norte tras la Guerra Civil para aprovechar las oportunidades económicas abiertas por la “Reconstrucción”.
  23. Noblesse oblige” (en francés en el original): “nobleza obliga”, adagio que resume el ideal de que la ascendencia noble obliga a conductas honorables.
  24. Faulkner invoca el estado de Alabama, colindante con el de Mississippi, para mayor verosimilitud de su geografía imaginaria.
  25.  “El rey de los venenos”, como se lo llamaba, se utilizó como insecticida y raticida hasta bien entrado el siglo XX.
  26. La estabilidad del poder aristocrático y su decadencia entran en tensión en todo el texto. Aquí, el farmacéutico cede ante el porte de Emily. Con silenciosa impunidad Emily se retira, tal como en la escena donde se le solicita el pago de impuestos. (Nótese, de paso, que la conducta automática de la protagonista, que solo atina a repetir las mismas palabras, reproduce el comportamiento de la secuencia anterior, cuando reitera que no paga impuestos).
  27. Si bien Faulkner mantiene al narrador alejado de las apreciaciones psicológicas, las conclusiones al respecto del hecho son traídas al lector por un “todos nosotros” que habla enérgicamente. De esta forma, se hace presente, nuevamente, la fragmentariedad de Jefferson: hasta ahora la distinción entre “ellos” y “nosotros” partía de una cuestión generacional entre quienes respetaban a la señorita Emily por su estatus (Coronel Sartoris) y quienes habían heredado el deber de cuidar de aquella figura augusta y decadente. Aquí se añade una distinción entre aquellos que cumplen esa tarea encomendada con solemnidad –el farmacéutico y el pastor mencionado enseguida– y aquellos que murmuran a sus espaldas con sentimientos contradictorios –el narrador–.
  28. Este dato en particular ha propiciado interpretaciones según las que el personaje sería homosexual, por lo que la relación con Emily solo sería formal.
  29. La Iglesia Episcopal fue fundada en los EE.UU. en 1789 e integra la Comunión Anglicana; aunque de origen protestante, el credo episcopal se acerca bastante al católico por sus ritos y dogmas. Aquí, la confesión episcopal de la señorita Emily es un dato distintivo, pues en el Sur de los EE.UU. la secta protestante más popular es el Baptismo, mientras que el Episcopalismo es la forma de protestantismo más antigua y rancia de Norteamérica, pero minoritaria.
  30. La influencia paterna persiste tras la muerte del padre. Un motivo recurrente en Faulkner: la conservación de las disposiciones del linaje, una herencia que trasciende el mundo físico y que parecería determinar el accionar de los personajes.
  31.  La inmovilidad de Emily contrasta con la constante entrada y salida de Tobe, silencioso y crucial personaje complementario. Millgate (1972: 380-381) describe versiones previas del relato -eliminadas finalmente- en las que Emily incluso dialoga con su criado. A. Petry (1986) ha señalado que la sucesión de cinco atributos -«dear, inescapable, impervious, tranquil, and perverse«- pareciera responder estratégicamente a las cinco partes del relato: cada adjetivo sintetizaría cada parte en el orden en que se presenta.
  32. Tobe cumple su última tarea y queda libre, al parecer.
  33. Aquí el narrador realiza una clara distinción entre el tiempo cronológico –la progresión matemática– y el tiempo en la percepción humana. La tensión entre las percepciones del tiempo, explicitada por el narrador en este pasaje, es uno de los ejes del  texto y de la poética faulkneriana.
  34. Es decir, las iniciales “HB”.
  35. Así como el cuarto tapiado pareciera aludir al menos a dos relatos de Poe (“El gato negro” y “El tonel de amontillado”), el horrendo hallazgo del residuo del cadáver remite sin duda al final del relato “Los hechos en el caso de M. Valdemar”.
  36. Al concluir el último episodio, la complejidad narrativa de la estructura simétrica del cuento queda al descubierto: durante la primera y quinta parte, el narrador es capaz de romper con el aislamiento de la señorita Emily; en la segunda y cuarta parte se narran intentos de ingreso; en la parte central, la tres, y en particular el episodio de la compra de arsénico, la impenetrabilidad es total. Cabe especular, asimismo, acerca de la división del relato en cinco partes, una estructura propia de las tragedias.