Inicio 9 Enciclopedia 9 «Coming of Age»

El diccionario Merriam-Webster, máxima referencia para el inglés americano, define la expresión “come of age” lisa y llanamente como “to reach maturity”, esto es, “alcanzar la madurez”, y por extensión lógica, la mayoría de edad (bajo el supuesto de que el sistema legal ha establecido en qué momento específico de la vida humana puede constatarse fehacientemente que una persona es del todo madura y por ende, legalmente responsable de sus actos)1. En la práctica, sin embargo, la cuestión no es tan sencilla, puesto que en cada cultura lo etario es idiosincrásico y no se deja determinar por arbitrariedades numéricas ajenas; fuera de un estricto uso burocrático en una jurisdicción específica, así, el término padece de una vaguedad intrínseca y no resulta fácilmente extrapolable (sirvan como ejemplo los fuertes escollos con que ya se topó la justicia del Imperio Romano al tratar de fijar los parámetros de nociones tales como “puer”, “infans”, “patria potestas” y “emancipatio” por sobre los pueblos conquistados, que consideraban absurdas tales categorías e instituciones). Con ese mismo obstáculo chocan los ritos de paso o de iniciación con los que diversas culturas determinaban y determinan que niños y jóvenes han evolucionado de un momento de su existencia a otro, normalmente bajo una sanción religiosa o cultual; excepto en las teocracias, las decisiones de los sacerdotes –al igual que las de los jueces– solo rigen en un marco jurisdiccional acotado y se desvirtúan de región en región y de época en época (ritos como la confirmación cristiana y el bar/bat mitzvah judío, así, quedaron como símbolos comunitarios de puro valor religioso, sin aplicación secular). Además, en tanto la criatura humana solo madura en forma subjetiva y progresivamente, a lo largo de años, en cada individuo el pleno desarrollo mental y físico es un dato singular, por lo que es obvio que la tradicional estratificación tripartita niño/joven/adulto –bajo cualquier nombre que tome– es, en el mejor de los casos, una mera convención social, sujeta a permanentes revisiones.

Por lo demás, el concepto en sí no solo es difícil de traducir a otras lenguas por su índole indefinida y su naturaleza léxica compuesta, sino que tampoco goza de pleno consenso en inglés. En 1928, la revolucionaria investigadora norteamericana Margaret Mead lo puso en circulación masiva en un sentido antropológico con su ahora clásico estudio Coming of Age in Samoa2, pero en 1972, confusamente, La Vieillesse (literalmente, “La vejez”) de la francesa Simone de Bouvoir fue traducido como Coming of Age por los editores británicos, sugiriendo una laxa equiparación entre “madurar” y “envejecer”. Como sea, en la narrativa occidental hoy la expresión se ha consolidado con la fórmula sustantivada “coming-of-age” (el verbo “come”, “venir” o “llegar”, en gerundio indica actividad, dinámica), en especial gracias a su codificación como subgénero audiovisual durante las últimas décadas. En efecto, desde que la publicidad y los medios de comunicación detectaron como consumidor potencial el nicho de los adolescentes tras la Segunda Guerra Mundial3, cuando comenzó a estallar una muy incipiente rebelión de la juventud, las historias de niños y jóvenes que crecen y maduran –de a poco o de a golpe– se volvieron muy fecundas en el cine y la TV, en parte con la intención de generar empatía e identificación entre esa franja de público focalizado (“target”, en términos técnicos) y los personajes representados en la ficción. En los “años dorados” que van del fin de la guerra hasta la crisis económica de 1973, ir a ver recitales o películas se convirtió en un momento privilegiado para púberes y adolescentes pues era una actividad que se realizaba sin la custodia de adultos, y el cine no tardó en captar esa tendencia para aprovecharla y reafirmarla. En la actualidad, la continua explotación del formato –promovida por la “nueva edad dorada de la televisión” en las plataformas digitales– invita a preguntarse sobre los méritos formales intrínsecos de estas historias, más allá de su obvio uso comercial y su posible valor pedagógico y hasta terapéutico (cfr. el reciente estudio del especialista C. Hill, 2014)4. Y puede que el hecho de que el formato revista aún más importancia en el medio audiovisual que en el escrito sea lo que sigue llevando a muchos especialistas –e incluso a los diccionarios de términos literarios5– a ignorarlo, optando en el mejor de los casos por confundirlo con el de Bildungroman.

Sumariamente descripto, el subgénero “coming-of-age” consiste en un relato cuyo protagonista es un niño o un joven que de algún modo –por las buenas o por las malas, voluntariamente o no– madura y crece (no en sentido físico, sino psicológico), alcanzando una mayor comprensión del mundo en que vive. Lo fundamental, pues, no es la agencia infanto-juvenil (las historias con muchachos y muchachas eran comunes ya en la tradición picaresca europea, desde el Barroco), sino que el héroe o la heroína crezcan y se transformen, adquiriendo nuevos saberes sobre ellos mismos o sobre su entorno, saberes tales como las nociones de muerte, sexo, amor, maldad, responsabilidad, vocación, etc. El relato de turno puede ser breve o extenso, y puede escenificar un fugaz instante de descubrimiento (la consabida técnica de la “epifanía” cuentística, cuando un personaje recibe una súbita revelación) o un lento proceso de aprendizaje. Lo aprendido, a su vez, para el o los personajes protagónicos puede ser tanto un autodescubrimiento –parcial o total– como un conocimiento de algo externo y hasta entonces ignorado, y lo importante en todo caso es que ese nuevo saber no sea un atisbo pasajero, sino un conocimiento duradero, que transforma esencialmente al protagonista. De por sí, la índole transicional del crecimiento y la maduración humanos se presta a la épica moderna, propensa a exaltar la autonomía del sujeto, por lo que es dable encontrar una matriz propia de este subgénero incluso en obras anteriores a su codificación actual; por tratarse de un periodo definitorio en la vida, igualmente, el formato puede hallarse también en parte sustancial de obras de carácter autobiográfico (como el clásico La educación de Henry Adams, de 1907, o la novela A Tree Grows in Brooklyn, de Betty Smith, de 1943). En la literatura anglosajona, en parte por los cambios en la concepción burguesa de la sociedad, cuando las viejas y vagas “edades de la vida” se volvieron un asunto burocrático y cuantificable6, y en parte por las demandas del mercado, atento a que la escolaridad y la alfabetización plena y temprana había originado un nuevo sector de consumidores, la literatura con niños y jóvenes por protagonistas –aunque no necesariamente para niños y jóvenes– hizo pie firme a mediados del siglo XIX, con Charles Dickens a la cabeza, y conoció un fuerte impulso en los estados Unidos durante la segunda mitad de ese siglo, con varias célebres novelas de Mark Twain y Louisa May Alcott. Sin embargo, que a un niño o una muchacha les suceda algo no implica maduración o crecimiento ipso facto: las aventuras infantojuveniles no son de por sí historias de maduración si no hacen énfasis en el proceso de asimilación y reconocimiento de nuevos datos que conllevan un cambio de perspectiva existencial. A la típica estructura narrativa del héroe estudiada por antropólogos y teóricos literarios a partir de Vladimir Propp, lo que aquí se destaca es entonces que el protagonista es “menor” en algún aspecto (mental, físico, legal, cultural, etc.) y debe transformarse para subsistir y salir adelante, aun si al final ha desarrollado más un rechazo que una asimilación de la nueva situación general.

Este subgénero ha tenido una honda repercusión en el ámbito puntual de la narrativa estadounidense, por complejos motivos culturales que van desde la herencia puritana hasta la mera necesidad de subsistir en un entorno agreste. Dado el inmenso corpus acumulado hasta la fecha, era lógico que surgieran hipótesis exegéticas acerca de esta verdadera obsesión norteamericana por la matriz épica infanto-juvenil (que al parecer sigue vigente). La hipótesis más célebre fue formulada por el historiador y crítico literario R. Lewis y recurre al mito adánico como complejo fundacional americano: Adán, el primer hombre, símbolo de pureza, sería conjurado sistemáticamente por una nación que creció buscando la pureza (de allí el mote de “puritanos”) y que pese a –o debido a que– hubo de enfrentarse a riesgos insospechados para colonizar y evangelizar el Nuevo Mundo, siempre ha preferido la inocencia a la experiencia.7 porque de los tales es el Reino de los Cielos”.] Y el ser humano inocente por definición es, por supuesto, el niño: la niñez posee el carácter adánico perdido luego en la adultez. Con buen tino, Lewis señala además que, en la ficción nacional, madurar o crecer psicológica y moralmente no equivalen a aceptar el orden de los adultos tal como es, sino en muchos casos, a rechazarlo, puesto que “implícito en gran parte de la literatura norteamericana de Poe y Cooper hasta Anderson y Hemingway, el rito de iniciación válido para el individuo en el nuevo mundo no es una iniciación para entrar en la sociedad, sino, dado el carácter de la sociedad, una iniciación para alejarse de ella: algo que me gustaría poder llamar ‘desiniciación’ [denitiation]” (1955: 115).

La otra variante interpretativa ha corrido por cuenta del crítico Leslie Fiedler, quien en simultáneo con Lewis, y combinando el análisis psicológico con el teológico y el histórico, supo denunciar “la implacable nostalgia por lo infantil” (1974: 275) de los norteamericanos, cuyo carácter, así, sería regresivo y pueril, aferrado a una inocencia pseudo bíblica y presuntamente salvífica frente a la corrupción del viejo mundo europeo, y dado de lleno al “culto del Niño” en tanto “el Buen Norteamericano, el santo no reconocido” (1960: 251). “El niño sigue siendo lo que viene siendo desde los inicios del Romanticismo: un sustituto de nuestras vidas instintivas e inconscientes” (1960: 291), alerta Fiedler, y ese “primitivismo” (286), esa “tiranía de la inocencia” (291) hacen de la ficción de los Estados Unidos un caldo de cultivo para imágenes de niños y jóvenes que encarnan todas las tensiones –culturales, religiosas, sexuales, raciales, etc.– que la cultura norteamericana no ha podido (y quizás no pueda nunca) resolver.

El crítico I. H. Hassan, por su parte, ha convalidado la ubicuidad y el relieve de las tramas infanto-juveniles en la literatura norteamericana, pero marcando un hito cuando la “idea de la adolescencia” comenzó a irrumpir con fuerza en la cultura nacional, separando drásticamente al niño del adulto, y las visiones de ese nuevo adolescente se volvieron paulatinamente sombrías. Tras observar que los cambios en la concepción de niños y adultos empezaron ya con los relatos de Henry James, en la transición del siglo XIX al XX, Hassan puntualiza: “La rica literatura que sucedió a la Primera Guerra Mundial reveló una imagen más compleja de la juventud, una imagen bastante a menudo de desencanto, o de fracaso, o de experiencia violenta” (1958: 312). De acuerdo con esta periodización, pues, serían recién los protagonistas infanto-juveniles del siglo XX los que se acreditarían como “rebeldes” o alienados al sistema de vida americano; puede pensarse en “El caso de Paul” (1905), de Willa Cather, o en varios personajes de Sherwood Anderson a partir de la segunda década del siglo.

Como sucede con todos los subgéneros, cabe hacer algunas mínimas aclaraciones taxonómicas de rigor para delimitar lo más posible el “coming-of-age”, si bien es razonable que a menudo se lo confunda o no se lo advierta en su singularidad. Más allá de un aire de familia, la narrativa literaria o audiovisual de este tipo en principio no pertenece al viejo subgénero dieciochesco de la épica educativa o formativa, siguiendo la estela de Jean-Jacques Rousseau y su Emilio (1762), donde se narra la educación integral de un niño para evitar que el hecho de “civilizarlo” degenere en su aislamiento de la naturaleza. Como esa obra tuvo una especial resonancia en el ámbito germano parlante, lo que llevó a reformularla y reelaborarla recurrentemente, en el siglo XIX se popularizaron nociones alemanas para el formato: Bildungsroman (“novela de formación”), Erziehungsroman (“novela de educación”), y Entwicklungsroman (“novela de desarrollo”). En efecto, sendas novelas de C. M. Wieland, K. P. Moritz y, sobre todo, J. W. Goethe, con sus Años de aprendizaje de Wilhelm Meister (1796), se transformaron en los paradigmas del subgénero, que llegó a conocer formulaciones aún en el siglo XX, como la Montaña mágica de Thomas Mann y, fuera del mundo germanófono, el Retrato del artista adolescente de James Joyce. La enorme diferencia entre el “coming-of-age” y esta fecunda familia novelística no pasa solo por la mera cuestión de la extensión (el alemán “Roman” vale necesariamente por “novela” en tanto relato extenso y realista, lo que por definición excluye las historias breves), sino ante todo por una disparidad crucial, que reside en el concepto orgánico e institucional de “formación”8 humana y los ideales educativos y culturales de la Europa ilustrada, un marco absolutamente asincrónico y ajeno respecto de la moderna tradición anglosajona9.

Asimismo, se podría deslindar este formato y estructura del relato de iniciación propiamente dicho, si se concede que este formato puntual requiere la presencia de algún tipo de ceremonia o rito más o menos concreto (religioso o pagano, ficticio o real). No obstante, un estudioso supo definirlo así al hacer un temprano saldo genérico, anticipando claramente lo que luego se entendería por relato de maduración o crecimiento: “Puede decirse que una historia de iniciación muestra cómo su joven protagonista experimenta un cambio significativo de saberes sobre el mundo o sobre sí mismo, o un cambio de carácter, o ambos, y dicho cambio ha de conducirlo o guiarlo hacia el mundo adulto. Puede contener o no algún tipo de ritual, pero debería proveer ciertas pruebas de que al menos es probable que el cambio surta efectos permanentes” (Marcus, 1960: 222). Como sea, la idea del rito iniciático estuvo de moda en la crítica literaria anglosajona a mediados del siglo XX, cuando eminentes críticos como Cleanth Brooks, R. P. Warren y el mentado L. Fiedler lo aplicaron en ensayos y comentarios, y de hecho la escritora Sylvia Plath le consagró un cuento: “Initiation10; hoy el concepto parece haber quedado subsumido por el de “coming-of-age”, más amplio, pero puede resultar válido y esclarecedor para un subtipo particular de historia.

Por último, es importante distinguir entre un relato con héroes y heroínas en edad infanto-juvenil pero orientado a lectores tanto jóvenes como adultos y aquello que actualmente se rotula “literatura infanto-juvenil”, que es un producto concebido mayormente –o exclusivamente– para esa franja de público, y que por ende se caracteriza por un estilo y un léxico acotados, argumentos y situaciones más estereotipadas o tipificadas, cierto pudor expositivo, y una apelación a una identificación plena entre obra y receptor. La compartimentación progresiva y restrictiva de tal nicho editorial permite distinguirlo con bastante nitidez en las últimas décadas (cuando de hecho imperan sanciones legales al respecto), pero en forma retrospectiva la clasificación fracasa: muchos de los supuestos productos orientados al público menor de edad –como el gran clásico Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas (1865), de Lewis Carroll– fueron, son y serán bendecidos también por el consumo adulto11. A esa posibilidad de un doble código de lectura –y por ende, de un público potencialmente mucho más amplio– se refería ya Mark Twain en la introducción a sus Aventuras de Tom Sawyer (1875) cuando astutamente declaraba: “Aunque el propósito de mi libro es que pueda servir de distracción a chicos de uno y otro sexo, espero que no por eso sea desdeñado por las personas mayores, ya que mi intención es que éstas recuerden con agrado lo que fueron en otro tiempo…” (1957: 786).


Bibliografía

Ariès, Philippe, El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen. Trad. de N. García Guadilla. Madrid: Taurus, 1987.

Emra, Bruce (ed.), Coming of Age. Short Stories about Youth and Adolescence. Lincolnwood (IL): National Textbook Company, 1994.

Fiedler, Leslie, “The Eye of the Innocence”, en No! In Thunder. Boston: Beacon Press, 1960, pp. 251–291.

——————. “¡Vuelve a la balsa, Huck!” En W. Scott (ed.), Principios de crítica literaria. Trad. de J. Reig. Barcelona: Laia, 1974, pp. 273–282.

Hassan, Ihab H., “The Idea of Adolescence in American Fiction”. En American Quarterly, Vol. 10, No. 3 (Autumn, 1958), pp. 312–324.

Hill, Crag A. (ed.), The Critical Merits of Young Adult Literature: Coming of Age. New York: Routledge, 2014.

Lewis, R. W. B., The American Adam. Innocence, Tragedy, and Tradition in the Nineteenth Century. Chicago: Chicago U. P., 1955.

Marcus, Mordecai, “What Is an Initiation Story?” En The Journal of Aesthetics and Art Criticism, Vol. 19, N° 2, (Winter, 1960), pp. 221–228.

Tolchin, Karen, Part Blood, Part Ketchup: Coming of Age in American Literature and Film. Lanham (MD): Lexington, 2007.

Twain, Mark, Aventuras de Tom Sawyer, en Novelas completas y ensayos, T. I. Trad. y notas de A. L. Ros. Madrid: Aguilar, 1957, pp. 785–904.

Vierhaus, Rudolf, “Formación (Bildung)”, en Educación y Pedagogía (separata), Vol. XIV, N° 33, pp. 5–68.


  1. V. https://www.merriam-webster.com/dictionary/come%20of%20age
  2. Los primeros editores al español prefirieron ser claros y convocantes, y lo designaron Adolescencia, sexo y cultura en Samoa.
  3. Puede hablarse de un doble proceso, aparentemente contradictorio: el mercado se extendió para integrar a los jóvenes (segmentados en púberes y adolescentes) y niños como consumidores, ya apelando a ellos en forma autónoma o en forma delegada, a través de sus padres; legalmente, empero, se procedió en sentido restrictivo: la cobertura legal se juridificó y en muchos casos, se dilató marcando nuevas barreras (como las conocidas prohibiciones para menores de 14, 16, y 18).
  4. B. Emra propone en el prefacio de su antología Coming of Age (1994), por caso: “Este libro te ayudará. Te encontrarás a ti mismo en muchas de estas historias, y quizás te ‘encontrarás a ti mismo’ en un sentido más amplio, también” (s/p).
  5. No sorprende que el glosario de M. Abrams lo pasara por alto, décadas atrás, pero sí que lo haga sucesivas versiones del de J. Cuddon, por caso.
  6. Ariès ha estudiado el proceso de juridificación y burocratización que determinó la importancia de la edad como dato identitario clave del ciudadano moderno, desde el “descubrimiento de la infancia” en el Renacimiento hasta la distinción del adolescente como algo intermedio y específico entre niño y adulto (1987: 47).
  7. En toda exaltación cristiana de la niñez resuena aquellos del Evangelio de Mateo 19, 14: “dejad a los niños venir a mí […
  8. V. el minucioso artículo de Vierhaus cit. en Bibliografía.
  9. Sobre las diferencias radicales entre el Bildungsroman clásico y las historias de niños y jóvenes norteamericanos en general puede consultarse el primer capítulo de Tolchin, 2007, en particular las págs. 10 y 11.
  10. Aparecido originalmente en 1950 en la revista para adolescentes Seventeen, y luego recogido en el compilado póstumo Johnny Panic and the Bible of Dreams (1977). Emra lo incorporó, asimismo, en su antología (op. cit.).
  11. Nótese la tendencia a purgar supuestas obras infantiles del pasado para los niños de la actualidad, al amparo de precauciones psico-pedagógicas.