Inicio 9 Fuentes 9 La llamada de Cthulhu *

(HALLADO ENTRE LOS DOCUMENTOS DEL DIFUNTO FRANCIS WAYLAND THURSTON, DE BOSTON1)

Es concebible que sobrevivieran tales grandes poderes o seres… que sobrevivieran a una época tremendamente remota en la que… la conciencia se manifestaba, acaso, bajo formas y con cuerpos que hace mucho se retiraron ante la marea de la humanidad en ascenso… formas de las que tan solo la poesía y la leyenda han capturado un furtivo recuerdo para así llamarlas dioses, monstruos, seres míticos de todo tipo y especie2

Algernon Blackwood 3

1. EL HORROR EN ARCILLA

No hay nada más misericordioso, en mi opinión, que la incapacidad del ser humano para correlacionar todos los contenidos de este mundo. Habitamos una plácida isla de ignorancia en medio de los oscuros mares del infinito, y no se supone que debamos incursionar lejos. Las ciencias, que avanzan en sus respectivos rumbos, apenas nos han hecho daño hasta este punto, pero un día la unión de saberes disociados abrirá perspectivas tan terroríficas de la realidad y de nuestra frágil posición en ella que o bien enloqueceremos ante tal revelación, o escaparemos de esa luz funesta hacia la paz y la seguridad de una era de oscuridad. 4

Los teósofos5 han conjeturado la pasmosa grandeza del ciclo cósmico de la que tanto nuestro mundo como la raza humana son incidentes transitorios. También han insinuado la presencia de extrañas supervivencias en términos que helarían la sangre, de no estar enmascaradas tras un anodino optimismo. Sin embargo, no es gracias a ellos que me sobrevino ese único vislumbre de eones prohibidos que me produce escalofríos cuando lo pienso y me enloquece cuando lo sueño. Ese vislumbre, como todos los espantosos vislumbres de la verdad, surgió de la integración accidental de ciertos elementos separados 6; en este caso, un viejo artículo periodístico y las notas de un profesor muerto. Espero que nadie sea capaz de repetir esta reconstrucción; si sobrevivo, por cierto, nunca seré intencionalmente un eslabón en tan horrible cadena. Creo que también el profesor trató de guardar silencio respecto de la parte que sabía y que habría destruido sus anotaciones de no haberlo sorprendido una muerte súbita.

Mi conocimiento de este asunto comenzó el invierno de 1926–1927, con el deceso de mi tío abuelo, George Gammel Angell 7, profesor emérito de Lenguas Semíticas en la Universidad Brown, en Providence, Rhode Island 8. El profesor Angell era ampliamente reconocido como una autoridad en inscripciones antiguas, por lo que, con frecuencia, directores de prominentes museos recurrían a él; de modo que su fallecimiento a la edad de noventa y dos años puede ser un evento recordado por muchos. A escala local, el interés de la gente se vio intensificado por la incertidumbre de la causa de su muerte. El profesor había sido atacado mientras regresaba del barco de Newport 9. Cayó repentinamente, como reportaron los testigos, tras haber sido empujado por un negro de aspecto náutico, proveniente de uno de aquellos extraños y oscuros pasajes de la empinada ladera que formaba un atajo entre la ribera y la vivienda del profesor, en la calle Williams. Los médicos no fueron capaces de identificar ningún trastorno evidente, y llegaron a la conclusión, tras un perplejo debate, de que la causa había sido alguna misteriosa afección cardíaca, inducida por el rápido ascenso de una colina tan empinada por un hombre tan mayor. En aquel momento, no vi razón alguna para disentir del dictamen, pero ahora me siento inclinado a dudar… y más que dudar.

Como heredero y albacea de mi tío abuelo, que murió viudo y sin hijos, se esperaba de mí que revisara minuciosamente sus papeles, y para ello trasladé todos sus archivos y cajas a mi casa de Boston. Mucho de este material que encontré será publicado por la Sociedad Arqueológica Americana 10, pero había una caja que me pareció en exceso desconcertante y que me sentí muy reacio a mostrar a los demás. Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero personal que el profesor llevaba siempre en su bolsillo. Entonces sí tuve éxito, pero cuando finalmente la abrí tuve la sensación de haberme topado con una barrera más grande e infranqueable. Pues, ¿cuál podría ser el significado del extraño bajorrelieve de arcilla 11, y de los apuntes, incoherencias y recortes que allí encontré? Decidí dar con el excéntrico escultor responsable de esa clara perturbación de la serenidad de un anciano.

El bajorrelieve era un tosco rectángulo de menos de tres centímetros de grosor y unos doce por quince centímetros de superficie; obviamente, era de origen moderno. Pero sus diseños distaban mucho de ser modernos en cuanto a su atmósfera y a lo que sugerían; pues aunque los caprichos del cubismo y del futurismo son muchos y salvajes, no suelen reproducir esa críptica regularidad que acecha en la escritura prehistórica 12. Y la mayor parte de estos diseños parecían pertenecer a cierto tipo de escritura, bien que mi memoria, pese a estar muy familiarizada con los documentos y colecciones de mi tío, no pudo identificar en absoluto esta clase particular, ni tan siquiera insinuar sus más remotas afinidades.

Por encima de estos supuestos jeroglíficos había una figura de evidente intención artística, aunque su ejecución impresionista impedía hacerse una idea precisa de su naturaleza. Parecía una suerte de monstruo, o un símbolo que representaba a un monstruo, de formas que únicamente una mente enferma podía concebir. Si digo que mi imaginación, un tanto extravagante, me proporcionó simultáneamente las imágenes de un pulpo, un dragón y una figura humana caricaturesca, no le estaré siendo infiel al espíritu de esa cosa. Una pulposa cabeza con tentáculos coronaba un cuerpo grotesco y escamoso con alas rudimentarias, pero era el contorno general de aquel monstruo lo que lo hacía terriblemente espantoso 13. Detrás de la figura, se adivinaba un ciclópeo trasfondo arquitectónico.

Además de un montón de recortes de prensa 14, los apuntes que acompañaban a esta rareza provenían del reciente puño y letra del profesor Angell, y carecían de toda pretensión literaria. Lo que parecía ser el documento principal estaba encabezado “CULTO DE CTHULHU”15 en caracteres cuidadosamente impresos para evitar la errónea lectura de una palabra tan insólita. El manuscrito estaba dividido en dos secciones, la primera de las cuales se titulaba “1925. Sueño y obra onírica de H. A. Wilcox, calle Thomas 7, Providence, R.I.”, y la segunda, “Narración del inspector John R. Legrasse16, calle Bienville 121, Nueva Orleans, La., en la reunión de 1908 de la A.A.S. Notas sobre la misma, y relato del Prof. Webb”. Los otros papeles manuscritos eran todos notas breves: había relatos de extraños sueños de diferentes personas, algunas citas de libros y revistas de teosofía (en particular, Atlántida y la Lemuria Perdida, de W. Scott-Elliot17), y el resto, comentarios sobre sociedades secretas y sectas ocultas que han sobrevivido durante mucho tiempo, con referencias a pasajes de libros de consulta sobre mitología y antropología como La rama dorada de Frazer y El culto de las brujas en Europa Occidental de Miss Murray18. Los recortes aludían, en gran medida, a las extravagantes enfermedades mentales y a los brotes de locura grupal acaecidos en la primavera de 1925.

La primera mitad del manuscrito principal contaba una historia bastante peculiar. Al parecer, el 1 de marzo de 1925, un joven delgado y moreno, de aspecto neurótico y exaltado, había visitado al profesor Angell portando el singular bajorrelieve de arcilla, que en ese entonces estaba todavía húmedo y fresco. Su tarjeta lo identificaba como Henry Anthony Wilcox19, al que mi tío había reconocido levemente como el hijo menor de una distinguida familia. El joven había tomado cursos de escultura en la Escuela de Diseño de Rhode Island20, y vivía por su cuenta en el edificio Fleur-de-Lys21, cerca de dicha institución. Wilcox era un joven de precoz y reconocido talento, pero también de una gran excentricidad, y ya desde niño había llamado la atención por las extrañas historias y sueños que acostumbraba relatar. Se definía a sí mismo como “psíquicamente hipersensible”, pero la gente de la antigua ciudad comercial en que vivía lo rechazaba al considerarlo simplemente como un “tipo raro”. Como no solía relacionarse mucho con los de su clase, había perdido paulatinamente visibilidad social, y era ahora conocido solamente por un pequeño grupo de estetas de otras ciudades. Incluso el Club de Arte de Providence, deseoso de preservar su espíritu conservador, lo consideraba un caso perdido.

Con ocasión de la visita, según el manuscrito del profesor, dicho escultor solicitó abruptamente los conocimientos arqueológicos de su anfitrión para identificar los jeroglíficos del bajorrelieve. Hablaba de una manera soñadora y afectada, que sugería impostura e impedía toda simpatía; y mi tío demostró cierta agudeza al responder, pues la llamativa frescura de la tablilla implicaba un parentesco con cualquier cosa menos con la arqueología. La réplica del joven Wilcox, que impresionó a mi tío lo suficiente como para que la recordara y la anotara textualmente, tuvo un cariz fantásticamente poético que debió de tipificar toda su conversación y que desde entonces me ha parecido un rasgo característico del joven. Dijo: “Es nuevo, en efecto, porque lo hice anoche en un sueño de ciudades extrañas; y los sueños son más antiguos que la melancólica Tiro, o la contemplativa Esfinge, o la Babilonia de los frondosos jardines 22”.

Fue entonces cuando comenzó a relatar esa enmarañada historia, que de pronto avivó una memoria aletargada y se ganó el febril interés de mi tío. La noche anterior se había producido un leve temblor en la tierra, el más intenso que desde hacía algunos años se había sentido en Nueva Inglaterra. La imaginación de Wilcox se vio muy alterada por este suceso. Al dormirse, tuvo un insólito sueño en el que se veían grandes ciudad ciclópeas, construidas de titánicos bloques de piedra y monolitos que se alzaban hasta el cielo, todo esto chorreante de un un líquido verde y siniestro que presagiaba un horror latente. Las paredes y los pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y desde algún punto indeterminado, de las profundidades, llegaba una voz que no era una voz, sino una sensación caótica que sólo la fantasía podía transmutar en sonido, pero que él trató de traducir por un amasijo de letras casi impronunciable: “Cthulhu fhtagn”.

Este revoltijo de palabras era la clave del recuerdo que excitó y perturbó al profesor Angell. Interrogó al escultor con minuciosidad científica, y estudió con intensidad casi frenética el bajorrelieve en el que el joven se había encontrado trabajando, helado y vestido sólo con su ropa de dormir, cuando el desvelo se apoderó de él de forma abrumadora. Mi tío culpaba a su avanzada edad, dijo Wilcox más tarde, por su lentitud para reconocer tanto los jeroglíficos como el diseño pictórico. Muchas de sus preguntas parecían estar sumamente fuera de lugar para su visitante, especialmente las que trataban de relacionarlo con extraños cultos o sectas. Wilcox no podía comprender las repetidas promesas de silencio que se le ofrecían, a cambio de que confesara su pertenencia a algún extendido colectivo religioso, místico o pagano. Cuando el profesor Angell se convenció de que el escultor ignoraba realmente cualquier culto o sistema de conocimiento oculto, asedió a su visitante con peticiones de futuros testimonios sobre sus sueños. Eso dio frutos, porque después de la primera entrevista el manuscrito recoge las llamadas diarias del joven, en las que relata asombrosos fragmentos de imágenes nocturnas cuyo peso es siempre una terrible vista ciclópea de piedra oscura y chorreante, con una voz o inteligencia subterránea que grita monótonamente en enigmáticos impactos sensoriales que sólo pueden describirse como un galimatías. Los dos sonidos que más se repiten son los representados por las letras “Cthulhu” y “R’lyeh”.

El 23 de marzo –continuaba el manuscrito– Wilcox no acudió a su cita, y las indagaciones en sus dependencias revelaron que se había visto afectado por un tipo de fiebre poco común, y posteriormente llevado a casa de su familia en la calle Waterman. Había gritado por la noche, despertando a otros artistas del edificio, y desde entonces solo había manifestado alternancias entre la inconsciencia y el delirio. Mi tío se comunicó de inmediato con la familia, y desde entonces vigiló de cerca el caso, acudiendo a menudo a la oficina del Dr. Tobey, en la calle Thayer, de quien se enteró que estaba a cargo. La mente febril del joven, aparentemente, evocaba fenómenos extraños, y el doctor se estremecía de vez en cuando al hablar de ellos. Incluían no solo una repetición de lo que había soñado en un primer momento, sino que ahora también se referían a una cosa gigantesca de “kilómetros de altura” que caminaba o se arrastraba. En ningún momento logró describir completamente este objeto, pero algunas palabras frenéticas, repetidas por el Dr. Tobey, convencieron al profesor de que debía ser algo idéntico a la monstruosidad sin nombre que había intentado representar en su escultura onírica. La alusión a esta cosa, añadió el doctor, fue el invariable preludio del letargo del joven. Su temperatura, por extraño que pareciera, no era muy superior a la normal; su estado general, sin embargo, era tal que sugería una auténtica fiebre más que un trastorno mental.

El 2 de abril, hacia las tres de la tarde, todo rastro del mal que aquejaba a Wilcox cesó de repente. Se sentó en la cama, erguido y asombrado de encontrarse en la casa de su familia, y en completa ignorancia de lo que había sucedido –tanto en sueños como en la realidad– desde la noche del 22 de marzo. Dado de alta por su médico, regresó a su alojamiento al cabo de tres días. No obstante, al profesor Angell ya no le fue de utilidad. Todo rastro de sus sueños extraños se había desvanecido a la par de su recuperación, y mi tío no guardó ningún registro de sus pensamientos nocturnos después de haber anotado una semana entera de relatos inútiles e irrelevantes de visiones completamente habituales.

En este punto termina la primera mitad del manuscrito, pero las referencias a algunas de las notas dispersas me dieron mucho material para reflexionar. Tanto, de hecho, que solo el profundo escepticismo que entonces moldeaba mi visión del mundo puede explicar mi continua desconfianza hacia el artista. Las notas en cuestión describían los sueños de varias personas, y abarcaban el mismo período en que el joven Wilcox había sufrido sus extrañas visiones. Mi tío, al parecer, había iniciado, sin perder el tiempo, una prodigiosa serie de indagaciones entre casi todos los amigos a quienes podía interrogar sin impertinencia, pidiéndoles informes nocturnos de sus sueños y las fechas de cualquier visión notable que hubieran ocurrido hacía algún tiempo. La petición parece haber tenido una recepción variada, pero debe, al menos, haber recibido más respuestas de las que cualquier hombre ordinario podría haberse valido sin un secretario. Esta correspondencia original no se conservó, pero sus notas formaron un compendio minucioso y realmente significativo. El ciudadano promedio y la gente de negocios –la tradicional “sal de la tierra” de Nueva Inglaterra– dio resultados casi completamente negativos, aunque aparecen casos dispersos de impresiones nocturnas inquietantes pero amorfas, siempre entre el 23 de marzo y el 2 de abril, el período del delirio de Wilcox. Los hombres de ciencia se vieron apenas más afectados, aunque cuatro casos de vaga descripción sugieren destellos fugitivos de paisajes extraños, y en un caso se menciona una sensación de temor hacia algo anormal.

Las reacciones más relevantes vinieron de los artistas y poetas, y me consta que se habría desatado el pánico si hubieran tenido la oportunidad de comparar sus impresiones. Sin embargo, a falta de las cartas originales, sospeché un poco que el compilador había hecho preguntas tendenciosas o que había editado la correspondencia para justificar aquello que había decidido percibir inconscientemente. Por eso seguí pensando que Wilcox, de algún modo al tanto de los viejos registros que poseía mi tío, se había estado imponiendo sobre el veterano científico. Estas respuestas de los estetas contaban una historia inquietante. Del 28 de febrero al 2 de abril23, una gran proporción de ellos había soñado cosas muy extrañas, siendo la intensidad de los sueños inmensamente mayor cuando se produjo el delirio del escultor. Más de una cuarta parte de los que informaron algo relataron escenas y semisonidos no muy diferentes de los que Wilcox había descrito; y algunos de los soñadores confesaron un temor agudo a la gigantesca cosa sin nombre visible hacia el final. Un caso, que la nota describe con énfasis, fue muy triste. El individuo, un arquitecto muy conocido con inclinaciones a la teosofía y el ocultismo, enloqueció violentamente en la fecha del ataque del joven Wilcox, y murió varios meses después tras incesantes alaridos en los que reclamaba ser salvado de un fugitivo morador del infierno. Si mi tío se hubiera referido a estos casos por su nombre y no sólo por un número asignado, yo habría intentado confirmarlos e investigarlos por mi cuenta; pero tal como estaban las cosas, sólo conseguí localizar a unos pocos. Sin embargo, todos ellos ratificaron plenamente las notas. A menudo me he preguntado si todos los sujetos interrogados por el profesor se sentían tan desconcertados como esta pequeña fracción. Es mejor que ninguna explicación los alcance jamás.

Los recortes de prensa, como ya he insinuado, se referían a casos de pánico, manía y excentricismo, todos durante el período en cuestión. El profesor Angell debió haber contratado una agencia de recortes, pues el número era tremendo y las fuentes, dispersas por todo el globo. Había aquí un suicidio nocturo que se había producido en Londres, donde un hombre que dormía solo había saltado desde una ventana, precedido de un grito estremecedor. Había también una carta incoherente al director de un período en Sudamérica, en la que un aficionado deducía un futuro funesto a partir de las visiones que había tenido. Un envío proveniente de California describe una colonia teosofista ataviada con túnicas blancas en masse para una “gloriosa consumación” que nunca llega, mientras que artículos de la India hablan con cautela de graves disturbios entre los nativos a finales de marzo. Las orgías vudú se multiplican en Haití, y los destacamentos africanos informan de ominosos murmullos. Los oficiales estadounidenses en Filipinas encuentran alteradas a ciertas tribus, también por estas fechas, y los policías neoyorquinos resultan asaltados por levantinos histéricos en la noche del 22 al 23 de marzo. También la zona oeste de Irlanda abunda en rumores y leyendas salvajes, y un pintor fantástico llamado Ardois-Bonnot24 cuelga un blasfemo “Paisaje onírico” en el salón de primavera de París de 1926. Y resultan tan numerosos los disturbios registrados en los manicomios de todo el mundo, que solo un milagro puede haber impedido a la comunidad médica observar los extraños paralelismos y sacar las conclusiones más desconcertantes. Un extraño puñado de recortes, que lo dicen todo; en la actualidad apenas puedo imaginar el férreo racionalismo del que me valí para restarles importancia. Por entonces estaba convencido de que el joven Wilcox conocía aquellos antiguos asuntos a los que aludía el profesor.

II. EL RELATO DEL INSPECTOR LEGRASSE25

Esos asuntos antiguos a los que me refiero, y que habían hecho de los sueños y el bajorrelieve del escultor algo tan significativo para mi tío constituyeron el tema de la segunda mitad de su largo manuscrito. Al parecer, ya una vez el profesor Angell había presenciado los infernales contornos de aquella monstruosidad sin nombre, se había quedado perplejo ante los jeroglíficos desconocidos y había oído las ominosas sílabas que sólo pueden traducirse por «Cthulhu»; y todo ello en una relación tan estremecedora y horrible que no es de extrañar que acosara al joven Wilcox con preguntas y peticiones de información.

La primera experiencia había tenido lugar en 1908, diecisiete años antes, cuando la Sociedad Arqueológica Americana celebró su reunión anual en Saint Louis. El profesor Angell, como correspondía a una persona con sus logros y prestigio, había desempeñado un papel destacado en todas las discusiones, y fue uno de los primeros a los que se acercaron los numerosos asistentes, que aprovecharon la convocatoria para plantear preguntas que debían ser respondidas correctamente y problemas que requerían una solución experta.

El más destacado de estos individuos, y en poco tiempo el centro de interés de toda la reunión, fue un hombre de mediana edad y aspecto corriente que había viajado desde Nueva Orleans26 en busca de cierta información especial que no podía obtener de ninguna fuente local. Se llamaba John Raymond Legrasse y era, de profesión, inspector de policía. Llevaba consigo el objeto de su visita, una estatuilla de piedra grotesca, repulsiva y en apariencia muy antigua, cuyo origen no podía determinar. No hay que creer que el inspector Legrasse tuviera el menor interés por la arqueología. Al contrario, su deseo de esclarecimiento obedecía a consideraciones puramente profesionales. La estatuilla, ídolo, fetiche, o lo que fuera, había sido recuperada unos meses antes en los pantanos boscosos del sur de Nueva Orleans, durante una redada realizada durante una supuesta reunión de vudú. Tan singulares y horribles eran los ritos relacionados con ella, que la policía no pudo sino darse cuenta de que habían tropezado con una secta sombría, totalmente desconocida para ellos e infinitamente más diabólica que incluso el más oscuro de los círculos de vudú africanos. De su origen, aparte de las erráticas e increíbles historias arrancadas a los miembros capturados, no se descubrió absolutamente nada; de ahí el apremio de la policía por cualquier conocimiento que pudiera ayudarles a localizar ese espantoso símbolo y, a través de él, rastrear el origen de dicho culto.

El inspector Legrasse estaba apenas preparado para la reacción que causó su propuesta. Un simple vistazo había bastado para que los hombres de ciencia reunidos entraran en un estado de tensa excitación, y no perdieron tiempo en apiñarse a su alrededor para contemplar la diminuta figura, cuya absoluta extrañeza y aire de antigüedad genuinamente abismal insinuaban con tanta potencia horizontes arcaicos y desconocidos. Ninguna escuela de escultura conocida había inspirado aquel espantoso objeto y, sin embargo, siglos e incluso miles de años parecían estar grabados en su tenue y verdosa superficie de piedra, también irreconocible.

La figura, que finalmente pasó lentamente de mano en mano para ser estudiada con detenimiento, medía entre veinte y veinte centímetros y era de una manufactura artística exquisita. Era la representación de un monstruo de contorno vagamente antropoide, pero con una cabeza semejante a la de un pulpo cuyo rostro era una masa de sensores, un cuerpo escamoso y de aspecto gomoso, con unas garras prodigiosas en las patas traseras y delanteras, y unas alas largas y estrechas por detrás. Esta cosa, que parecía estar instintivamente dotada de una temible y antinatural crueldad, era de una corpulencia algo abotargada, y estaba en posición de cuclillas sobre un bloque rectangular, o pedestal, cubierto de caracteres indescifrables. Las puntas de las alas tocaban el borde posterior del bloque; el asiento ocupaba el centro, mientras que las largas y curvadas garras de las patas traseras, dobladas y agachadas, se agarraban al borde frontal y se extendían hasta una cuarta parte de la base del pedestal. La cabeza de cefalópodo estaba inclinada hacia delante, de modo que los extremos de los sensores faciales rozaban el dorso de las enormes patas delanteras, que sujetaban sus elevadas rodillas. El aspecto de aquel monstruo era anormalmente vívido, y sutilmente más temible en tanto su origen era totalmente desconocido. Su vasta, imponente e incalculable antigüedad resultaba incuestionable. Sin embargo, no guardaba relación alguna con ningún tipo conocido de arte que pertenezca a esta civilización temprana, o de hecho, a ninguna otra época. Totalmente distinta y alejada, su propio material era un misterio, ya que la piedra jabonosa de color negro verdoso, con sus manchas y estrías doradas o iridiscentes, no se parecía a nada conocido por la geología o la mineralogía. Los caracteres que figuraban en la base eran asimismo desconcertantes, y ninguno de los presentes, a pesar de contar con una delegación de expertos de la mitad del mundo en este campo, pudo formarse ni la más remota idea de algún parentesco lingüístico. Al igual que el objeto representado y el material, pertenecían a algo horriblemente remoto y distinto de la humanidad tal como la conocemos; algo espantosamente sugestivo de antiguos y profanos ciclos de la vida, en los que ni nuestro mundo ni nuestras creencias tienen parte alguna.

Y sin embargo, mientras los miembros sacudían la cabeza y se confesaban derrotados ante el desafío del inspector, hubo un hombre en aquella reunión que percibió un cierto grado de extraña familiaridad en la monstruosa forma y en la escritura, y que enseguida contó con cierta timidez la peculiar anécdota que conocía. Se trataba del difunto William Channing Webb, catedrático de Antropología de la Universidad de Princeton y un explorador de no escasa reputación. Cuarenta y ocho años antes, el profesor Webb había emprendido un viaje por Groenlandia e Islandia en busca de unas inscripciones rúnicas que no consiguió localizar; y mientras se encontraba en lo alto de la costa occidental de Groenlandia, se había topado con una tribu o secta singular de esquimales degenerados cuya religión, una curiosa forma de culto al diablo, le produjo escalofríos por su deliberada sed de sangre y repulsividad. Era una religión de la que otros esquimales sabían poco y que sólo mencionaban con estremecimiento, diciendo que provenía de eones horrorosamente remotos, anteriores incluso a la creación del mundo. Además de ritos innombrables y sacrificios humanos, había ciertos rituales hereditarios dirigidos a un demonio ancestral supremo o tornasuk; y de esto el profesor Webb había obtenido una cuidadosa reproducción fonética de un anciano angekok o sacerdote-hechicero, expresando los sonidos en letras romanas lo mejor que pudo27. Pero ahora lo más importante era la reliquia que este culto había atesorado y en torno a la cual bailaban cuando la aurora saltaba por encima de los acantilados de hielo. Se trataba, según el profesor, de un bajorrelieve de piedra muy tosco, compuesto por una horrible imagen y una escritura críptica. Y, por lo que pudo ver, era un reflejo bastante aproximado, en todos sus rasgos esenciales, de la figura bestial que yacía ante los presentes.

Estos datos, recibidos con expectativa y asombro por los miembros de la reunión, resultaron doblemente excitantes para el inspector Legrasse, quien comenzó de inmediato a bombardear a su informante con preguntas. Habiendo anotado y copiado un ritual oral entre los cultistas del pantano que sus hombres habían arrestado, le pidió al profesor que recordara lo mejor posible las sílabas anotadas entre los diabólicos esquimales. Siguió entonces una exhaustiva comparación de detalles, y se produjo un momento de silencio realmente sobrecogedor cuando detective y científico coincidieron en la identidad prácticamente total de la frase compartida por dos rituales infernales que se encontraban a tantos mundos de distancia. Lo que, en esencia, tanto los hechiceros esquimales como los sacerdotes de los pantanos de Luisiana habían cantado a sus ídolos era algo muy parecido a lo siguiente; las divisiones de palabras se adivinaban a partir de las pausas tradicionales en la frase cantada en voz alta:

Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.” 

Legrasse le llevaba un punto de ventaja al Profesor Webb, debido a que entre sus prisioneros mestizos muchos habían atestiguado lo que sus ancestros les habían transmitido que aquellas palabras significaban. Este texto, tal como se presentó, era más o menos así:

“En su morada de R’lyeh el difunto Cthulhu espera soñando.”

Y ahora, en respuesta a una exigencia urgente y generalizada, el Inspector Legrasse contó con todos los detalles posibles su experiencia con los cultistas del pantano, relatando una historia a la que, podía pensar, mi tío le atribuyó una profunda importancia. Evocaba los sueños más salvajes de los creadores de mitos y teósofos, y revelaba un sorprendente grado de imaginación cósmica entre esos mestizos y parias, tal como cabía esperar que la tuviesen. 

El 1 de noviembre de 1907, la policía de Nueva Orleans recibió una llamada frenética de la zona de los pantanos y lagunas del sur. Los ocupantes del lugar, en su mayoría primitivos pero bondadosos descendientes de los hombres de Lafitte, se encontraban aterrorizados por una extraña criatura que se había cernido sobre ellos durante la noche. Era vudú, al parecer, pero un vudú más atroz que el que jamás habían conocido; y algunas de sus mujeres y niños habían desaparecido desde que el maligno tom-tom había comenzado su incesante latido en el interior de los negros bosques encantados donde ningún habitante se atrevía a aventurarse. Se oían gritos demenciales y alaridos desgarradores, cánticos que helaban el alma y danzantes llamas diabólicas; y, agregó el aterrado mensajero, la gente no podía soportarlo más.

Así que una dotación de veinte policías, en dos coches y un automóvil, se había puesto en marcha a última hora de la tarde con el trémulo ocupante como guía. Al final del camino transitable se detuvieron, y durante varios kilómetros avanzaron en silencio a través de los terribles bosques de cipreses donde nunca llegaba la luz del día. Los acosaban raíces desagradables y malignos nudos colgantes de musgo español, y de vez en cuando un cúmulo de piedras húmedas o el fragmento de un muro podrido intensificaban con su indicio de morbidez una depresión que cada árbol malformado y cada islote fúngico se combinaban para provocar. Por fin se divisó el asentamiento ilegal, un miserable grupo de chozas, y los histéricos habitantes salieron corriendo para agruparse en torno al grupo de linternas ondulantes. A lo lejos, muy lejos, se oía el apagado sonido de los tambores, y a intervalos infrecuentes, cuando el viento cambiaba de dirección, se oía un chillido espeluznante. Un resplandor rojizo también parecía filtrarse a través de la pálida maleza más allá de las interminables avenidas de la noche del bosque. Reacios siquiera a quedarse solos nuevamente, cada uno de los acobardados ocupantes se negó rotundamente a avanzar un centímetro más hacia la escena del impío culto, de modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve colegas se internaron sin guía en las negras galerías de un horror que ninguno de ellos había recorrido anteriormente.

La región en la que la policía se adentraba ahora gozaba de una reputación nefasta, prácticamente desconocida e inexplorada por los hombres blancos. Existían leyendas de un lago oculto, invisible a los ojos de los mortales, en el que habitaba un enorme e insustancial organismo polipoide de color blanco y ojos luminosos; y los ocupantes susurraban que demonios con alas de murciélago salían volando de las cavernas del interior de la tierra para rendirle culto a medianoche. Decían que había estado allí antes que D’Iberville, antes que La Salle28, antes que los indios y antes incluso que los sanos animales y pájaros del bosque. Era una pesadilla en sí misma, y contemplarla significaba la muerte. Pero hacía soñar a los hombres, y así sabían lo suficiente como para mantenerse alejados. La actual fiesta vudú estaba, en efecto, en la periferia de esta detestable zona, pero esa ubicación ya era bastante peligrosa; de ahí que tal vez el lugar mismo del ritual hubiera aterrorizado a los ocupantes más que los impactantes sonidos e incidentes.

Sólo la poesía o la locura podían hacer justicia a los ruidos que escuchaban los hombres de Legrasse mientras avanzaban a través del negro pantano hacia el rojo resplandor y los amortiguados tambores. Existen características vocales propias de los hombres y características vocales propias de las bestias; y es espantoso oír unas cuando la fuente debería emitir las otras. La furia salvaje y el desenfreno orgiástico se elevaban aquí a alturas demoníacas mediante aullidos y clamores de éxtasis que desgarraban y reverberaban a través de aquellos bosques nocturnos como tempestades pestilentes salidas de los abismos del infierno. De vez en cuando cesaba la ululación desordenada, y de lo que parecía un coro bien entrenado de voces roncas se elevaba en un canto sintonizado aquella horrible frase ritual:

Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.” 

Entonces los hombres, tras llegar a un lugar donde los árboles eran más delgados, vieron de repente aquel espectáculo. Cuatro de ellos se tambalearon, uno se desmayó y dos lanzaron un grito frenético que la loca cacofonía de la orgía afortunadamente amortiguó. Legrasse arrojó agua del pantano sobre la cara del hombre desmayado, y todos se quedaron temblando y casi hipnotizados por el horror.

En un claro natural del pantano se alzaba una isla cubierta de hierba de una extensión aproximada de un acre, limpia de árboles y aceptablemente seca. En ella una horda de humanos anormales, más indescriptible de lo que un Sime o un Angarola podría pintar29, saltaba y se retorcía. Desprovistos de ropas, estos engendros híbridos rebuznaban, rugían y se retorcían alrededor de una monstruosa hoguera en forma de anillo; en el centro de la cual, revelado por ocasionales grietas en la cortina de llamas, se alzaba un gran monolito de granito de unos dos metros y medio de altura; encima del cual, a pesar de su pequeñez, descansaba la repugnante estatuilla tallada. En un amplio círculo de diez andamios colocados a intervalos regulares con el monolito flameado como eje, colgaban, cabeza abajo, los cuerpos extrañamente estropeados de los desafortunados ocupantes que habían desaparecido. Era dentro de este círculo donde el anillo de fieles saltaba y rugía, siendo la dirección general del movimiento de la masa de izquierda a derecha, en una interminable bacanal entre el anillo de cuerpos y de fuego.

Puede que sólo fuera imaginación y puede que sólo fueran ecos lo que indujo a uno de los hombres, un español exaltado, a creer que escuchaba respuestas antifonales al ritual desde algún lugar lejano y sin iluminación, en lo más profundo de ese bosque de leyendas y horrores ancestrales. A este hombre, Joseph D. Gálvez, lo conocí y lo entrevisté más tarde, y demostró ser confusamente imaginativo. Llegó incluso a insinuar un leve batir de grandes alas, y un destello de ojos brillantes y de una masa blanca y monumental detrás de los árboles más lejanos… pero supuse que había oído demasiadas supersticiones nativas.

En realidad, la horrorizada pausa de los hombres fue de una duración relativamente breve. El deber era lo primero, y aunque debía de haber casi un centenar de celebrantes mestizos entre la multitud, la policía confió en sus armas de fuego y se lanzó decididamente a la nauseabunda refriega. Durante cinco minutos, el alboroto y el caos resultantes fueron indescriptibles. Se produjeron golpes salvajes, disparos y fugas; pero al final Legrasse pudo contar unos cuarenta y siete prisioneros hoscos, a los que obligó a vestirse a toda prisa y a colocarse en fila entre dos hileras de policías. Cinco de los fieles yacían muertos, y dos gravemente heridos fueron trasladados en camillas improvisadas por sus compañeros de prisión. La imagen del monolito, por supuesto, fue cuidadosamente retirada y transportada por Legrasse.

Tras ser examinados en el cuartel general después de un viaje de intensa tensión y cansancio, todos los prisioneros resultaron ser hombres de un nivel muy bajo, mestizos y mentalmente degenerados. La mayoría era gente de mar, y una mínima presencia de negros y mulatos, en su mayoría antillanos o portugueses de Brava, procedentes de las islas de Cabo Verde, daba un tinte de vudú al heterogéneo culto. Pero antes de que se formularan muchas preguntas, se puso de manifiesto que se trataba de algo mucho más profundo y antiguo que el fetichismo negro. Degradadas e ignorantes como eran, las criaturas se aferraban con sorprendente consistencia a la idea fundamental de su fe abominable.

Según decían, adoraban a los Grandes Antiguos, que vivieron eras enteras antes de que existieran los hombres y que vinieron a este joven mundo desde el cielo. Aquellos Antiguos habían desaparecido ya, en el interior de la tierra y debajo del mar; pero sus cuerpos inertes habían revelado en sueños sus secretos a los primeros hombres, quienes formaron una secta que nunca había desaparecido. Este era ese culto, y los prisioneros decían que siempre había existido y siempre existiría, oculto en páramos distantes y lugares oscuros alrededor del mundo, hasta el momento en que el gran sacerdote Cthulhu, desde su oscura casa en la poderosa ciudad de R’lyeh sumergida bajo el agua, se alzara y sometiera de nuevo a la tierra a su dominio. Algún día él llamaría, cuando las estrellas estuvieran listas, y el culto secreto siempre estaría a la espera para liberarlo.

Mientras tanto, nada más debía decirse. Había un secreto que ni siquiera la tortura podía extraer. La humanidad no era la única entre las criaturas conscientes del planeta, pues ciertas siluetas surgían de la oscuridad para visitar a unos pocos fieles. Pero no eran los Grandes Antiguos. Ningún hombre había visto jamás a los Antiguos. El ídolo tallado era una representación del gran Cthulhu, pero nadie podía decir si los otros eran exactamente como él. Ya nadie podía leer la antigua escritura, sino que las cosas debían decirse de boca en boca. El ritual cantado no era tal secreto, pues aquel nunca se pronunciaba en voz alta, sino que solo se comentaba entre susurros. El canto significaba únicamente esto: “En su casa en R’lyeh el muerto Cthulhu espera soñando”.

Dos fueron los prisioneros que estaban lo bastante cuerdos como para ser ahorcados, mientras que el resto fue internado en diversas instituciones. Todos negaron haber participado en los asesinatos ceremoniales y afirmaron que la matanza había sido obra de unos seres de alas negras, que acudieron a ellos desde su inmemorial lugar de reunión en el bosque encantado. Pero nunca se pudo obtener información coherente sobre aquellos misteriosos personajes. Lo que la policía pudo extraer procedía principalmente de un mestizo de edad muy avanzada llamado Castro, que afirmaba haber navegado a lugares extraños y hablado con los líderes eternos de la secta en las montañas de China.

El viejo Castro recordaba fragmentos de horribles leyendas que hacían palidecer las especulaciones de los teósofos y convertían al hombre y al mundo en algo de veras efímero y transitorio. Hubo eones en que otras Cosas gobernaron la tierra, ocupando grandes ciudades. Dijo que los restos de Aquellos seres, según le habían dicho los inmortales chinos, aún se encontraban como piedras ciclópeas en las islas del Pacífico. Todos ellos murieron en vastas épocas antes de que llegaran los humanos, pero existían artes que podían revivirlos cuando las estrellas hubieran vuelto a las posiciones correctas en el ciclo de la eternidad. Ellos mismos habían venido de las estrellas y habían traído consigo Sus imágenes.

Estos Grandes Antiguos, continuó Castro, no estaban compuestos únicamente de carne y hueso. Tenían una forma, ¿no lo demostraba esta imagen en forma de estrella?; pero esa forma no estaba hecha de materia. Cuando las estrellas estaban en posición correcta, podían lanzarse de mundo en mundo a través del cielo; pero cuando las estrellas eran inexactas, ya no podían vivir. Y si bien dejaron de vivir, en realidad nunca murieron. Todos yacían en casas de piedra en la gran ciudad de R’lyeh, preservados por los hechizos del poderoso Cthulhu para una gloriosa resurrección, una vez que las estrellas y la tierra estuvieran de nuevo preparadas para recibirlos. Pero, llegado ese momento, alguna fuerza externa debía liberar Sus cuerpos. Los hechizos que los preservaban intactos les impedían tomar la iniciativa, y lo único que podían hacer era permanecer despiertos en la oscuridad y meditar mientras transcurrían incontables millones de años. Sabían todo lo que ocurría en el universo, pero Su modo de hablar era el pensamiento transmisivo. Incluso ahora hablaban en sus tumbas. Cuando, tras una era caótica e infinita, aparecieron los primeros hombres, los Grandes Antiguos se dirigieron a aquellos que eran más sensibles modelando sus sueños, pues solo así Su lenguaje podía llegar a las mentes carnales de los mamíferos.

Entonces, susurró Castro, aquellos primeros hombres formaron el culto en torno a pequeños ídolos que los Grandes les mostraban; ídolos que trajeron de zonas tenues de estrellas oscuras. Dicho culto nunca moriría hasta que las estrellas estuvieran en su sitio de nuevo, y los sacerdotes secretos sacarían al gran Cthulhu de su tumba para revivir a sus súbditos y reanudar su dominio sobre el planeta. Ese momento sería fácil de reconocer, pues entonces la humanidad llegaría a actuar como los Grandes Antiguos; libre y salvaje y más allá del bien y del mal, con sus leyes y su moral descartadas y todos los hombres gritando y matando y gozando de alegría. Entonces los Antiguos liberados les enseñarían nuevas formas de gritar y matar y divertirse y gozar, y toda la tierra ardería en un holocausto de éxtasis y libertad. Entretanto, el culto, mediante los ritos apropiados, debe mantener vivo el recuerdo de aquellas antiguas costumbres y delinear la sombra de su retorno.

En los tiempos antiguos, los hombres elegidos habían dialogado en sueños con los Antiguos sepultados, pero entonces algo ocurrió. La gran ciudad de piedra R’lyeh, con sus monolitos y sepulcros, se hundió bajo las olas; y las aguas profundas, llenas del misterio primigenio a través del cual ni siquiera el pensamiento puede pasar, interrumpieron la relación espectral. Pero la memoria jamás murió, y los sumos sacerdotes decían que la ciudad volvería a levantarse cuando las estrellas estuvieran en su lugar. Entonces salieron a la superficie los oscuros espectros de la tierra, mohosos y sombríos, y llenos de tenues rumores recogidos en cavernas bajo olvidados fondos marinos. Pero el viejo Castro no se atrevía a hablar mucho de ellos. Se interrumpió apresuradamente, y por más persuasión o sutileza que se emplease, no se consiguió obtener más información al respecto. También se negó curiosamente a mencionar el tamaño de los Antiguos. En cuanto a la secta, dijo que creía que el centro se hallaba en los desiertos sin caminos de Arabia, donde Irem30, la Ciudad de los Pilares, sueña oculta e intacta. No estaba relacionado con el culto europeo a las brujas y era prácticamente desconocido por fuera de sus miembros. En ningún libro se había insinuado su existencia, aunque los chinos inmortales decían que en el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred31 había dobles significados que los iniciados podían interpretar a su antojo, especialmente en el muy discutido pareado:

“Que no está muerto lo que yace eterno,

Y con los extraños eones hasta la muerte puede morir”.

Legrasse, profundamente impresionado y no poco perplejo, había preguntado en vano por las afiliaciones históricas del culto. Castro, al parecer, había dicho la verdad cuando afirmó que era completamente secreta. Las autoridades de la Universidad de Tulane no podían arrojar luz ni sobre el culto ni sobre la imagen, y ahora el detective había acudido a las más elevadas autoridades del país y no había encontrado más que el cuento de Groenlandia del profesor Webb.

El interés febril suscitado en la reunión por el relato de Legrasse, corroborado por la estatuilla, se repite en la correspondencia posterior de quienes asistieron, aunque apenas se menciona en las publicaciones oficiales de la sociedad. La cautela es el primer recaudo de quienes están acostumbrados a enfrentarse a ocasionales charlatanerías e imposturas. Legrasse prestó durante algún tiempo la imagen al profesor Webb, pero a la muerte de este se la devolvió y sigue en su poder, donde la vi hace poco. Es algo verdaderamente terrible, e inconfundiblemente parecido a la escultura onírica del joven Wilcox.

No me extrañó que mi tío se sintiera entusiasmado por la anécdota del escultor, pues ¿qué pensamientos debían aparecer al oír, después de conocer lo que Legrasse había aprendido sobre la secta, que un joven sensible no solo soñó con la figura y los jeroglíficos exactos de la imagen encontrada en el pantano y la tablilla demoníaca de Groenlandia, sino que en sus sueños encontró por lo menos tres de las palabras exactas de la fórmula pronunciada tanto por diabólicos esquimales como por mestizos de Luisiana? El hecho de que el profesor Angell iniciara al instante una investigación de la mayor exhaustividad fue de lo más lógico, aunque en mi fuero interno llegué a sospechar que el joven Wilcox había oído hablar del culto de algún modo indirecto y que se había inventado una serie de sueños para aumentar y prolongar el misterio a costa de mi tío. El relato de los sueños y los recortes recogidos por el profesor eran, por supuesto, una fuerte corroboración; pero el carácter racional de mi mente y la extravagancia de todo el asunto me llevaron a adoptar lo que me parecieron las conclusiones más prudentes. Así pues, después de estudiar de nuevo el manuscrito a fondo y de comparar las notas teosóficas y antropológicas con la narración del culto de Legrasse, hice un viaje a Providence para ver al escultor y darle la reprimenda que consideré apropiada por abusar tan descaradamente de un hombre erudito y anciano.

Wilcox seguía residiendo solo en el edificio Fleur-de-Lys de la calle Thomas, una horrible imitación victoriana de la arquitectura bretona del siglo XVII que exhibe su fachada revestida de estuco en medio de las encantadoras casas coloniales de la antigua colina y a la sombra del mejor campanario georgiano de América. Lo encontré trabajando en sus habitaciones, y enseguida supe, por las muestras esparcidas por todas partes, que su genio era realmente profundo y auténtico. Creo que algún día se oirá hablar de él como uno de los grandes decadentes, porque ha cristalizado en arcilla y algún día reflejará en mármol las pesadillas y fantasías que Arthur Machen evoca en prosa y Clark Ashton Smith hace visibles en verso y en pintura32.

Moreno, frágil y de aspecto un tanto desaliñado, se volvió lánguidamente al oírme llamar y sin levantarse me preguntó a qué se debía mi visita. Cuando le dije quién era mostró cierto interés, pues mi tío había despertado su curiosidad al sondear sus extraños sueños, aunque nunca le había explicado el motivo del estudio. No profundicé en este aspecto, sino que traté de sonsacarle algún detalle con cierta sutileza. En poco tiempo me convencí de su absoluta sinceridad, porque hablaba de esos sueños de una manera que nadie podía confundir. Los sueños y su residuo subconsciente habían ejercido una profunda influencia en su arte, y me mostró una estatua mórbida cuyos contornos casi me hicieron temblar por la potencia de su negra sugestión. No recordaba haber visto el original de esta figura excepto en el bajorrelieve de sus propios sueños, pero los contornos se habían formado por sí mismos bajo sus manos. Era, sin duda, la forma gigante sobre la que había desvariado en su delirio. Pronto dejó claro que en realidad no sabía nada del culto secreto, salvo lo que el implacable catecismo de mi tío había dejado entrever; y de nuevo me esforcé por encontrar alguna forma en que pudiera haber recibido aquellas extrañas impresiones.

Hablaba de sus sueños de un modo extrañamente poético, haciéndome ver con terrible viveza la húmeda ciudad ciclópea de viscosa piedra verde –cuya geometría, decía extrañamente, era totalmente errónea33– y oír con temerosa expectación la llamada incesante y casi mental desde el subsuelo: “Cthulhu fhtagn”, “Cthulhu fhtagn”. Estas palabras habían formado parte de aquel espantoso ritual que narraba la onírica vigilia del difunto Cthulhu en su bóveda de piedra de R’lyeh, y me sentí profundamente conmovido pese a mis convicciones racionales. Wilcox, estaba seguro, había oído hablar del culto de manera fortuita, y pronto lo había olvidado entre la masa de sus lecturas e imaginaciones no menos extrañas. Más tarde, en virtud de la impresión que le causaba, el culto había encontrado una expresión subconsciente en sueños, en el bajorrelieve y en la terrible estatua que ahora yo contemplaba; de modo que el engaño que le había hecho a mi tío había sido de lo más inocente. El joven era de un carácter a la vez un poco afectado y un poco descortés, que jamás podían agradarme, pero ahora me sentía bastante dispuesto a admitir tanto su genio como su honradez. Me despedí de él cordialmente y le deseé todo el éxito que su talento prometía.

El asunto de la secta continuó fascinándome, y a veces avizoraba la fama personal gracias a mis investigaciones sobre su origen y sus conexiones. Visité Nueva Orleans, hablé con Legrasse y otros participantes de aquella vieja redada, vi la pavorosa estatuilla, y hasta interrogué a los prisioneros mestizos que seguían con vida. El viejo Castro, lamentablemente, había muerto algunos años atrás. Lo que ahora pude escuchar de viva voz y en forma tan gráfica, aunque no fuese más que una detallada confirmación de lo que había apuntado mi tío, logró estimularme de nuevo; ya que estaba seguro de ir tras la pista de una religión muy concreta, muy antigua y muy secreta, cuyo descubrimiento me volvería un antropólogo de renombre. Por aquel entonces mi postura todavía era de absoluto materialismo, como desearía que continuara siéndolo, por lo que descarté, con una perversidad casi inexplicable, la coincidencia entre las notas sobre los sueños y los raros recortes recopilados por el profesor Angell.

Una cosa que empecé a sospechar, y que ahora temo que ya , es que la muerte de mi tío distó mucho de ser por causas naturales. Cayó en una estrecha calle de la colina que sube desde un antiguo muelle plagado de mestizos extranjeros, tras un descuidado empujón de un marinero negro. No olvidé la mezcla de razas y las aficiones marineras de los miembros de la secta en Luisiana, y no me sorprendería saber de la existencia de algunos métodos secretos y agujas envenenadas tan despiadados y tan ancestralmente conocidos como los ritos y creencias crípticos. Es cierto que se ha dejado en paz a Legrasse y a sus hombres, pero en Noruega murió un marino que presenció ciertos acontecimientos. ¿Las profundas indagaciones que hizo mi tío tras conocer los detalles del escultor no habrán llegado a oídos siniestros? Pienso que el profesor Angell murió porque sabía demasiado, o porque probablemente estaba por revelar una verdad. Todavía queda por verse si mi final es similar al suyo, porque ahora soy yo el que sabe demasiado.

III. LA LOCURA DEL MAR

Si alguna vez el cielo quiere concederme una bendición, será la de eliminar por completo los resultados de la mera casualidad que fijó mis ojos en un trozo de papel perdido en una estantería. No era nada con lo que hubiera tropezado naturalmente en el curso de mi rutina diaria, pues se trataba de un viejo número de una revista australiana, el Sydney Bulletin del 18 de abril de 1925. Había pasado desapercibido incluso para la oficina de recortes, que en el momento de su publicación había estado recopilando con avidez el material necesario para la investigación de mi tío.

Para ese entonces, había abandonado en gran parte mis investigaciones sobre lo que el profesor Angell llamaba el “Culto de Cthulhu”, y estaba visitando a un amigo erudito en Paterson, Nueva Jersey, curador de un museo local y destacado mineralogista34. Examinando un día los especímenes de colección colocados toscamente en los estantes de almacenamiento de una sala trasera del museo, me llamó la atención una extraña fotografía en uno de los viejos periódicos extendidos bajo las piedras. Era el Sydney Bulletin que he mencionado, pues mi amigo tiene amplias conexiones en todas los países extranjeros imaginables; y la foto era un corte en sepia de una horrible imagen de piedra casi idéntica a la que Legrasse había encontrado en el pantano.

Me apresuré a retirar el valioso contenido de la hoja y examiné el artículo con detenimiento, aunque me decepcionó comprobar que su extensión era moderada. Lo que sugería, sin embargo, era de una importancia significativa para mi vacilante búsqueda, y lo arranqué con sumo cuidado para actuar de forma inmediata. Decía lo siguiente:

MISTERIOSO BARCO ABANDONADO HALLADO EN ALTA MAR 

Llegada del Vigilant con un yate neozelandés a remolque, destruido y armado.

Un sobreviviente y un muerto a bordo. 

Relato de una batalla desesperada y varias muertes en alta mar. 

El marinero rescatado se niega a comentar los detalles de su extraña experiencia. 

Extraño ídolo descubierto en su poder. 

La investigación prosigue.

Procedente de Valparaíso35, el carguero Vigilant, de la compañía Morrison, llegó esta mañana a su embarcadero en Puerto Darling36, llevando a remolque el yate de vapor Alert de Dunedin, N. Z.37, averiado pero fuertemente armado, que fuera avistado el 12 de abril en latitud sur 34° 21’, longitud oeste 152° 17’, con un hombre vivo y otro muerto a bordo.

El Vigilant zarpó de Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de abril se desvió considerablemente de su rumbo debido a tormentas excepcionalmente fuertes y olas gigantescas. El 12 de abril se avistó el barco abandonado y, aunque aparentemente estaba abandonado, al subir a bordo se descubrió que había un superviviente en un estado medio delirante y un hombre que llevaba sin duda muerto más de una semana. El hombre vivo sostenía un horrible objeto de piedra de origen desconocido, de unos treinta centímetros de altura, sobre cuya naturaleza las autoridades de la Universidad de Sydney, la Royal Society y el Museo de College Street se declaran totalmente desconcertadas, y que el superviviente dice haber encontrado en la cabina del yate, en un pequeño santuario tallado de diseño ordinario.

Este hombre, después de recobrar el sentido, contó una extrañísima historia de piratería y masacre. Se trata de Gustaf Johansen, un noruego de cierta formación, que había sido segundo oficial de la goleta de dos mástiles Emma de Auckland, que zarpó para Callao el 20 de febrero con una dotación de once hombres. La Emma, dice, se retrasó y se desvió ampliamente de su rumbo por la gran tormenta del 1 de marzo, y el 22 de marzo, en latitud sur 49° 51’, longitud oeste 128° 34’, se encontró con el Alert, tripulado por una extraña y perversa tripulación de kanakas38 y mestizos. Al ordenarle perentoriamente que diera media vuelta, el capitán Collins se negó, tras lo cual la extraña tripulación comenzó a disparar salvajemente y sin previo aviso contra la goleta con una artillería particularmente pesada de cañones de latón que formaban parte del armamento del yate. Los hombres de la Emma dieron muestras de lucha, dice el superviviente, y aunque la goleta empezó a hundirse a causa de los disparos por debajo de la línea de flotación, consiguieron ponerse al lado de su enemigo y abordarlo, forcejear con la salvaje tripulación en la cubierta del yate, y se vieron obligados a acabar con todos ellos, siendo su número ligeramente superior, debido a la forma particularmente aborrecible y desesperada, aunque bastante torpe, de luchar.

Tres de los hombres de la Emma, entre ellos el capitán Collins y el primer oficial Green, perdieron la vida; y los ocho restantes, al mando del segundo oficial Johansen, procedieron a navegar el yate capturado, adelantándose en su dirección original para ver si había existido alguna razón que justificara la orden de retroceso. Al día siguiente, al parecer, desembarcaron en una diminuta isla, aunque no se sabe de la existencia de ninguna en aquella parte del océano, y seis de los hombres murieron en tierra, aunque Johansen se muestra muy reticente acerca de esta parte de su historia y se limita a hablar de su caída en un abismo rocoso. Más tarde, parece que él y un compañero subieron a bordo del yate e intentaron manejarlo, pero fueron golpeados por la tormenta del 2 de abril. Desde ese momento hasta su rescate el día 12, el hombre recuerda poco, y ni siquiera recuerda cuándo murió William Briden, su compañero. La muerte de Briden no revela ninguna causa visible, y probablemente se debió a la excitación o a la exposición. Avisos por cable de Dunedin informan que el Alert era muy conocido allí como yate de comercio isleño, y que tenía mala reputación en los muelles. Era propiedad de un curioso grupo de mestizos cuyas frecuentes reuniones y viajes nocturnos al bosque atraían no poca curiosidad; y había zarpado con gran prisa justo después de la tormenta y los temblores terrestres del 1 de marzo. Nuestro corresponsal en Auckland concede a la goleta Emma y a su tripulación una excelente reputación, y Johansen es descrito como un hombre sobrio y respetable. El almirantazgo abrirá una investigación sobre el asunto a partir de mañana, en la que se hará todo lo posible para inducir a Johansen a hablar con mayor libertad que hasta ahora.

Esto era todo, junto con el retrato de la figura infernal; pero ¡qué tren de ideas comenzó a formarse en mi mente! Aquí había un nuevo tesoro de detalles sobre el Culto de Cthulhu, y pruebas de que tenía extraños intereses tanto en el mar como en tierra. ¿Qué motivo impulsó a la tripulación mestiza a ordenar el regreso de la Emma mientras navegaban con aquel espantoso ídolo? ¿Cuál era la isla desconocida en la que habían muerto seis tripulantes de la Emma, y sobre la que el oficial Johansen guardaba tantos secretos? ¿Qué había sacado a la luz la investigación del vicealmirantazgo y qué se sabía del funesto culto en Dunedin? Y lo más maravilloso de todo, ¿qué profunda y sobrenatural vinculación de fechas era ésta que daba un significado maligno y ahora innegable a los diversos giros de los acontecimientos tan cuidadosamente anotados por mi tío?

El 1 de marzo –nuestro 28 de febrero según el huso horario internacional– habían llegado tanto el terremoto como la tormenta39. Desde Dunedin, el Alert y su ruidosa tripulación se habían lanzado ávidamente como si hubieran sido convocados con urgencia, y al otro lado de la tierra poetas y artistas habían empezado a soñar con una extraña y húmeda ciudad ciclópea, mientras un joven escultor moldeaba en sueños la forma del temido Cthulhu. El 23 de marzo, la tripulación de la Emma desembarcó en una isla desconocida y dejó seis hombres muertos; y en esa fecha los sueños de los hombres sensibles adquirieron una mayor intensidad y se enturbiaron por el temor a la persecución maligna de un gigantesco monstruo, mientras que un arquitecto se volvió loco y un escultor cayó repentinamente en el delirio. ¿Y qué hay de la tormenta del 2 de abril, fecha en que cesaron todos los sueños de la sombría ciudad y Wilcox salió ileso de aquella extraña fiebre? ¿Qué significaba todo esto, y las insinuaciones del viejo Castro sobre los Antiguos sumergidos y nacidos de las estrellas y su reinado venidero, su culto incondicional y su dominio de los sueños? ¿Estaba tambaleándome al borde de horrores cósmicos impensables para el ser humano? De ser así, debían de ser horrores solo psíquicos, pues de algún modo el dos de abril había puesto fin a cualquier amenaza monstruosa que hubiera comenzado a asediar el alma de la humanidad.

Aquella noche, tras un día de apresurados telegramas y preparativos, me despedí de mi anfitrión y tomé un tren con destino a San Francisco. En menos de un mes estaba en Dunedin, donde, sin embargo, descubrí que poco se sabía de los extraños miembros de la secta que habían permanecido en las viejas tabernas portuarias. La escoria de los muelles era demasiado común como para hacer una distinción especial; sin embargo, se hablaba vagamente de un viaje al interior que habían hecho estos mestizos, durante el cual se oyeron débiles tambores y llamas rojas en las colinas distantes. En Auckland me enteré de que Johansen había regresado con su pelo amarillo ahora blanco40 después de un interrogatorio superficial e inconcluso en Sydney, y que a partir de entonces había vendido su casa de la calle West y se había embarcado con su esposa rumbo a su antiguo hogar en Oslo. De su conmovedora experiencia no quiso decir a sus amigos más de lo que había dicho a los oficiales del almirantazgo, y todo lo que pudieron hacer fue darme su dirección de Oslo.

Después fui a Sydney y hablé en vano con marineros y miembros del tribunal del vicealmirantazgo. Vi el Alert, ahora vendido y en uso comercial, en Circular Quay, en la ensenada de Sydney, pero no saqué nada en limpio de su gran tamaño. La estatua agazapada, con su cabeza de calamar, su cuerpo de dragón, sus alas escamosas y su pedestal jeroglífico, se conservaba en el Museo de Hyde Park; la estudié largo y tendido, y la encontré de una factura terriblemente exquisita, con el mismo misterio absoluto, la misma terrible antigüedad y la misma extrañeza sobrenatural del material que había observado en el ejemplar más pequeño de Legrasse. Los geólogos, según me dijo el conservador, la habían considerado un enigma monstruoso, pues juraban que en el mundo no había ninguna roca semejante. Entonces pensé estremecido en lo que el viejo Castro había contado a Legrasse sobre los primordiales Grandes Antiguos: “Habían venido de las estrellas, y habían traído Sus imágenes con Ellos”.

Sacudido por tal revolución mental como nunca antes había experimentado, decidí visitar al piloto Johansen en Oslo. Navegando hacia Londres, embarqué de inmediato hacia la capital de Noruega, y un día de otoño desembarqué en los muelles a la sombra del Egeberg41. Descubrí que la dirección de Johansen se encontraba en el casco antiguo del rey Harold Haardrada, que mantuvo vivo el nombre de Oslo durante todos los siglos en que la gran ciudad se encubrió como “Cristiana”42. Hice el breve trayecto en taxi, y llamé con el corazón palpitante a la puerta de un pulcro y antiguo edificio de fachada revocada. Me atendió una mujer vestida de negro y con cara triste, y sentí una gran decepción cuando me dijo en un inglés entrecortado que Gustaf Johansen había muerto.

No había podido sobrevivir a su regreso, dijo su esposa, porque lo ocurrido en el mar en 1925 lo había destrozado. No le había contado más de lo que había contado al público, pero había dejado un largo manuscrito –de “asuntos técnicos”, como él decía– escrito en inglés, aparentemente para protegerla del peligro de una lectura casual43. Durante una caminata por una estrecha callejuela cercana al muelle de Gotemburgo, un fardo de papeles que cayó desde la ventana de un ático lo abatió. Dos marineros de Lascar lo ayudaron a ponerse en pie, pero antes de que llegara la ambulancia, había muerto. Los doctores no encontraron causa alguna para su muerte, así que lo atribuyeron a dolencias cardíacas, sumadas a su constitución ya debilitada44.

Ahora sentía que me carcomía las entrañas ese oscuro terror que nunca me abandonará hasta que también yo esté en paz, “por accidente” o de otro modo. Tras convencer a la viuda de que mi relación con los “asuntos técnicos” de su marido era motivo suficiente para darme acceso a su manuscrito, me llevé el documento y empecé a leerlo en el barco rumbo a Londres. Era algo sencillo y farragoso –el ingenuo esfuerzo de un marinero por escribir un diario a posteriori– y se esforzaba por recordar día a día aquel último y atroz viaje. No puedo intentar transcribirlo literalmente en toda su nubosidad y redundancia, pero referiré su esencia lo suficiente como para mostrar por qué el sonido del agua contra los costados del barco se me hizo tan insoportable que me puse algodón en los oídos.

Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo, aunque vio la ciudad y la Cosa, pero nunca volveré a dormir tranquilo mientras piense en los horrores que acechan incesantes por detrás de la vida misma, en el tiempo y en el espacio, y en aquellas blasfemias profanas procedentes de las estrellas más antiguas que dormitan bajo el mar, conocidas y asistidas solo por un culto de pesadilla que está ansioso por soltarlas en el mundo en cuanto otro sismo vuelva a alzar su monstruosa ciudad de piedra hasta el sol y el aire.

El viaje de Johansen había comenzado tal como él lo contó al vicealmirantazgo. La Emma había salido con carga de Auckland el 20 de febrero, y había sentido toda la fuerza de aquella tempestad nacida de un terremoto que debió de haber levantado del fondo del mar los horrores que poblaron los sueños de las personas. Una vez recuperado el control, el barco avanzaba a buen ritmo cuando fue detenido por el Alert el 22 de marzo, y pude sentir el pesar del marinero cuando escribió sobre su asedio y posterior hundimiento. Se refería con profundo horror a los fanáticos morenos del Alert. Había en ellos una cualidad peculiarmente abominable que hacía que su destrucción pareciera casi un deber, y Johansen muestra un inocente asombro ante la acusación de crueldad que se formuló contra su grupo durante los procedimientos del tribunal de investigación. Luego, conducidos por la curiosidad en su yate cautivo bajo el mando de Johansen, los hombres divisaron un gran pilar de piedra que sobresalía del mar, y a los 47° 9’ de latitud sur y 126° 43’ de longitud oeste45 se toparon con una orilla formada por una mezcla de lodo, cieno y mampostería ciclópeas que no puede ser otra cosa que la materia tangible del terror más terrible de nuestro planeta: la ciudad muerta de R’lyeh, que fue construida hace eones incontables más allá de la historia por aquellas vastas y repugnantes criaturas que se deslizaron desde las oscuras estrellas. Allí yacían el gran Cthulhu y sus seguidores, ocultos en verdes bóvedas viscosas y enviando finalmente, tras ciclos incalculables, los pensamientos que sembraban el terror en los sueños de los sensibles y llamaban imperiosamente a sus fieles a emprender una peregrinación de libertad y restauración. Todo esto Johansen no lo sospechaba, pero ¡Dios sabe que pronto vio suficiente!

Supongo que sólo la cima de una montaña emergió realmente de las aguas: la horrible ciudadela coronada de monolitos donde fue enterrado el gran Cthulhu. Cuando pienso en el alcance de todo lo que puede estar gestándose allá abajo, me entran ganas de quitarme la vida de inmediato. Johansen y sus hombres quedaron sobrecogidos por la majestuosidad cósmica de esta Babilonia desbordante de demonios antiguos, y debieron adivinar sin guía alguna que no era nada de este planeta, ni de ningún planeta sensato. El asombro ante el inconcebible tamaño de los bloques de piedra verdosa, ante la vertiginosa altura del gran monolito tallado, y ante la pasmosa similitud de las colosales estatuas y bajorrelieves con la extraña imagen encontrada en el santuario del Alert, resulta conmovedoramente palpable en cada línea de la descripción alarmada del navegante.

Sin saber cómo es el futurismo, Johansen logró algo muy cercano a él cuando habló de la ciudad; porque en lugar de describir cualquier estructura o edificio definido, se detiene sólo en amplias impresiones de ángulos y superficies de piedra inmensas; superficies demasiado grandes como para pertenecer a algo adecuado o propio de este mundo, y de un carácter impío con imágenes e inscripciones horribles. Menciono sus comentarios sobre los ángulos porque sugieren algo que Wilcox me había contado de sus espantosos sueños. Ha dicho que la geometría del lugar que vio en sueños era anormal, no euclidiana y evocaba de modo repugnante esferas y dimensiones ajenas a las nuestras. Ahora, un marino sin estudios tenía la misma sensación al contemplar aquella terrible realidad.

Johansen y sus hombres desembarcaron en un terraplén de barro inclinado de esta monstruosa acrópolis, y treparon, a resbalones, por bloques titánicos y viscosos que no podían ser escaleras hechas para los mortales. El mismo sol del cielo parecía distorsionado cuando se miraba a través del polarizante miasma que brotaba de esa perversión empapada de mar, y la retorcida amenaza y el misterio acechaban lascivamente en aquellos ángulos demencialmente escurridizos de roca tallada, donde una segunda mirada mostraba concavidad después de que la primera mostrara convexidad.

Algo muy similar al pavor se apoderó de todos los exploradores antes de que vieran algo más definido que rocas, lodo y maleza. Cada uno de ellos habría huido si no hubiera temido el desprecio de los demás, y solo a desgano buscaron –en vano, como se demostró– algún recuerdo transportable para llevarse.

Fue Rodriguez, el portugués, quien subió al pie del monolito y anunció a gritos lo que había encontrado. Los demás lo siguieron y miraron con curiosidad la inmensa puerta tallada con el ya familiar bajorrelieve del calamar y el dragón. Era, dijo Johansen, como una gran puerta de granero; y todos sintieron que era una puerta por el dintel ornamentado, el umbral y las junturas que la rodeaban, aunque no podían decidir si era plana, como una trampilla, o inclinada, como la puerta exterior de un sótano. Como habría dicho Wilcox, la geometría del lugar era totalmente errónea. No se podía estar seguro de que el mar y el suelo fueran horizontales, por lo que la posición relativa de todo lo demás parecía fantasmagóricamente variable.

Briden presionó la piedra en varios puntos sin resultado. Luego Donovan palpó delicadamente el borde, presionando cada punto por separado. Trepó sin fin a lo largo de la grotesca moldura de piedra –o mejor dicho, uno lo llamaría trepar si la puerta no fuera horizontal, después de todo– y los hombres se preguntaron cómo podía haber una puerta tan amplia en el universo. Entonces, muy suave y lentamente, el enorme panel comenzó a ceder en la parte superior, y vieron que se había equilibrado. Donovan se deslizó o de algún modo se impulsó hacia abajo o a lo largo de las bisagras y se reunió con sus compañeros, y todos observaron el extraño retroceso del portal monstruosamente tallado. Esta fantasía de distorsión prismática se movía anómalamente en diagonal, de modo que todas las reglas de la naturaleza y la perspectiva parecían trastornadas.

La abertura era negra, con una oscuridad casi tangible. Esa penumbra era, de hecho, una cualidad positiva, pues oscurecía partes de las paredes interiores que deberían haber quedado al descubierto y, además, salía una especie de humo de su eterno encierro, que oscurecía visiblemente el sol mientras se escabullía hacia el cielo menguado y giboso con el batir de sus alas membranosas. El olor que se desprendía de las profundidades recién abiertas era intolerable y, al final, el espabilado Hawkins creyó oír un sonido desagradable y gorgoteante allí abajo. Todo el mundo escuchaba, y todo el mundo seguía escuchando cuando Aquello se asomó vertiginosamente, y a tientas introdujo su gelatinosa inmensidad verde a través de la puerta negra, hacia el aire contaminado del exterior, de aquella ponzoñosa y demencial ciudad.

La letra del pobre Johansen casi falló al escribir sobre esto. De los seis hombres que nunca llegaron al barco, estima que dos perecieron de puro miedo en aquel preciso instante. La Cosa no puede describirse; no hay lenguaje para tales abismos de alaridos y demencia sin límites, para tales contradicciones de la materia, de las fuerzas naturales y del orden cósmico. Una montaña caminó o se tambaleó. ¡Dios! ¿Qué es de extrañar que al otro lado de la Tierra un gran arquitecto enloqueciera, y que el pobre Wilcox delirara de fiebre en aquel instante telepático? La Cosa de los ídolos, el engendro verde y pegajoso de las estrellas, había despertado para reclamar lo que le pertenecía. Las estrellas estaban en su sitio de nuevo, y lo que un culto milenario no logró hacer por designio, una banda de inocentes marineros lo logró por accidente. Después de miles de millones de años46, el gran Cthulhu volvía a estar suelto y ávido de placeres.

Tres hombres fueron arrollados por las garras flácidas antes de que nadie pudiera volverse. Que en paz descansen, si es que hay descanso en este universo. Eran Donovan, Guerrera y Ångstrom. Parker resbaló mientras los tres restantes se precipitaban frenéticamente sobre el interminable paraje rocoso verde en dirección el barco, y Johansen jura que fue engullido por un ángulo de la construcción que no debería haber estado allí; un ángulo que era agudo, pero que se comportaba como si fuera obtuso. Así que sólo Briden y Johansen alcanzaron el bote, y remaron desesperadamente hacia el Alert mientras aquella monstruosidad se dejaba caer por las piedras viscosas y titubeaba tambaleándose al borde del agua.

Pese a que todos los tripulantes se habían retirado hacia la orilla, el vapor no había bajado del todo, y bastaron unos instantes de febriles idas y venidas entre el timón y las máquinas para que el Alert se pusiera en marcha. Lentamente, en medio de los horrores distorsionados de aquella escena indescriptible, comenzó a agitar las aguas letales, mientras que en la ladera de aquella costa de piedra que no era de esta tierra, la Cosa titánica procedente de las estrellas bramaba y farfullaba como Polifemo maldiciendo la fugitiva nave de Ulises 47. Entonces, más audaz que el famoso cíclope, el inmenso Cthulhu se deslizó vorazmente por el agua y comenzó a perseguir el barco con golpes de fuerza cósmica que elevaban las olas. Briden miró hacia atrás y perdió la razón, riendo estridentemente a intervalos hasta que la muerte lo encontró una noche en el camarote mientras Johansen vagaba en delirios.

Pero Johansen aún no se había rendido. Sabiendo que la Cosa podría alcanzar al Alert hasta que no estuviera a todo vapor, decidió arriesgarse a la desesperada y, ajustando el motor a toda velocidad, salió a cubierta como un rayo y dio vuelta al timón. Se produjo un poderoso remolino y se formó espuma en la fétida salmuera, y a medida que el vapor subía más y más, el valiente noruego condujo su barco de frente contra la asfixiante gelatina que se elevaba por encima de la inmunda espuma como la popa de un galeón demoníaco. La espantosa cabeza de calamar, con los sensores retorciéndose, llegó casi hasta el bauprés del robusto yate, pero Johansen siguió avanzando implacable. Hubo un estallido como el de una vejiga que estalla, una viscosidad repugnante como la de un pez sol partido, un hedor como el de mil tumbas abiertas y un sonido que el cronista no quiso poner por escrito. Durante un instante, el barco se vio envuelto en una nube verde, acre y cegadora, y luego sólo hubo un hervor venenoso a popa, donde –¡Dios del cielo!– la difusa plasticidad de aquel engendro celestial se recombinaba nebulosamente en su odiosa forma original, mientras la distancia entre ellos se ensanchaba a cada segundo, a medida que el Alert ganaba ímpetu con su creciente vapor.

Eso fue todo. Después, Johansen se limitó a cavilar en torno a la figura que estaba en la cabina y a ocuparse de unos pocos asuntos relacionados con la comida para él y para el maníaco que reía a su lado. No intentó navegar después del primer osado choque, pues la reacción le había sacado algo del alma. Entonces llegó la tormenta del 2 de abril y las nubes se agolparon en torno a su mente. Tuvo la sensación de giros espectrales a través de los abismos líquidos del infinito, de vertiginosos paseos a través de universos tambaleantes en la cola de un cometa, y de histéricas caídas desde la profundidad a la luna y desde la luna de nuevo a la profundidad, todo ello animado por un coro cacareante de los distorsionados e hilarantes viejos dioses y los verdes y burlones diablillos del Tártaro.

A partir de ese sueño llegó el rescate: el Vigilant, el tribunal del vicealmirantazgo, las calles de Dunedin y el largo viaje de vuelta a casa, a la vieja casa junto al Egeberg. No podía contarlo, lo tomarían por loco. Escribiría lo que sabía antes de que llegara su hora, pero su mujer no debía sospecharlo. La muerte sería una bendición si pudiera borrar esos recuerdos. 

Ese fue el documento que leí, y ahora lo he colocado en la caja de latón junto al bajorrelieve y los papeles del profesor Angell. Con él se irá este registro mío, esta prueba de mi propia cordura, en la que se reconstruye lo que espero que nunca vuelva a reconstruirse. He contemplado todo lo que el universo tiene de espantoso, e incluso los cielos de la primavera y las flores del verano han de ser por siempre un veneno para mí. Sin embargo, creo que mi vida no será larga. Como se fue mi tío, como se fue el pobre Johansen, así me iré yo. Sé demasiado, y el culto aún perdura.

Cthulhu también sigue con vida, supongo, de nuevo en ese abismo de piedra que lo ha protegido desde que el sol era joven. Su ciudad maldita se ha hundido una vez más, pues el Vigilant navegó sobre la zona tras la tormenta de abril; pero sus ministros en la Tierra siguen rugiendo, brincando y asesinando alrededor de monolitos coronados de ídolos en lugares remotos. Debe de haber quedado atrapado por el hundimiento mientras se encontraba en su negro abismo, o el mundo estaría ahora aullando con espanto y frenesí. ¿Quién puede predecir el final? Lo que se ha elevado puede hundirse, y lo que se ha hundido puede elevarse. Aquella repugnancia espera y sueña en las profundidades, y la decadencia se extiende sobre las temblorosas ciudades de los humanos. Llegará el momento… pero no debo ni puedo pensar. Ruego a todos que, si no sobrevivo a este manuscrito, mis albaceas pongan la cautela por delante de la audacia y se aseguren de que no llegue a otros ojos.


* “The Call of Cthulhu”, publicado por primera vez en la revista Weird Tales, en el número de febrero de 1928 (tras un rechazo previo del editor). Traducción, edición y notas de Marcelo G. Burello y Thomas Schonfeld. Texto tomado de Lovecraft, H. P., Tales, ed. por Peter Straub, New York, The Library of America, 2005, pp. 167–196. El relato fue escrito durante el verano de 1926, al regreso de la breve y frustrada experiencia matrimonial en New York del autor. Inaugura la serie que luego sus amigos denominarían “Mitos de Cthulhu”. V. August Derleth, “Los Mitos de Cthulhu”, en H. P. Lovecraft y otros, Relatos de los mitos de Cthulhu I, Barcelona, Bruguera, 1981, pp. 11–19.

** Howard Phillips Lovecraft (1890–1937), nacido y fallecido en Providence, Rhode Island (Nueva Inglaterra). Hoy es considerado en forma unánime el autor de horror más influyente del siglo XX, merced a la creación de un nuevo tipo de perspectiva en el subgénero: el horror cósmico.


  1. “Thurston” es un viejo apellido tradicional de Providence, y “Francis Wayland” fue el nombre del cuarto presidente de la Universidad de Brown, reconocido por el nivel académico que le dio a la institución. En este acápite, Lovecraft utiliza estos apellidos típicos de su terruño como un primer indicio de verosimilitud, apelando a la técnica del papel encontrado.
  2. La cita pertenece al capítulo 10 de la novela The Centaur (1911), de Algernon Blackwood. Este oportuno epígrafe contiene la esencia del sustento argumental de los “Mitos de Cthulhu”, a la vez que delata la artificiosidad del relato.
  3. Algernon Henry Blackwood (1869–1951), escritor y periodista inglés, ante todo destacado por sus relatos fantásticos. Durante años vivió en Norteamérica. Lovecraft tenía entre sus favoritos el largo relato “Los sauces” (“The Willows”, 1907), donde un paraje agreste –y en especial, su vegetación– se revela un locus terrorífico para sus infortunados visitantes.
  4. Este primer párrafo es uno de los fragmentos más citados de la ficción del autor, en tanto encapsula su poética de lo sobrenatural (“weird”) y su filosofía antihumanista.
  5. La teosofía fue un culto sincrético y esotérico muy activo a fines del siglo XIX y comienzos del XX, sobre todo en Estados Unidos (donde se fundó, en 1875, la “Sociedad Teosófica” de New York). Su dogma central fue fijado por la ocultista rusa Helena Blavatsky en su obra Clave de la teosofía (1889).
  6. Nótese la insistencia en la aleatoriedad de lo sucedido por parte del narrador, que a la vez choca con el carácter de predestinación de su papel en la trama (producto del legado de su antepasado) y su voluntad de investigar. La técnica de la progresiva integración de piezas sueltas –incluyendo recortes periodísticos– hasta descubrir una revelación horrorosa pudo haberla absorbido Lovecraft, por lo demás, de la novela episódica de terror Los tres impostores (1895), de Arthur Machen.
  7. Amén de que “Angell” también era un viejo apellido de Providence, tal era el nombre de la calle donde vivía Lovecraft en su infancia, con sus padres. Además, un tío suyo se llamaba “Gamwell”, por lo que habría una doble alusión interna. Más allá de lo puramente autobiográfico, es crucial que el narrador declare un nexo de sangre con el descubridor originario. J. L. Borges, en su relato-tributo a Lovecraft, “There Are More Things” (1975), reutiliza este punto de partida de la muerte de un tío.
  8. Fundada en 1764, la Universidad Brown es una de las más prestigiosas del país. Conforma la selecta “Ivy League”, liga deportiva universitaria que reúne a las ocho casas de estudio superior más antiguas de Norteamérica. Por supuesto que en la época de este relato no existía tal cargo docente, pero la invocación a la autoridad académica funciona como mecanismo de legitimación.
  9. Ciudad portuaria y capital del condado homónimo, al sur del estado de Rhode Island. El autor capitaliza aquí la profunda aversión que sentía por los litorales marítimos.
  10. No existía por entonces tal entidad académica. (Recién en la década de 1930 se fundaría la Sociedad de Arqueología Americana.)
  11. La primera semilla de este relato se halla en unos sueños que tuvo Lovecraft en 1919, donde intentaba venderle al curador de un museo de Antigüedades un misterioso bajorrelieve tallado por él mismo. El autor dio cuenta de los mismos en su correspondencia, durante 1920, y luego dejó constancia del argumento básico en sus apuntes, en 1925.
  12. De las muchas vanguardias del momento, el narrador apela al cubismo y al futurismo por sus respectivas propuestas de renovación de la perspectiva y la representación de los objetos.
  13. Desde el comienzo mismo del relato, y por ende del ciclo, el lector se enfrenta a una descripción bastante pormenorizada del monstruo objeto del miedo, en contra de la tradicional tendencia de la literatura fantástica a escamotear –o siquiera postergar hasta último momento– esos detalles. Se ha sugerido que el poema “The Kraken” (1830), de Lord Alfred Tennyson (1809–1892), pudo haber sido una fuente de inspiración para la criatura en sí, así como el ciclo Los dioses de Pegana (1905) de Lord Dunsany (1878–1957) pueden haber aportado la idea de un dios al que es preciso mantener dormido para evitar las consecuencias de su despertar.
  14. La prensa es la segunda institución que aparece como fuente de validación de los hechos, después de la academia.
  15. En una carta de 1934 a un colega escritor, Lovecraft declara que “Cthulhu debía representar el torpe intento humano de captar la fonética de una palabra absolutamente no humana” (Tales, 2005: 830).
  16. La policía, asimismo, es la tercera institución que ayuda a sustentar la verosimilitud de la historia.
  17. William Scott-Elliot hizo importantes aportes a la teosofía, en especial con sus tratados cosmológicos Historia de la Atlántida (1896) y La Lemuria perdida (1904), fusionados en un solo volumen en 1925.
  18. El gran clásico de la historia de las religiones La rama dorada (The Golden Bough), del antropólogo escocés Sir James G. Frazer, apareció primero en 1890, y luego fue ampliado y reeditado en numerosas ocasiones. Con El culto de las brujas en Europa Occidental (Witch-Cult in Western Europe), de 1921, la indo-británica Margaret A. Murray abrevó de esa fuente, entre otras, para proponer una serie de controvertidas hipótesis sobre la brujería europea; este libro también es mencionado por Lovecraft en el relato “El horror de Red Hook”, de 1927.
  19. El apellido también formaba parte del árbol genealógico del autor.
  20. Se trata de un temperamento artístico, y por ende, como es característico de la narrativa de Lovecraft, proclive a padecer revelaciones del culto de Cthulhu mediante sueños y visiones.
  21. Edificio aún hoy existente en la ciudad. Sin duda el autor lo escogió por su nombre extravagante y distinguido (la “flor de lis” es uno de los más difundidos símbolos heráldicos, y la realeza francesa lo tuvo como distintivo por largo tiempo, además de haber sido un emblema de los alquimistas).
  22. La enumeración invoca legendarios sitios arqueológicos: la antiquísima ciudad fenicia de Tiro, sobre el Mediterráneo; la mitológica y cruel Esfinge tebana, inmortalizada por la fábula de Edipo; y la capital del imperio babilónico, en la Baja Mesopotamia asiática.
  23. Convenientemente, los raros sucesos se habrían dado justo durante ese período de desajuste en nuestro calendario actual, que cada cuatro años se compensa con el “año bisiesto”.
  24. Artista inventado, pero en cuyo apelativo resuena el del anarquista francés J. J. Bonnot, famoso atracador de bancos abatido en 1912.
  25. El desplazamiento discursivo que supone focalizarse en Legrasse se ubica en la línea de pluridiscursividad de la que el narrador se vale en el comienzo, y que se perpetúa, a partir de diferentes narraciones, durante el resto del relato.
  26. La ciudad de Nueva Orleans y el estado todo de Luisiana resultan más que convenientes para una historia de sincretismo religioso y sectas misteriosas, en tanto sedes del vudú americano, culto que combina el cristianismo con religiones de la diáspora africana.
  27. En efecto, entre los inuit –o “esquimales”– existen las figuras del torngarsuk y del angakuk (mayormente así expresados): el primero es una deidad o espíritu de las profundidades, que puede aparecer con forma de oso, y el segundo es la figura del chamán o “médico brujo”.
  28. Pierre Le Moyne d’Iberville fue el fundador de la primera colonia francesa permanente en Luisiana, de la “Nueva Francia”, a fines del siglo XVII. René Robert Cavelier de La Salle fue un destacado explorador de la región de los Grandes Lagos y del Mississippi en el siglo XVII.
  29. Sidney Sime fue un artista plástico británico, ilustrador de libros de autores favoritos de Lovecraft como Arthur machen y Lord Dunsany. Anthony Angarola era un artista norteamericano de ascendencia italiana, a quien Lovecraft admiraba y que de hecho menciona también en otro relato: “El modelo de Pickman” (1926); el deseo de que Angarola ilustrara alguno de sus relatos se vio truncado por la temprana muerte del dibujante en 1929.
  30. Legendaria ciudad del sur de Arabia; puede que se tratara de otro nombre de la ciudad de Ubar, en Omán.
  31. Lovecraft menciona por primera vez el Necronomicón en “La ciudad sin nombre” (1921) y “El sabueso” (1922), aunque es a partir del presente relato que dicho libro proscripto y mítico cobra importancia fundamental como fuente. “Abdul Alhazred” era un nombre inventado por el autor durante su infancia, bajo la temprana admiración de Las 1001 noches; se ha sugerido que “Abdul” puede valer por “Howard” y “Alhazred”, por “all has read”, o sea, “que ha leído todo”, en alusión a la voracidad lectora del niño.
  32. El galés Arthur Machen (1863–1947) era uno de los escritores predilectos de Lovecraft. El pintor y escritor estadounidense Clark Ashton Smith (1893–1961), en cambio, fue su amigo y corresponsal.
  33. Téngase presente que la década de 1920 fue una época de fuertes discusiones sobre el nuevo modelo espacial que suponían los aportes de Einstein, Bohr y otros pensadores y científicos
  34. Paterson es la tercera ciudad del estado de New Jersey en términos poblacionales, y en épocas de Lovecraft era un epicentro industrial. El curador del museo de dicha ciudad al momento de componerse este relato era James Morton (1870–1941), amigo del autor.
  35. Con la inclusión del puerto chileno, el relato abarca directa o indirectamente todos los puntos del globo terráqueo: de Oceanía a Groenlandia, de Sudamérica a Escandinavia, no hay continente o región que no sea invocada en la trama.
  36. Localidad portuaria de Sidney, Australia.
  37. Dunedin es una ciudad portuaria sita en la costa oriental de Nueva Zelanda.
  38. Los kanakas eran trabajadores provenientes del Pacífico Sur y al servicio del Imperio Británico, en forma voluntaria o forzada.
  39. El 28 de febrero de 1925 se registró un fuerte sismo en todo el noreste de Norteamérica, que afectó mayormente a Canadá, pero que se sintió en buena parte de los Estados Unidos. Se lo conoce como “Terremoto de Charlevoix–Kamouraska”, y ha sido evidentemente la base para el cataclismo de este relato.
  40. El prematuro envejecimiento del personaje sometido a un shock en alta mar remite al relato “Un descenso al Maelström” (1841), de Edgar Allan Poe, que también involucra a un marino noruego.
  41. Egeberg –o “Ekeberg”– es una región de colinas aledaña a Oslo.
  42. El rey Christian IV había rebautizado “Christiania” a la ciudad de Oslo (fundada por Harald “El Despiadado” Haardrada hacia el 1050) tras un feroz incendio, en el siglo XVII. La ciudad recuperó oficialmente su viejo nombre recién en 1924.
  43. Aquí se remite, asimismo, a otro relato de Poe: “Manuscrito hallado en una botella” (1833).
  44. Todo el suceso repite, por supuesto, la misteriosa muerte del tío abuelo del narrador.
  45. El punto exacto se halla en medio del Pacífico Sur, lejos de cualquier asentamiento humano o isla cartografiada.
  46. Lovecraft dice “vigintillions”, siendo un “vigintillón” un uno seguido de 63 ceros. El término no es reconocido por la RAE.
  47. El cíclope Polifemo captura y luego persigue a Ulises en el canto IX de la Odisea.