Inicio 9 Críticas y Reseñas 9 Un escritor, un copista. Sobre «Últimas Palabras», de William Burroughs

Burroughs practicando tiro -uno de sus mayores pasatiempos- en los años ’90.

Últimas Palabras (publicado por Granica, y traducido por Luis Chitarroni) es el diario personal que escribió el escritor norteamericano William S. Burroughs (1914–1997) durante los últimos meses previos a su fallecimiento. Editado originalmente en 2000 como Last Words: The Final Journals of William S. Burroughs por su amigo y asistente personal James Grauerholz, el libro recoge las últimas reflexiones, los últimos comentarios, esas “últimas palabras” de un Burroughs de más de ochenta años, y que recorren distintos planos, tiempos y latitudes del pasado –Saint Louis durante su niñez y juventud, París, Londres y Tánger entre 1959 y1965, Nueva York en los 70– a partir de su contexto presente inmediato en Lawrence, Kansas a mediados de los 90. Este contexto, que encuentra a un Burroughs consagrado aunque algo renegado al respecto, anciano pero ciertamente lúcido, legendario y a la vez sencillo, da cuenta de su cotidianidad repartida básicamente entre el espacio doméstico, algún evento ocasional en su honor o en visitas al hospital (mayormente para recibir su dosis semanal de metadona, su último tratamiento para su adicción a la morfina). Resulta curiosa, y decididamente singular, la situación vital desde la que escribe: de nacimiento anterior a todos sus compañeros de la generación “beat”, Burroughs es un extraordinario sobreviviente a la gran mayoría de ellos, incluyendo a Allen Ginsberg (1926–1996), quien falleciera tan solo unos meses antes(su diario también recoge, de hecho, las últimas palabras del autor de Howl hacia él).¿Qué implican el registro y la textualidad de un diario personal –género textual confesional e híbrido entre la ficción y la no ficción– en una obra formal y estilísticamente compleja como es la de William S. Burroughs? El propio escritor podría esbozar una respuesta: “Verán, una biografía debería componerse de fragmentos desordenados. Empecemos” (96).

 James Grauerholz –quien proveyó a la edición original de una buena cantidad de notas al pie aclaratorias sobre los personajes, lugares y situaciones mencionadas a lo largo de las entradas–, explica en la introducción que el célebre escritor de Naked Lunch (1959) terminó por aceptar unas libretas para anotar sus ideas ya que, en gran parte debido a su artritis y a su falta de ánimo, se le tornaba prácticamente imposible producir cualquier cosa que superara una línea. Según declara el propio Burroughs, estas libretas parecen haberle brindado un cierto orden, o más bien una orden, una nueva dependencia y un analgésico temporal: “Parece que el pobre Burroughs luce bastante mejor. Se está volviendo adicto, eso sí, a la escritura en estas libretas” (101). Esta adicción demanda, al parecer, el despliegue de toda su experticia en diversas materias y la elaboración (acaso no sorpresiva) de un collage textual con el repertorio de tópicos que definieron sus propios textos desde Junky (1952) hasta The Western Lands (1987): literatura del siglo XX, distintos tipos de drogas, sus efectos y su relación con el aparato estatal político represivo para prohibirlas, medios de comunicación y manipulación de la información, experiencias sexuales en ámbitos diversos, diferentes tipos y calibres de armas de fuego, fantasías o elucubraciones sobre espacios y sobre formas de vida alienígenas, personalidades del arte que lo rodearon (desde sus colegas “beat” hasta Brion Gysin), y acotaciones variadas sobre la vida y la cultura de las clases altas (según cuenta en su diario, una de sus ocupaciones cotidianas llegó a ser, por ejemplo, poder recibir el caviar para acompañar su habitual whisky con cola de las tardes). La idoneidad del género para la exteriorización de pensamientos y emociones parece permitirle expresar también su admiración por otros escritores como Conrad, Verlaine y Beckett, comentar su estilo, y valorarlos sobre todo en vistas a sus lecturas del momento –pulp fictions, revistas de entretenimiento general, y novelas de detectives o ciencia ficción–, que por momentos le cuesta finalizar.

Además de lo literario, artístico o intelectual, es muy recurrente en el diario la expresión de su cálido, honesto y profundo amor por los animales y, en particular, por sus gatos. Las entradas, que de hecho se inician con la muerte de una de ellas, remarcan su importancia y una existencia que parece por momentos justificar la propia: “Los lugares ahora vacíos por su ausencia me duelen físicamente. La gata es parte de mí. Desde entonces lloro y grito todas las mañanas de manera inconsolable cada vez que recuerdo [por donde] el gato solía sentarse, moverse, etc. Nada de histrionismos. Simplemente ocurre” (27). Por lo demás, el diario es el medio en el cual asienta sus ideas y opiniones (no siempre felices) sobre el mundo, e incluye varios motivos utilizados en sus novelas, como por ejemplo la referencia al himno nacional de Estados Unidos, utilizado frecuentemente nada menos que para resumir sus críticas a las políticas estatales: “No hay nada que nos mantenga unidos. Lo único que ha mantenido a este planeta electrizado (en sentido literal, con dos polos magnéticos) es la GUERRA. Basta de desempleos. No existen empleos disponibles: las muchedumbres se pavonean enfundadas en uniformes improvisados, blandiendo sables oxidados” (40). En tanto espacio de anotación informal, el diario funciona también como un repositorio de sus sueños (una práctica frecuente y extendida prácticamente a toda la generación “beat”) e incluso de sus ideas y proyectos: “Me acaba de nacer una idea para el guion de una película sobre alienígenas. (…) Un viejo y sabio alienígena: ‘no puedes escapar a las viejas leyes: conflicto = energía = vida = percances = energía = vida. Sin conflicto, tampoco hay vida o energía. Esta es una guerra universal’” (141).

Ahora bien, si el material con el cual Burroughs construye su diario es temáticamente afín al de muchas de sus novelas, su textualidad y sus procedimientos también remiten intermitentemente a ellas. Últimas Palabras constituye entonces un gesto final de reafirmación no solo de una técnica, una estética o un estilo “burroughsiano”, sino de todo un modo de entender y de experimentar la escritura en general. Si bien en un nivel menos extremo, es interesante cómo, de un modo similar al de su “trilogía cut-up” –The Soft Machine (1961), The Ticket that Exploded (1962) y Nova Express (1964)–, Burroughs utiliza algunos “procedimientos multimedia” (es decir, que dialogan con otros soportes, géneros y artes) que caracterizaron esta serie de textos en un género menos obviamente vinculado con la experimentación formal. El desvío tangencial de la narración, la oscilación y mixtura de planos temporales y espaciales y, sobre todo, la repetición (sea de “latiguillos” que aparecen como mantras o actos reflejo, o incluso de párrafos o pasajes enteros) integran entonces, por vez final y de manera definitiva, literatura y vida. Aunque la estructura narrativa del diario es obligatoriamente “continua” debido a su propia materialidad (las libretas y su anillado en oposición a las fichas que solía utilizar) y a la progresión temporal de los días (que por supuesto constituyen también una suerte de “cuenta regresiva”), la repetición de fragmentos a lo largo de las páginas genera un efecto de lectura muy interesante que rompe las expectativas del lectoren tanto remite, por momentos demasiado, al carácter marcadamente plástico de sus ficciones. Al igual que en sus textos de los 60, la conciencia del lector se vuelve una necesidad, una demanda constante y un componente activo del texto; de un hombre que no puede –o no sabe– sino escribir así, constituyéndose y renovándose a partir de la fragmentación, la superposición y la repetición: “Si han de preguntar, yo soy un escritor” (228).

Como prácticamente cualquier variación sobre la vida y la muerte son un tema constante en sus entradas, es interesante que a lo largo de estos nueve últimos meses de vida (valga decir, el mismo tiempo que lleva la gestación y el nacimiento de un humano) una de sus frases-máximas favoritas recurrentes sea “Qui vivra, verra” (“Quien viva, verá”). Un chiste de un hombre que sabe que está sorprendente e inexplicablemente vivo y que, por lo demás, no oculta la autoconciencia respecto de su condición icónica: “Y así, gracias al consumo, ganó también prestigio mi imagen: y con ella, la consideración que de mí se tenía. Soy un descarado ícono cultural. Defiendo la verdad. Detesto a los mentirosos” (65). Además de reconocerse como un ícono de la literatura y la cultura en general, Burroughs no descuida la construcción de dicho carácter ni por asomo. A partir de pasajes ambiguos que funden lo real, lo onírico y la automitificación, Burroughs torna aún más ambiguos los límites entre la ficción y la no ficción: “La última noche, una escena en el baño turco. Vagamente sexual: hmm. Yo [fui] un deleznable monstruo o un narcotraficante, un abusador infantil. Fui [también] adicto al crack, pero solo por añadidura” (41–42).

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es cats-copy.jpg
“¿Saben quién es un amigo verdadero? Quien cuide de tus gatos cuando te mueras” (251).

Con respecto a la traducción, los textos de los autores de la generación “beat” suelen constituir un problema particular básicamente por su apuesta lingüística, temática y formal general. En el marco de una estética de la espontaneidad, la inclusión de registros de oralidad, de un léxico informal o “de nicho”, y la búsqueda experimental con juegos de palabras o neologismos, muchas veces rehúye la asimilación por parte de otra lengua como el español. El diario personal, que estimula y permite expresar la conversación interna a priori sin demasiadas mediaciones, no es la excepción. El de Burroughs tiene la particularidad de incluir numerosos pasajes en verso. En este sentido, aunque el trabajo de Chitarroni en general es bueno y repone aquellos casos en que alguna expresión se torna intraducible, su traducción de estos “poemas espontáneos” no resulta del todo satisfactoria y suena por momentos algo forzada. Lejos de ser un problema mayor, justamente expresa de manera clara la gran dificultad que representa traducir a este tipo de autores.

Caviar, metadona, un corazón y extremidades que no responden como quisiera, amigos que lo cuidan y lo visitan, operaciones de vista que mejoran la puntería con armas de fuego, comentarios sobre el sexo, adopciones y muertes de gatos, sueños, opiniones, premios y reconocimientos, declaraciones de principios, todo ese tejido compone esa gran vida real o mitificada (o ambas) de William S. Burroughs, quien se preocupa, sin embargo, por establecer una y otra vez la clave para leer su sentir actual: “Escriban: la ley es el amor” (69). El amor: ese sentimiento que habla de sus animales, de Ginsberg y Brion Gysin, de la literatura, de sus placeres pasados y actuales, de su praxis literaria. Solo así, evidentemente, puede llegar a pronunciar –a decir, a escribir, a repetir– sus audaces, consagradas y verdaderas últimas palabras: “¿El amor? ¿Qué es eso? El analgésico más genuino que existe: El AMOR” (272).

Nicolás Coria Nogueira (UBA)