Inicio 9 Bibliografía 9 Los cicloramas de la Guerra Civil y el realismo intervencionista de Ambrose Bierce

Abrupto, adj. Repentino, sin ceremonia, como la llegada del disparo de un cañón y la partida del soldado a quien está dirigido.

Ambrose Bierce (1906) 1

Los editores no quieren nada de mí más que novelas, ¡y yo moriré primero!

Bierce a George Sterling (1903)

Durante su apogeo, los cicloramas constituyeron una forma de arte asombrosamente envolvente —precursores no solo de las películas cinematográficas, sino también de las pantallas IMAX— y fueron elogiados en todo el mundo por su verosimilitud. Inventados a finales del siglo XVIII, los cicloramas comenzaron a alcanzar su auge en los Estados Unidos con la presentación de la inigualable obra de Paul Philippoteaux, La batalla de Gettysburg, el 22 de octubre de 1883, en Chicago. El Ciclorama de Gettysburg fue un éxito inmediato que, rápidamente, inspiró la creación de reproducciones y panoramas de muchas otras batallas en todo el país.2 De costa a costa, un máximo de doscientos espectadores se agolpaban al mismo tiempo en plataformas de observación ubicadas en el centro de elegantes rotondas, rodeados por enormes panoramas de escalofriantes escenas de batalla. El combate se extendía aún más al espacio tridimensional por medio del terreno falso y de los dioramas: los cañones, los fusiles, los cadáveres ficticios y los arbustos se incorporaban en diferentes escalas de manera tal que daban la ilusión de integrarse de forma imperceptible en la pintura. El Washington Post publicó que “es incluso más que una representación, es una batalla en sí misma”;3 y el Chicago Tribune comentó que “los soldados muertos y heridos, el humo de los cañones, el estallido de los proyectiles” y “el suelo manchado de sangre” se representan “con un realismo que es casi doloroso”.4 Al combinar la creación de mitos sentimentales con un enfoque mimético del realismo visual, los cicloramas de la Guerra Civil estadounidense asombraban a sus visitantes y, así, rompían con los límites de lo que muchos creían posible en una representación artística.

Michael Fried señaló la existencia de una “divergencia” insuperable entre la pintura y la escritura realistas —la discrepancia de perspectiva presente entre el plano “vertical” de la realidad, o de la experiencia, y el plano “horizontal” de la escritura, el dibujo o la narrativa—, que él define como el problema central de la representación del realismo.5 Sin embargo, el ciclorama complejiza el argumento de Fried, no solo al devolver una representación bidimensional al espacio tridimensional, sino también al amalgamar varios momentos de batallas que se extendieron durante horas, o incluso días, en una sola pintura compuesta, cuyas implicancias no eran solo estéticas, sino también ideológicas.6 Los mecenas y los artistas que emprendieron esos proyectos sumamente técnicos y costosos esperaban que, al tratarse de una forma de arte cultural de masas, el ciclorama de la Guerra Civil pudiera despertar sentimientos de cohesión nacional: las obras como el Ciclorama de Gettysburg intentaban ofrecer una forma de sanación posbélica que tuviera una firme intención reconciliadora con la finalidad de reemplazar las causas y las consecuencias ideológicas de la guerra por mitos unificadores. Esas obras ocultaban “divergencias” históricas ya que ofrecían a los espectadores una representación engañosamente envolvente y confiable del espacio histórico disociado del tiempo histórico. 

Mientras que Fried elabora su interpretación del realismo de Stephen Crane en relación con las pinturas bidimensionales de Thomas Eakins, este artículo comienza analizando los cicloramas para desplazar el foco de atención que se les presta a los estudios del realismo literario estadounidense desde el espacio y la referencialidad hacia el tiempo y el afecto. Los trabajos recientes realizados en este campo dirigieron la atención hacia las relaciones temporales y afectivas que existen entre las obras realistas y sus lectores, las cuales habían quedado relegadas durante mucho tiempo y constituyen, en efecto, el motivo central del realismo intervencionista de Ambrose Bierce presente en Cuentos de soldados y civiles (1891/2003).7 Los epígrafes relacionan el desprecio que sentía el autor por la novela con la intersección de la temporalidad, de la forma literaria y del trauma, que respalda su teoría del arte. Es probable que él haya vivido más batallas que cualquier otro veterano que decidió escribir ficción sobre la Guerra Civil, lo que significa una distinción que de ninguna manera pasa desapercibida en su arte.8 El reciente trabajo de Bessel Van der Kolk sobre la teoría del trauma contribuyó a esclarecer que la experiencia traumática involucra, en términos neurobiológicos, la desintegración de la experiencia afectiva del tiempo, junto con la alteración del funcionamiento de áreas centrales del cerebro responsables del lenguaje y de la narrativa.9 A mi parecer, Bierce traslada las dinámicas neurobiológicas del trauma a sus formas narrativas y, así, crea una distancia entre las modalidades temporales y escalas de tiempo dispares que conforman la experiencia y la memoria históricas —las vicisitudes microtemporales, que transcurren segundo a segundo, las vicisitudes de la experiencia afectiva que se producen en medio de una crisis, durante el transcurso de una batalla o de una guerra, de una década, de un milenio—, las cuales se expresaban de manera implícita en las escenas compuestas de los cicloramas de la Guerra Civil. El realismo de Bierce incita a quienes leen a sentir las fisuras que existen entre los puntos de vista privilegiados temporales y dispares, y a registrar los conflictos y los impactos traumáticos que continúan supurando bajo la superficie lustrosa del mito reconciliador. 

El tiempo afectivo y la forma narrativa

A pesar de haber sido caricaturizado durante mucho tiempo como “Bierce, el amargo” —el espinoso y pesimista satírico cuya visión del mundo se puede reducir a “Nada importa”— el autor formuló una teoría del arte sorprendentemente innovadora en su afán por criticar a sus rivales literarios.10 Al denigrar la novela, calificándola de “cuento inflado” en el Diccionario del diablo (1906/2017), Bierce compara la novela realista con el panorama, por su distensión de la experiencia lectora, y con la fotografía, por sus aspiraciones miméticas:

Al ser demasiado larga para leer de un tirón, las impresiones producidas por sus partes sucesivas se borran consecutivamente, como en un panorama. La unidad, la totalidad del efecto, es imposible, puesto que, a excepción de las escasas páginas que se leen al final, lo único que permanece en la mente es la simple trama de lo que ocurrió antes. La novela realista es para el romance lo que la fotografía es para la pintura. Su principio distintivo, la probabilidad, corresponde a la realidad literal de la fotografía, y la ubica dentro de la categoría de reportaje.11

El panorama constituye una metáfora espacial de lo que Bierce considera el problema fundamental de la temporalidad en la novela realista. En su ensayo “El relato breve” (1897/2002), sostiene que existe un denominador común a todas las artes, dado que “se dirigen a los mismos sentimientos, avivan las mismas emociones y están sujetas a la misma ley y a las mismas limitaciones de la atención humana”.12 Debido a que la novela es extensa y se interrumpe el proceso de lectura, las “impresiones producidas” en el plano afectivo se desvanecen, por lo que el/la lector/a se queda solamente con una comprensión intelectual de la trama. “Puede que sepamos” que varias partes de la novela se relacionan entre sí, concede Bierce, “pero no percibimos ni sentimos la coordinación ni la interrelación”.13

Las referencias que hace Bierce con respecto a la fotografía y a los panoramas aluden a muchas perspectivas diferentes del realismo que ya se habían reconocido para la década de 1890. En una entusiasta carta dirigida a The Dial, publicada en abril de 1893, Hiram M. Stanley identifica tres tipos predominantes: 1) el realismo “ilusorio”, 2) el realismo “científico” y 3) el realismo “superior” o “selectivo”. El propósito del primero es ofrecer una pintura tan realista que el público “la confunda con la realidad”, aunque solo sea “una maravilla”, “más adecuada para el museo de diez centavos que para la galería de arte”.14 Bierce clasificaría el realismo presente en el panorama en esta variedad ilusoriamente mimética. El segundo tipo no se enfoca tanto en la mímesis, en el sentido visual, sino en “el registro perfecto de los hechos”, es decir, busca convertirse en “un registro completo y preciso” de los acontecimientos que transcribe.15 Esa idea caracteriza la crítica que hace Bierce de la novela realista basada en el principio de probabilidad, a la que define como “una historia escrita por un gusano medidor”.16 El tercer tipo, el llamado realismo “superior”, como explica Stanley, trata, en esencia, de un estudio psicológico disfrazado de ficción. Las emociones se presentan desde un punto de vista “puramente intelectual”: “su objetivo es encarnar la verdad, no así la belleza”, y, por lo tanto, el público experimenta una obra de ficción “sin imaginación o emoción alguna y despojada de personalidad”.17 En los tres conceptos de realismo, Stanley subraya el emergente “anhelo de realidad proveniente de la ciencia”, una “pasión por lo real”, que teme que dé como resultado la completa cientifización del arte.18

Las críticas de Bierce al realismo, al igual que las de Stanley, en general adoptan uno de los dos rumbos que Amy Kaplan identifica en la crítica de los años sesenta y setenta: la reducción del realismo a un conjunto de características formales o a la mímesis sin arte. No obstante, las fallas con las que Bierce se obsesiona informan sobre la manera en la que se debe comprender su ficción. A la edad de 71 años, Bierce emprendió el último de sus tantos recorridos por los campos de batalla de Georgia y Tennessee de los que fue testigo durante su experiencia en combate. En abril de 1912, le escribió a George Sterling que Richmond, “una ciudad cuya trágica y patética historia, que se despierta en la memoria por cada cosa que se ve allí, me genera mucha ansiedad y me causa un profundo abatimiento”. Aunque “la historia se remonta unos cincuenta años”, continúa, “siempre me acompaña cuando me encuentro allí, con una mirada seria”.19 Al decir “me genera mucha ansiedad” no se refiere a una irritación, sino a una perturbación más profunda: siente que las conmociones de un pasado traumático resurgen en el presente. En La psicología de los sentimientos, Théodule-Armand Ribot distingue dos tipos de memoria: la “memoria falsa o abstracta” de los sentimientos, en la que no existe más que “la representación de un acontecimiento, acompañado de una nota afectiva” —“tan solo un signo, un simulacro, un sustituto del acontecimiento real, un estado intelectualizado que se añade a los elementos puramente intelectuales de la impresión, y nada más”— y “la memoria concreta, o verdadera, de las impresiones”, que consiste en “la reproducción, propiamente dicha, de un estado afectivo anterior con todas sus características”. Bierce reconoció que la diferencia es palpable: “una emoción que no resuena en todo el cuerpo no es más que un estado puramente intelectual”, como sostiene Ribot, que es precisamente la manera en la que Stanley caracteriza los efectos del realismo selectivo.20 Es preciso aclarar que Bierce intentó invocar los recuerdos concretos —los recuerdos afectivos— en sus impactantes cuentos de guerra. 

Al analizar la ficción experimental de Bierce en comparación con el enfoque realista del ciclorama de la Guerra Civil, retomo el proyecto de Jane Thrailkill, que consiste en redirigir el enfoque desde el realismo hacia un profundo entendimiento: “la toma de conciencia de una experiencia, que implica sentirse “movilizado”, en el sentido dual de involucrarse emocionalmente y de volver a posicionarse con respecto al mundo”.21 La afirmación que hace Bierce de que no solo los conceptos básicos de la trama, sino también las emociones —las “impresiones producidas” en cada momento en diferentes partes de la historia— deben “ser recordadas” por el/la lector/a desde la primera palabra hasta la última anticipa la interpretación de Thrailkill del realismo como “ficción afectiva”. Sin embargo, la crítica y la ficción de Bierce permiten dirigir la atención de manera más específica a la compleja relación que se establece entre la temporalidad de la experiencia lectora y los impactos afectivos que produce la historia en quien la lee.22

El espectacular realismo del ciclorama

Las desavenencias partidistas que existían en la conciencia histórica de los Estados Unidos durante el período de posguerra impulsaron el surgimiento de una variedad de enfoques del realismo, dado que los artistas aspiraban a restaurar un sentido cohesivo de la realidad en una nación fragmentada. Miles Orvell observa que, a finales del siglo XIX, los panoramas, los espectáculos circenses, el teatro popular y otros eventos masivos mostraban una tendencia en la cultura popular a “delimitar la realidad en formas manejables, contenerla dentro de un espacio teatral, de una exposición o de un espacio recreativo delimitados, o dentro del espacio del marco de un cuadro”: “Si el mundo exterior al marco estaba fuera de control”, explica Orvell, “el mundo interior podía, al menos, crear la ilusión de dominio y comprensión”.23 Una de las maravillas más singulares y eficaces de la mitificación del período de posguerra fue, de hecho, el ciclorama de la Guerra Civil, que ofrecía a sus espectadores una experiencia envolvente  dentro de una representación espacial delimitada del pasado histórico con el objetivo de suplantar los recuerdos divisionistas ocultando el marco de la experiencia por completo. 

Ahora restaurada, la reproducción de la obra de Philippoteaux, La batalla de Gettysburg de Boston, el único lienzo que se conserva de un ciclorama de Gettysburg original, emula lo que veía el público de la década de 1880 desde la plataforma de observación. En la rotonda, es el 3 de julio de 1863, el tercer y último día de la batalla de Gettysburg. En el fondo, se observa un paisaje sereno de colinas arboladas, pintadas con una técnica clásica de perspectiva atmosférica; en primer plano, estalla el último enfrentamiento del combate, en el que murieron alrededor de sesenta mil soldados. La legendaria muerte del teniente Alonzo H. Cushing constituye uno de los acontecimientos más prominentes retratados en el primer plano y sirve para posicionar a los espectadores sobre la plataforma de observación en el centro de la línea de combate de los unionistas.24 El ejército de Pickett ataca al frente unionista en Cemetery Ridge, lo que luego se conoció en el imaginario social como el punto de inflexión de la Guerra Civil (Figura 1). Se retrató la batalla más sangrienta de la Guerra Civil de una manera impresionantemente gráfica, prestando una increíble atención fotorrealista a los detalles topográficos e históricos.

El fotorrealismo no es una simple metáfora. Además de entrevistar a los veteranos y de recopilar diarios y otra documentación de primera mano sobre la batalla, Philippoteaux y su equipo solicitaron la ayuda de algunos fotógrafos. Antes de comenzar a trabajar sobre el lienzo, el artista viajó al campo de batalla de Gettysburg y construyó una gran plataforma elevada desde la cual capturar el paisaje circundante. Luego, él y su equipo dibujaron un círculo de unos veinticuatro metros de diámetro alrededor de la plataforma, dividieron el paisaje en diez secciones y, a la vez, separaron cada una de ellas en tres planos: primer plano, segundo plano y fondo. Los fotógrafos capturaron imágenes de cada sección, que luego “se unieron con cinta adhesiva, superpuestas a una cuadrícula”, y finalmente se retrataron sobre el lienzo.25 Este proceso se asemeja a una técnica que recomienda Rembrandt Peale en su manual de pintura Graphics, publicado en el siglo XIX, a la cual Fried hace referencia para demostrar el desafío que supone plasmar una escena real de tres dimensiones sobre un lienzo sin distorsionar la perspectiva. Peale recomienda que el artista sostenga una lámina de vidrio verticalmente, trace sobre ella los objetos reales que ve a través del cristal y, luego, pinte las figuras trazadas sobre el lienzo.26 De manera similar, Philippoteaux comienza fraccionando la escena tridimensional con una cuadrícula y replicando los fragmentos en superficies bidimensionales, en ese caso, fotografías. No obstante, como señala un redactor de Scientific American, lograr una perspectiva fiel en el ciclorama “es una cuestión de cálculos precisos”, por lo que elogia “los detalles técnicos de la construcción [del ciclorama] y la solución de los problemas de la perspectiva cilíndrica mediante la fotografía”.27

Inspirándose en el concepto de objetividad que se tenía de la fotografía, el ciclorama tenía como propósito representar los recuerdos fragmentados y divisivos de la guerra en una imagen cohesiva, compuesta y sinecdóquica. Ian Finseth observa que el surgimiento de la fotografía durante la Guerra Civil “logró que la representación de la ‘realidad’ fuera algo natural”, puesto que “la fotografía, aparentemente, no podía mentir e imponía un modelo de verosimilitud que replicaron los cánones del periodismo profesional, haciendo hincapié en la ‘objetividad’ como el principio fundamental de la labor periodística”. Esa observación dialoga con la crítica anterior que hace Bierce del empeño de la novela realista por lograr “la verosimilitud de la fotografía”.28 Más recientemente, Finseth sostuvo que las fotografías “parecen haber marcado el surgimiento no solo de un nuevo enfoque ‘realista’ de la guerra, sino también de la epistemología visual de la modernidad en sí”.29 Es significativo que las paredes del salón contiguo a la boletería del Ciclorama de Gettysburg de Boston estuvieran revestidas con fotografías de los campos de batalla, de manera que preparaba a quienes lo visitaban para presenciar una representación fáctica y minuciosamente estudiada de la guerra.30

Al integrar la fotografía, la pintura y el espacio arquitectónico, el ciclorama forjó nuevas posibilidades de representación con efectos atractivos. El tamaño descomunal del ciclorama convirtió a la obra en una experiencia deslumbrante: el impactante lienzo del Ciclorama de Gettysburg de Boston medía 111,25 metros de largo y 12,8 metros de alto.31 Los folletos y las reseñas que se conservaron elogian, en especial, los dioramas, que comenzaban en el borde de la plataforma y se extendían unos catorce metros hasta la superficie de la pintura, lo que creaba una ilusión de profundidad muy convincente (Figuras 2 y 3). Los objetos se tornaban más pequeños cuanto más cerca estaban del lienzo y los más cercanos a la pared tenían un tamaño que hacía que se integraran con la pintura de manera casi imperceptible.32 Alison Griffiths señala que, gracias a esa técnica, no se produce la sensación de que exista un marco; mientras que el marco de una pintura suele proporcionar “una ventana que conduce hacia un espacio representado de manera ilusoria”, la escena de la batalla sin enmarcar, exhibida en la rotonda, lograba una “invocación de la presencia” que despertaba en el público “la sensación de ‘estar en un tiempo y lugar diferentes’”.33

Jeffry Uecker sostiene que los cicloramas sanearon la violencia de la guerra al pulir los detalles más ásperos de la contienda y romantizar el heroísmo y la valentía de los soldados que libraron las batallas y murieron en combate.34 Incluso se creó el espacio arquitectónico 

Figura 1. Detalle de la Carga de Pickett en Cemetery Ridge, La batalla de Gettysburg, de Paul Philippoteaux, versión de Boston, exhibida en el Parque Militar Nacional de Gettysburg. Fotografía del Servicio de Parques Nacionales de Estados Unidos. 

www.nps.gov/gett/learn/historyculture/gettysburg-cyclorama.htm.

https://archive.org/details/cycloramaofbattl00bost/page/n2.

Figura 2. Diorama que recrea la batalla de Atlanta, exhibido en el Museo del Ciclorama de Atlanta y de la Guerra Civil. El panorama, La batalla de Atlanta, fue realizado por la American Panorama Company entre 1885 y 1886. Fotografía del Archivo de Carol M. Highsmith, Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, División de Impresiones y Fotografías. www.loc.gov/item/2011631098.

Figura 3. Diorama que recrea la batalla de Atlanta, exhibido en el Museo del Ciclorama de Atlanta y la Guerra Civil (Atlanta, Georgia). Fotografía del Archivo de Carol M. Highsmith, Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, División de Impresiones y Fotografías. https://www.loc.gov/item/2011630674.

con el objetivo de mantener al público alejado del lienzo: las pinceladas son discontinuas e impresionistas, pero están diseñadas para parecer realistas a la distancia.35 Si se observa desde muy cerca, se rompe con la ilusión. Un crítico recuerda una ocasión en la que pudo ver el “detrás de escena” del panorama de Gettysburg y descubrió que “la mayoría de los cañones que se aprecian en primer plano eran de hierro galvanizado, del grosor de una hoja de metal, al igual que los soldados y los carros”, lo que lo dejó más impresionado con “la habilidad del engaño”, pero “completamente desilusionado” al regresar a la plataforma de observación.36 Esos relatos revelan solo una ilusión fina y débil de la realidad: pequeños trucos diseñados para asombrar al público en lugar de forzarlo a lidiar con la caótica desunión del trauma colectivo de la nación. De manera similar, Yoni Appelbaum sostiene que el ciclorama retrata la batalla prestando especial atención a los detalles históricos, desde la topografía general hasta el uniforme de los soldados, pero omite las raíces ideológicas y raciales de la guerra.37 En palabras del autor, “la deslumbrante representación de Philippoteaux de una batalla totalmente desligada del contexto atrajo a una nación que se encontraba tan deseosa de recordar el coraje de los combatientes como de olvidar el objetivo de la lucha”. Appelbaum subraya que la experiencia de observar el ciclorama era tan envolvente que “suplantaba los recuerdos difusos de la guerra” y “congelaba el propio tiempo”. Según Uecker y Appelbaum, el ciclorama logra su objetivo al reemplazar una pluralidad irreconciliable de experiencias y recuerdos de la guerra por una experiencia retrospectiva, sincronizada y compartida en el presente.

Sin embargo, no todos los recuerdos de la guerra se habían desvanecido en el transcurso de esas dos décadas y el enfoque ilusorio del realismo que transmitía el ciclorama no siempre sublimaba los efectos del trauma. En Los sentidos y el intelecto, Alexander Bain describe la manera en que “el sonido de los disparos de la artillería que resuena en el oído y persiste en el cerebro debe seguir el mismo recorrido, y actuar del mismo modo, que cuando se produce el sonido original. … El torrente de sensaciones transcurre por los mismos canales, se apodera de los mismos músculos e, incluso, llega al punto de estimular las sensaciones para que se repitan”.38 En 1887, en una columna publicada en el San Francisco Examiner, el propio Bierce confesó: “Al día de hoy, no puedo mirar un paisaje sin pensar en las ventajas que presenta el terreno para el ataque o la defensa. … No puedo oír el disparo de un fusil sin que se me hiele la sangre. No puedo sentir el olor característico de la pólvora sin recordar las imágenes de los muertos y los moribundos”.39 Habiendo utilizado nuevas tecnologías de neuroimagen en su reciente investigación sobre los traumas, Van der Kolk explica que las experiencias traumáticas provocan una alteración de los procesos mentales de integración, lo que produce emociones intensas y fragmentadas, descontextualizadas del tiempo y el espacio. En situaciones en las que sentimos que nuestra vida corre peligro, se dispara la actividad de la amígdala, encargada de activar la respuesta de lucha o huida. A la vez, se desactiva la corteza prefrontal dorsolateral, encargada de contextualizar las experiencias en el tiempo y atribuirles un significado. Si no podemos escapar de una amenaza y se prolonga la respuesta de lucha o huida, “lo que vemos, los sonidos, los olores y el tacto se codifican como fragmentos aislados y disociados, y el tratamiento de los recuerdos normales se desintegra”; como resultado, “el tiempo se congela, y parece que el peligro actual va a durar para siempre”.40 Debido a que la experiencia traumática implica sensaciones disociadas —además de una alteración de la capacidad que posee el cerebro “superior” para integrar experiencias dentro de una narración y situarlas en el tiempo—, quienes sufren traumas no pueden ubicar la experiencia en el pasado y sentirse a salvo. Los desencadenantes postraumáticos pueden provocar respuestas emocionales idénticas a las experimentadas durante el acontecimiento original; el trauma se revive repetidamente con la misma intensidad con la que se vivió la primera vez. Como explica Van der Kolk, la desintegración temporal y afectiva que produce el trauma hace que la persona permanezca «atascada en el acontecimiento», «como víctima de una experiencia incompleta»41.

Esas recientes consideraciones neurobiológicas sobre el trauma permiten explicar el motivo por el cual muchos de los veteranos que visitaron cicloramas revivieron recuerdos aterradores de la batalla. Numerosas fuentes describen a soldados llorando en las plataformas de observación. Al parecer, un soldado se sintió tan abrumado por el hecho de volver a experimentar la violencia que se obligó a sí mismo a ignorar la batalla y concentrarse únicamente en el paisaje del fondo.42 Un redactor del Washington Post relató la experiencia de un veterano de Gettysburg que, al entrar en la rotonda, “se desorientó por completo” y de pronto creyó que estaba “de nuevo en combate” al señalar un lugar en el que decía haber perdido una cantimplora décadas atrás.43 Otro ejemplo, quizás el más significativo, es lo que escribió John Gibbon en una carta dirigida a Henry Hunt: “Nunca antes había tenido noción de que se podía engañar al ojo humano de manera semejante … No digo más que la verdad cuando afirmo que fue difícil liberar mi mente de la ilusión de que realmente me encontraba en el campo de batalla”.44 Aunque es evidente que Gibbon no estaba hablando en términos neurobiológicos, hace referencia, sin pretenderlo, a la idea de la alteración traumática que se produce entre la experiencia temporal y la afectiva. Esos relatos describen una situación muy diferente a la que proponen Uecker y Appelbaum: no se trata de una cuidadosa deferencia hacia un pasado glorioso, sino de una forma intensa y muchas veces dolorosa de revivir el acontecimiento. Al transformar la guerra en espectáculo e intentar que los estadounidenses vuelvan a sincronizarse dentro de un espacio histórico artificial, descontextualizado del tiempo histórico, el ciclorama no logró dar cuenta de los impactos psicobiológicos de la experiencia traumática que no se pueden controlar.

El “cómico espectáculo” de Chickamauga

Los relatos de guerra de Bierce, compilados en Cuentos de civiles y soldados, intervienen en los enfoques reconciliadores del realismo al reproducir los efectos de una experiencia traumática y, así, desintegran las variadas modalidades temporales y los sentimientos resultantes que conforman la experiencia lectora. En muchos de los cuentos de Bierce, como señala Cathy N. Davidson, los protagonistas sufren una crisis traumática que desestabiliza sus capacidades perceptivas, en las que antes podían confiar, y, en consecuencia, experimentan “una regresión casi infantil”, se deleitan con los “aspectos reprimidos de [su] ser como si fuera la primera vez” y descubren “un placer infantil en el juego desestructurado de los sentidos, que simplemente asimilan un nuevo mundo”, y finalmente experimentan sensaciones y perspectivas que “trascienden la comprensión de una imaginación que estaba aprisionada”.45 No obstante, mientras que Bierce casi siempre delinea el trayecto de la recaída de un hombre adulto, inducida por una crisis, hacia un empirismo más flexible e infantil, “Chickamauga” comienza con el sentido desinhibido de la violencia de un niño de tierna edad y culmina con una reorientación traumática hacia su entorno. 

Thrailkill plantea que la infancia constituye una metáfora central para el método pragmático. En contraste con los tropos románticos de la pureza o la pérdida de la inocencia, “la infancia vista desde una perspectiva evolutiva es, en sí misma, temporal y tiene un desarrollo: es un periodo riesgoso pero inmensamente fructífero de dependencia, aprendizaje y adquisición de la cultura”.46 William James es de la idea de que, en la infancia, los procesos perceptivos están más expuestos a la experimentación y al cuestionamiento, mientras que las impresiones sensoriales de los adultos suelen filtrarse de manera instantánea y lo hacen habitualmente por medio de  sistemas sociales y culturales de clasificación, evaluación y lenguaje”.47 Una y otra vez, el narrador de “Chickamauga” se toma el tiempo para narrar los procesos perceptivos del niño protagonista, que cambian con rapidez, y así reproducir las transiciones que se producen entre sensación y percepción antes de interrumpir abruptamente con sus propias explicaciones reveladoras y precisas. Esto comienza como un juego, pero después se convierte en una de las dinámicas más perturbadoras de la experiencia lectora, una táctica que no solo dramatiza las discrepancias que existen entre la experiencia inmediata de un niño y la representación narrativa, sino que obliga a quienes leen a reconocer su propia presencia y participación como espectadores de la violencia del pasado.

En el párrafo inicial de “Chickamauga”, el narrador introduce al niño mediante un artículo indefinido (a child/un niño) y, a medida que avanza la narración, se refiere a él con el pronombre it (eso)*. Esa despersonalización se amplía por medio de la invocación de una escala temporal evolutiva inesperadamente vasta. El entusiasmo que siente el niño por aventurarse solo en el bosque se debe a los “miles de años” de entrenamiento por los que “estaba habituado a cumplir hazañas memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos críticos eran centurias, cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en peñascos” (22). Ese pasaje sorprendentemente naturalista sitúa la noche de descubrimiento de ese niño particular contra el telón de fondo del tiempo profundo, una escala en la que el narrador puede condensar siglos en una serie de “momentos críticos”. Bierce comienza su relato comprimiendo el tiempo, apresurándose a través de la historia de la humanidad y sus repetidos recursos que apelan al derramamiento de sangre, con el fin de recontextualizar el placer evolutivamente innato que siente el niño por la violencia imperial. Es quizás con algo de ironía, por tanto, que el narrador señala la “nueva felicidad de escapar a toda vigilancia” que siente el niño al adentrarse en el bosque (21). Al comenzar con la descripción de los rasgos evolutivos de la experiencia del niño, el relato marca una ruptura: al tiempo que el narrador imprime en el relato lo que parece ser un impulso impersonal y determinista, reconoce que el niño está experimentando la “felicidad de escapar”. Mientras que los cicloramas ofrecían una experiencia envolvente mediante la supuesta falta de un marco pictórico o narrativo, Bierce comienza centrándose en el abismo que existe entre la microdinámica de la experiencia inmediata del presente del niño y los intentos narrativos de representar —e, inevitablemente, enmarcar— esa experiencia en retrospectiva. 

La vasta escala temporal del párrafo inicial introduce lo que pronto se convierte en una narrativa a escala sobre un niño que se pierde en el bosque durante la primera noche de la batalla de Chickamauga, la segunda batalla más sangrienta de la Guerra Civil, que Bierce experimentó en carne propia.48 El hijo de un soldado veterano sale a la aventura con una espada de madera hecha a mano, que “llevaba (…) con gallardía, como conviene al hijo de una raza heroica” (21). Después de librar y ganar una batalla imaginaria, se asusta de un conejo que se cruza en su camino y, aterrorizado, se adentra en lo profundo del bosque a toda carrera. La escena es entrañable precisamente debido al contraste que se genera entre la respuesta afectiva del niño al conejo —sin aliento y “enceguecido por las lágrimas”, llama a su madre entre balbuceos, su “corazoncito palpitando de terror”— y el conocimiento que tiene el/la lector/a de que el conejo es inofensivo (22). Lo que resulta simpático es la inocente percepción errónea del niño. El protagonista pronto queda agotado y se duerme a la vera de un arroyo que quienes leen tal vez solo reconozcan más tarde como el Chickamauga, y el narrador completa la escena con los cantos de las aves y los sonidos de las ardillas, tan inofensivas como el conejo. 

Sin embargo, enseguida queda claro que la verdadera fuerza de “Chickamauga” reside en la tensión que Bierce genera en los/as lectores/as al describir las ingenuas apreciaciones de la guerra que abren paso al descarado entusiasmo del niño por la destrucción. Al despertarse de una larga siesta y encontrarse completamente perdido de noche en el bosque, ve a la distancia una figura difusa en movimiento. En lugar de revelar de inmediato lo que al niño le cuesta nombrar y definir, el narrador extiende su proceso perceptivo: 

Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no abrigando temor hacia ellos, había deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las orejas largas, amenazadoras del conejo. Quizá su espíritu impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante, ingrato. (23) 

El narrador se esfuerza por detallar la forma en que esa imagen sombría, similar a una mancha de Rorschach, se filtra a través de los preconceptos, los deseos y los miedos del niño. Si bien esos procesos perceptivos suelen suceder con mucha rapidez y frecuencia en la mente de los adultos para poder registrarlos, ese relato prolongado de la experiencia, plagado de interrupciones sintácticas, giros y ambigüedades, dilucida el proceso inseguro de asimilación de sentimientos y pensamientos del niño. Él no solo ha visto imágenes de osos, sino que ha deseado “vagamente” encontrarse con uno, un anhelo subconsciente que influye sobre una de las muchas maneras posibles de identificar la figura difusa que tiene ante sí. Aun así, su reciente encuentro con el conejo y su miedo persistente también interceden en su proceso perceptivo, mezclándose con su curiosidad y complicándola. Los/as lectores/as, que se circunscriben a lo que el niño puede ver y racionalizar, en ese momento sienten perturbación al enterarse de que “el campo abierto que lo rodeaba hormigueaba de aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo” (23). Oscilan entre dos niveles narrativos: la experiencia inmediata del niño y la información que oculta el narrador. 

Una vez que ha logrado perturbar por completo con la sombría imagen de un paisaje abarrotado de figuras moviéndose de manera indefinida, el narrador golpea abruptamente con su comprensión de la situación: lo que el niño ve son soldados mutilados que se arrastran con los miembros que les quedan, “docenas y centenares” de ellos hasta donde alcanza la mirada, de forma que “el suelo mismo parecía desplazarse hacia el arroyo”. La historicidad de la escena es ahora inconfundible: es el 19 de septiembre de 1863, y al final del día siguiente la batalla habrá dejado un saldo de más de treinta mil soldados desaparecidos, capturados, heridos o muertos. “De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto”, nota al pasar el narrador, mientras que otros detenían su marcha para levantar los brazos “como hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común”. Mientras que el narrador presenta una escena espantosa de muerte y mutilación, el niño solo ve que “eran hombres, y sin embargo se arrastraban como niñitos” (24).

Al crear un contraste entre la propia percepción histórica de quienes leen y los sentimientos y pensamientos de un niño que todavía no es capaz de comprender lo que ve, esta revelación momentáneamente despoja a la guerra de sus asociaciones previas y reorienta a los/as lectores/as sobre el modo en que deben representar a los soldados en su mente, por así decirlo. Gerald E. Myers señala que, si bien William James plantea que una sensación pura (como el frío o el calor) es una mera abstracción, solo posible en la infancia más temprana, también admite que hay excepciones.49 James ofrece como ejemplo una versión de la saciedad semántica, y explica que, si se mira fijamente una palabra aislada por un período de tiempo extenso, esta “termina por asumir un aspecto desusado”; observando “desde el papel como un ojo de vidrio, sin ninguna especulación. Allí está su cuerpo, sí, pero su alma ha huido. Ha quedado reducida, por virtud de esta nueva forma de considerarla, a su desnudez sensorial”.50 Como explica Myers, “James concebía las sensaciones como remedios para los momentos desoladores en los que la razón se extravía”.51 Las discrepancias perceptivas de “Chickamauga” contribuyen a la producción de ese fenómeno inquietante y, más aún, desincronizan a sus lectores de la narrativa. Bierce se centra en el contraste que se produce entre dos presentes distintos: el del/de la lector/a y el del niño, o el del/de la lector/a y el de los soldados, quienes yacen desfigurados, agonizando a la vera del río Chickamauga.

La ingenuidad que había llevado al niño a escapar del conejo se convierte en una perturbadora incomprensión de la guerra como una forma de juego. Mientras el pequeño se pasea entre esos soldados sangrientos, observando sus rostros grotescos y pálidos, estos le recuerdan a un payaso que había visto en el circo y comienza a reír con regocijo:

Pero esos hombres mutilados y sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, “haciendo creer” que los tomaba por caballos. Y entonces se aproximó por detrás a una de esas formas rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas. El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio, furiosamente, hizo caer redondo al niño como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco rojo franjeado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso (24).

El niño interpreta erróneamente los horrores de la guerra como si fueran una obra de teatro, pero lo que resulta notable de ese pasaje es la manera en que se hace explícita la posición tácita que ocupa el/la lector/a en la historia. A diferencia de los modos reconciliadores del arte de posguerra, que no reconocían la esclavitud como causa de la guerra y, además, ignoraban el implacable avance de la violencia supremacista blanca como su consecuencia, Bierce obliga a quienes leen a enfrentar su propia historia por medio de la figura de ese joven hijo de un plantador sureño, “el hijo de una raza heroica”, que había montado hombres esclavizados en su plantación mientras se arrastraban sobre las manos y rodillas para complacerlo, “haciendo creer” que eran sus animales. 

Mientras que el/la lector/a es capaz de reconocer la trágica ignorancia de los horrores que el niño tiene ante sí, la transfiguración de esa escena en un espectáculo creado para su propio placer visual se asemeja a las representaciones de las batallas de la Guerra Civil que los cicloramas ofrecen a una multitud de espectadores. El niño trepa un árbol cercano para visualizar la situación “con mayor seriedad”, y contempla mientras “la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo, absoluto” (24). Desde esa posición ventajosa, la vista panorámica reduce la operación militar a la escala de un insecto, retomándose la escala temporal evolutiva invocada en el párrafo inicial. Ese silencio inquietante, la “lúgubre pantomima”, es una especie de perversión oscura del espectáculo del ciclorama, que magnifica la escala espacial para engrandecer, en lugar de degradar, la grave situación de los soldados. Sin embargo, el niño apenas está comenzando a sentir una mayor atracción hacia la escena que tiene ante sus ojos, que no hace más que inspirarlo a dirigir esa marcha grotesca. Mientras que, en el ciclorama, el público confunde el espectáculo con la realidad, el protagonista de Bierce confunde la realidad con el espectáculo.

Para seguir contrastando la mirada retrospectiva del/de la lector/a con la experiencia inmediata del niño, el narrador señala diversos objetos esparcidos por el bosque —mantas, fusiles y otros similares— que en el niño “no provocaban ninguna asociación de ideas significativa”, pero, para quienes leen, sirven como rastros de “las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus perseguidores” (25). Anteriormente, analicé los objetos descartados que yacían dispersos en el primer plano del Ciclorama de Gettysburg y se extendían en el espacio físico de la rotonda como objetos reales y concretos en el diorama. No obstante, en el ciclorama, esos objetos crean un realismo espacial que parece desdibujar el límite que existe entre la realidad histórica y la representación artística, de manera tan rotunda que supuestamente llevó a un veterano de guerra a indicar en el lienzo el lugar en el que había perdido su cantimplora. Asimismo, el ciclorama crea una atmósfera en la que el público está dispuesto a aceptar ver un objeto —un cañón, una piedra o una representación panorámica de una batalla en particular— como una sinécdoque de la fuerte experiencia o el significado profundo de la Guerra Civil. Sin embargo, en “Chickamauga”, esos objetos están mediados de manera mucho más problemática por los ojos de un niño, cuya experiencia difiere de la de los soldados que observa. Al fluctuar entre dos perspectivas distintas —la de la experiencia inmediata del niño y la de un narrador adulto que habla en tiempo pasado—, esos objetos se convierten en “cosas”. Como sostiene Bill Brown, “Temporalizada como el antes y el después de un objeto, la cosidad equivale a una latencia (lo que todavía no se formó o no puede formarse) y a un exceso (lo que queda física o metafísicamente irreducible a objetos)”52. Las “cosas” de Bierce operan de manera estética al poner a los/as lectores/as en sintonía con su posición indeterminada entre las perspectivas dispares que existen en “Chickamauga”. El realismo de esos momentos se logra obligando a quienes leen a lidiar con una distancia temporal y semiótica irreducible que existe entre un objeto que alguna vez fue cotidiano, mundano, como una cantimplora, y su representación como una sinécdoque de la realidad histórica. 

En los últimos y atroces momentos del relato, el niño despierta, después de haber dormido durante una de las batallas más sangrientas de la guerra, y se regocija con la destrucción ardiente que tiene ante sí, “bail[ando] de alegría como bailaban las llamas vacilantes”, ya que, de forma bastante inapropiada, “el espectáculo le gustaba” (26). Sin embargo, su perspectiva sufre inmediatamente un cambio drástico. “Como cambiara de lugar”, el niño comienza a reconocer algunas de las construcciones que se encontraban a su alrededor, hasta que “la plantación entera, con el bosque que la rodeaba, pareció girar sobre su eje”. La sensación de estar perdido y luego deleitarse con un reino de juego desestructurado se transforma en una extraña sensación de que, de hecho, hay algo perturbador y familiar en el centro de esa escena irreal de mutilación y destrucción. “Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden de los puntos cardinales”, puesto que el niño “¡en los edificios en llamas reconoció su propia casa!”. Por medio de esa reorientación geográfica y estética, lo espectacular se fusiona con lo real —y se tornan indistinguibles—, y al final, el niño se da cuenta de que no está en un mundo imaginario, sino que se encuentra de pie sobre su propia plantación con su madre asesinada a sus pies:

Allí, plenamente visible a la luz del incendio, yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas, agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro, enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del agujero desgarrado salía el cerebro, que desbordaba sobre las sienes, masa gris y espumosa coronada de racimos escarlata, obra de un obús (26). 

Por un lado, la escena se representa como si fuera una pintura. El “incendio” confiere claroscuro; se ilustran las vísceras de la madre a través de expresiones vibrantes como “sobre las sienes”, “espumosa” y “coronada de racimos escarlata”, lo que incita a quienes leen a imaginar matices y texturas intensos. Por otro lado, la prolongación del relato desintegra la forma y el significado: los/as lectores/as experimentan lentamente el cuerpo mutilado, un miembro a la vez, antes de que se haga ostensible la identidad de la mujer. 

Al igual que La clínica Gross, de Eakins, la escabrosa imagen que presenta Bierce del cadáver de la madre del niño atrae y, a la vez, repele a quienes leen, aunque el autor se centra más en la experiencia temporal del trauma que en la perspectiva espacial: el relato culmina con un rechazo a suplantar las fuerzas desintegradoras de la experiencia traumática. Tras reconocer el cadáver de su madre, “el niño hizo ademanes salvajes e inciertos” y “lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma, maldito lenguaje del demonio”. Finalmente, “permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas” (26). Hasta ese momento, la experiencia del niño ha sido principalmente visual, mientras que la del/de la lector/a ha sido completamente verbal. Sin embargo, al haber producido varias rupturas entre la perspectiva narrativa y los procesos perceptivos que atraviesa el niño en cada momento, Bierce logra desarticular esas modalidades dispares mientras captura la manera en que el trauma separa la experiencia visceral del lenguaje y, por ende, del relato. Como explica Van der Kolk, “todos los traumas son preverbales”: “nos lleva[n] al borde de la comprensión, desconectándonos del lenguaje basado en la experiencia común o en un pasado imaginable”. Debido a que los traumas inhiben la actividad del área de Broca, una de las zonas del cerebro encargadas de producir el lenguaje, las personas que se encuentran en circunstancias extremas “pueden gritar obscenidades, llamar a su madre, gritar de terror o simplemente callarse”,53 fenómeno que Bierce transfigura en las locuciones frenéticas de un niño sordomudo antes de silenciar la escena por completo. Si bien, al principio de la historia, el narrador interviene en reiteradas ocasiones con el fin de explicar las impresiones ingenuas del niño, al final del cuento quienes lo leen se quedan con una imagen silenciosa y casi inmóvil. Los “labios temblorosos” del niño ofrecen una ligera sensación de movimiento, como si se tratara de una señal de que el tiempo sigue transcurriendo, aunque para el niño, “el tiempo se congela”, en palabras de Van der Kolk. La presencia de las/os lectoras/es se vuelve explícita mientras ven al niño contemplar “las ruinas” del cadáver de su madre y de su hogar, pero no se cuenta con la narración histórica que brinda el ciclorama, que permite asimilar los detalles escalofriantes y sumamente personales de ese trauma que supone un dolor indescriptible. Quienes leen se quedan solo con el temblor y la mirada, con una escena turbulenta, renuente a quedar fija como una fotografía estática o un panorama de guerra compuesto. 

Los relatos de Bierce sobre el trauma presentan experiencias que superan los modos de representación supuestamente objetivos, como la fotografía o el ciclorama, al igual que lo hacen con los enfoques miméticos del realismo que esos modos inspiraron. El temblor que experimenta el niño al final de “Chickamauga”, aunque sutil, es instructivo. En una carta dirigida a Gustav Adolphe Danziger en 1900, el autor insiste en que “toda ‘explicación’ es indescriptiblemente tediosa. … Es mucho mejor no tener nada que explicar y mostrar todo lo que ocurre, en el mismísimo acto en el que ocurre”.54 El llamado de Thrailkill para que se produzca un cambio fundamental desde el realismo hacia un profundo entendimiento resuena con la estética de Bierce, al igual que la recomendación de Finseth de que no se conceptualice el realismo como un género fijo, sino como “un proceso que explora la relación que existe entre la experiencia y el mundo, impulsado por la ansiedad epistemológica y el escepticismo hacia el mito”.55 Al ilustrar la experiencia en movimiento, la ficción de Bierce exige que el/la lector/a preste atención a su propia presencia en la experiencia, tanto en un sentido espacial como temporal. Como afirma Kai Erikson, mientras que el trauma colectivo “se abre paso lentamente, e incluso de manera insidiosa, en la conciencia de quienes lo sufren” y, así, carece del “carácter repentino, que normalmente se encuentra asociado al ‘trauma’”, los impactantes cuentos de Bierce incitan a observar desde puntos de vista privilegiados temporales y dispares y, sobre todo, entre ellos, y a enfrentar las fisuras persistentes y los impactos traumáticos que se encontraban ocultos en la plataforma del ciclorama.56

Universidad de Florida


*Trad. de Agustín Papavero, Lucía Giulietti, Mariana Peredo, Candela Pirolo, Surya Martínez Bek y Paula Steimbach (Residencia de Traducción Técnico-Científica, Traductorado en Inglés, IES en Lenguas Vivas “Juan R. Fernández”), para la Cátedra de Literatura Norteamericana (UBA), 2021.

NdT: En los casos en los que no existe una traducción oficial al español y se mantiene la referencia del inglés, la traducción es nuestra.

Notas

  1. Bierce, A. G. (2017). Abrupto en Diccionario del Diablo. Editorial Verbum; Bierce, A. G. (2002). Escritos desconocidos (Trad. S. Santos Vila). Ediciones Universidad de Valladolid, p. 10. (Trabajo original publicado en 1897). Adaptación de la traducción original de ambos textos.
  2. A partir de la reparación de La batalla de Gettysburg realizada en 2003 por 13 millones de dólares y de la reciente restauración de La batalla de Atlanta por 35 millones de dólares, los cicloramas de la Guerra Civil fueron objeto de un renovado interés, no solo por su complejidad técnica y sus impresionantes dimensiones, sino también por las desavenencias ideológicas que suscitan, las cuales se fueron agudizando junto al deterioro de los lienzos durante 150 años. Los relatos incongruentes sobre las causas y las consecuencias de la Guerra Civil dieron lugar a que se produjeran experiencias contradictorias en la rotonda. El panorama de la batalla de Atlanta, a pesar de haber sido pintado en conmemoración de la victoria de la Unión, fue a menudo recontextualizado por los estadounidenses sureños dentro de las narrativas de “La causa perdida” o del surgimiento del “Nuevo Sur” (Gast, P. {09 de febrero de 2017}. “How do you move history?”. CNN. Recuperado el 25/07/2021 de https://edition.cnn.com/2017/02/08/us/atlanta-cyclorama-big-painting-move-trnd/index.html). El alcalde de Atlanta, Kasim Reed, explicó, en una entrevista al New York Times, que sus padres tuvieron que discutir seriamente sobre si le iban a permitir que visitara el ciclorama en una excursión escolar. El Dr. Gordon L. Jones, curador del Centro Histórico de Atlanta, espera que la restauración y la reubicación del ciclorama contribuyan a disipar los mitos del “Viejo Sur” y aclaren “por qué ya no se trata de esa guerra civil sobre la que te contó tu abuelo” (Blinder, A. {08 de febrero de 2017}. “A Painstaking Mission to Save Atlanta’s Colossal Civil War Painting”. The New York Times. Recuperado el 25/07/2021 de https://www.nytimes.com/2017/02/08/us/a-painstaking-mission-to-save-atlantas-colossal-civil-war-painting.html)
  3. (24 de abril de 1892). “The Battle of Gettysburg”. The Washington Post, 10.
  4. Griffiths, A. (2008). Shivers Down Your Spine: Cinema, Museums, and the Immersive View. Columbia University Press, pp. 60-61.
  5. Fried, M. (1987). Realism, Writing, Disfiguration: On Thomas Eakins and Stephen Crane. University of Chicago Press, p. 79.
  6. Griffiths explica que, a diferencia de los primeros panoramas, a los que describe como «naturalistas», dado que se enfocan en representar un paisaje inmóvil desde un punto de vista muy ventajoso, obras como el Ciclorama de Gettysburg, de Philippoteaux, son necesariamente “compuestas” en cuanto a su forma, ya que amalgaman varios momentos de batallas que se extendieron durante horas, o incluso días, y quedan inmortalizados en una sola pintura. El ciclorama compuesto crea “una visión de la realidad en apariencia completa, pero que en verdad está fragmentada”. Por lo tanto, las tácticas ilusorias del ciclorama ocultan los problemas de representación que Fried pone de relieve, en lugar de comprometerse con ellos y, a la vez, eluden las complejidades que suponen el tiempo y la memoria traumática como problemas de representación del realismo.
  7. Ese cambio comenzó con la intervención de Amy Kaplan en lo que ella caracteriza como los enfoques formales o históricos del realismo estadounidense: el primer enfoque tenía como objetivo identificar las cualidades formales distintivas del realismo, pero ignoraba “el contexto social inserto en esas formas”, mientras que el segundo privilegiaba en exceso la periodización histórica y reducía las obras literarias a su grado de “precisión mimética”, por lo que confinaban por completo la literatura del “escenario de la historia social” ({1988}. The Social Construction of American Realism. University of Chicago Press, pp. 4-5). La autora afirma que ambos enfoques aislaban de manera involuntaria la ficción realista de los verdaderos procesos sociales con los que se tiene que enfrentar. Retomando la línea de intervención de Kaplan, Jane Thrailkill sostiene que los estudios del realismo literario fueron respaldados por una tendencia que vincula “el estatus epistemológico de las obras realistas” con el “positivismo científico”: la idea de que el/la autor/a realista debe mantener una distancia objetiva de los “hechos y objetos” que representa en su obra ({2007}. Affective Fictions: Mind, Body, and Emotion in American Literary Realism. Harvard University Press, pp. 23-24). Thrailkill propone “una genealogía conceptual para crear una nueva forma de entender el realismo literario”, abogando por una mayor atención “a los componentes neurológicos y afectivos de la experiencia humana”: en lugar de “la mímesis, la referencialidad y la fijación”, exige que se reconozca la importancia de “la mediación, la relacionalidad y, sobre todo, el movimiento” en las obras del realismo.
  8. Blight, D. W. (2001). Race and Reunion: The Civil War in American Memory. Belknap Press, p. 244.
  9. Van der Kolk, B. (2015). El cuerpo lleva la cuenta: cerebro, mente y cuerpo en la superación del trauma. (Trad. M. Foz Casals). Editorial Eleftheria, S. L. (Trabajo original publicado en 2014).
  10. En una carta fechada el 12 de septiembre de 1903, Bierce se queja del despiadado mercado literario, y afirma “Toda mi vida he sido odiado y calumniado por todo tipo de personas, excepto por las buenas e inteligentes” e imagina que los críticos literarios deben “pasar noches enteras en vela para inventar nuevas mentiras” sobre él “y nuevos medios para diseminarlas sin ser detectados”. Sin embargo, Bierce anima a la gente como él a que encuentren consuelo en la certeza de que “dentro de unos años estarán todos muertos, exactamente como si tú los hubieras matado. Mejor aún, tú mismo estarás muerto. Por lo que resumo toda mi filosofía en dos palabras: ‘Nada importa’” (Bierce, 2002, p. 10).
  11. Bierce, A. G. (2017). Novela en Diccionario del Diablo. Editorial Verbum. Adaptación de la traducción original.
  12. Bierce, A. G. (2002). “El relato breve” en Escritos desconocidos (Trad. S. Santos Vila). Ediciones Universidad de Valladolid, p.36. (Trabajo original publicado en 1897). Las citas posteriores se indican entre paréntesis. Bierce se inspira en la crítica literaria de Edgar Allan Poe y Brander Matthews, quienes celebraban la “unidad de efecto”, ya que la creían una característica única de la ficción breve. Matthews fue quien acuñó el término “cuento” en su artículo “La filosofía del cuento” (Pacheco y Linares, 1993, p. 59), en el que sostiene que, a diferencia del novelista, quien puede “emplear lo mejor de sus energías en la reproducción fotográfica de lo real” y satisfacer a los lectores mostrándoles “un corte transversal de la vida real”, el escritor de cuentos debe alcanzar un mayor grado de “originalidad e ingenio”.
  13.  Bierce, A. G. “El relato breve”, p.36. {Énfasis agregado}.
  14. Stanley, H. M. (1893). “Communications: The Passion for Realism, and What is to Come of It”. The Dial, 14, 238.
  15. Stanley, H. M. (1893), 239.
  16. Bierce, A. G. (1906). The Devil’s Dictionary, p. 593.
  17. Stanley, H. M. (1893), 240.
  18. Stanley, H. M. (1893), 239-240.
  19. Joshi, S. T. y Schultz D. E. (Eds.). (2003). A Much Misunderstood Man. Ohio State University Press, p. 221.
  20. Ribot, T. H. (1900). The Psychology of the Emotions. Scribner’s, pp. 160-162.
  21. Thrailkill, J. F. (otoño 2006). “Emotive Realism”. Journal of Narrative Theory, 36, 366.
  22. El intento de Lawrence Berkove de conectar “la preocupación de Bierce por el uso de la razón con su preocupación por la humanidad” determinando “los elementos básicos de su pensamiento y describiendo el funcionamiento de sus técnicas literarias” ({2002}. A Prescription for Adversity: The Moral Art of Ambrose Bierce. Ohio State University Press, pp. xiii–xiv) encarna lo que Thrailkill critica como la tendencia a vincular el realismo literario con “‘el valor cognitivo’, en lugar de hacerlo con la experiencia estética: vincularlo con la mente racional, y racionalizadora, en vez de hacerlo con el cuerpo emocional” (“Emotive Realism”, 365). La división tácita y la jerarquización de la mente y el cuerpo son particularmente restrictivas en un estudio sobre Bierce, cuyos relatos exponen, en repetidas ocasiones, la falta de fiabilidad de la mente racionalizadora durante una crisis, destacando, en cambio, el conocimiento del cuerpo sensorial.
  23. Orvell, M. (1989). The Real Thing: Imitation and Authenticity in American Culture, 1880–1940. University of North Carolina Press, p. 35.
  24. (06 de noviembre de 1886). “The Cyclorama”. Scientific American, 296.
  25. Appelbaum, Y. (08 de febrero de 2012). “The Half-Life of Illusion: On the Brief and Glorious Heyday of the Cyclorama”. The Atlantic. Recuperado el 25/07/2021 de https://www.theatlantic.com/technology/archive/2012/02/the-half-life-of-illusion-on-the-brief-and-glorious-heyday-of-the-cyclorama/252747/.
  26. Fried, M. (1987), pp. 78-79.
  27. (06 de noviembre de 1886). “The Cyclorama”, 296.
  28. Finseth, F. I. (2006). The American Civil War: An Anthology of Essential Writings. Routledge, p. 11.
  29. Finseth, F. I. (2013). “The Civil War Dead: Realism and the Problem of Anonymity”. American Literary History, 25, 542.
  30. Harris, J. L. (18 de marzo de 1885). “The Battle of Gettysburg”. Zion’s Herald, 86.
  31. Harrison, N. (julio de 2005). “Virtual Civil Wars”. America’s Civil War, 18, 52.
  32. Appelbaum, Y. (08 de febrero de 2012). “Half-Life”.
  33. Griffiths, A. (2008), pp. 39-40.
  34. Uecker, J. (invierno 2012). “Portland’s Gettysburg Cyclorama: A Story of Art, Entertainment, and Memory”. Oregon Historical Quarterly, 113, 39.
  35. Felten, E. (2017). “The Battle of Gettysburg Painted … in the Round!”. Humanities, 37, 27.
  36. Appelbaum, Y. (08 de febrero de 2012). “Half-Life”.
  37. Appelbaum, Y. (05 de febrero de 2012). “The Great Illusion of Gettysburg”. The Atlantic. Recuperado el 25/07/2021 de https://www.theatlantic.com/national/archive/2012/02/the-great-illusion-of-gettysburg/238870/.
  38. Masson, D. (febrero de 1856). “Bain on the Senses and the Intellect”. Fraser’s, 53, 225.
  39. Fatout, P. (1951). Ambrose Bierce: The Devil’s Lexicographer. University of Oklahoma Press, p. 159.
  40. Van der Kolk, B. (2015), p. 60.
  41. Van der Kolk, B. (2014) en C. Caruth (Ed.), Listening to Trauma: Conversations with Leaders in the Theory and Treatment of Catastrophic Experience (pp. 155-156). Johns Hopkins University Press.
  42. Appelbaum, Y. (08 de febrero de 2012). “Half-Life”.
  43. (24 de abril de 1892). “The Battle of Gettysburg”, 10.
  44. Harrison, N. (julio de 2005), 52.
  45. Davidson, C. N. (1984). The Experimental Fictions of Ambrose Bierce: Structuring the Ineffible. University of Nebraska Press, p. 28.
  46. Thrailkill, J. G. (2012). “Pragmatism and the Evolutionary Child”. American Literary History, 24, 268. Como señala Thrailkill, William James celebra, con frecuencia, la infancia como un tiempo de juego, “un rico y curioso encuentro con el mundo material y su manipulación” (p. 270).
  47. William James sostiene que, aunque tanto las sensaciones como las percepciones implican la existencia de procesos cognitivos, las sensaciones son “los resultados inmediatos que producen las corrientes nerviosas en la conciencia cuando ingresan al cerebro y antes de despertar vínculos o asociaciones con una experiencia pasada”, mientras que la percepción es “una mayor consciencia sobre las cosas”, mediante la cual “las ‘ideas’ que concebimos en torno al objeto se mezclan con la comprensión de su mera presencia sensitiva”, y comenzamos a “nombrarlo, clasificarlo, compararlo” y así sucesivamente ({1900}. Psychology: Briefer Course. Holt, pp. 12-13). En lugar de trazar una línea tajante entre sensación y percepción, como lo habían hecho los filósofos dualistas para aislar la mente/pensamiento del cuerpo/sentimiento, James las sitúa en un mismo continuo: “A veces el anhelo está más ligado a las actividades motrices”, explica, “a veces a las percepciones, a veces a la imaginación, a veces al pensamiento reflexivo” (James, W. {1984}. “On a Certain Blindness in Human Beings” en B. W. Wilshire {Ed.}, William James: The Essential Writings {pp. 328-29}. SUNY Press).
  48. Ray Morris, Jr. trazó varios paralelismos entre las experiencias del niño y las del ejército de la Unión en Chickamauga. Véase (1998) “The Woods of Chickamauga” en Ambrose Bierce: Alone in Bad Company. Oxford University Press.
  49. Myers, G. E. (1986). William James: His Life and Thought. Yale University Press, p. 86.
  50. James, W. (1989). Principio de psicología. (Trad. A. Bárcena). Fondo de Cultura Económica de México. (Texto original publicado en 1918).
  51. Myers, G. E. (1986), p. 86.
  52. Brown, B. (2001). “Thing Theory”. Critical Inquiry, 28 (i), 5.
  53. Van der Kolk, B. (2015), p. 51.
  54. Joshi, S. T. y Schultz D. E. (Eds.). (2003), p. 71.
  55. Finseth, F. I. (2013), p. 538.
  56. Erikson, K. (1976). Everything in its Path: Destruction of Community in the Buffalo Creek Flood. Simon & Schuster, p. 187.