Inicio 9 Bibliografía 9 La novela y los Estados Unidos*

Existe una conexión profunda y particular entre la novela y los Estados Unidos. Una nueva forma de literatura y una nueva forma de sociedad: sus comienzos coinciden con el surgimiento de la era Moderna e, incluso, ayudan a definirla. Vivimos en la era de los Estados Unidos y también en la era de la novela, en una época en que la literatura de un país, sin grandes epopeyas ni tragedias memorables, se ha convertido en modelo para la mitad del mundo.

Por supuesto, sabemos desde hace mucho tiempo que la literatura estadounidense depende, en gran medida, de la reputación literaria de nuestros novelistas. Los géneros poéticos clásicos que revivieron con el Renacimiento ya no eran importantes para la sociedad contemporánea cuando Estados Unidos hizo su aparición en la escena cultural; y sin duda, la lírica nos otorgó escasos y limitados triunfos. No solo en los Estados Unidos, aunque principalmente allí, para gran parte de los lectores, la literatura es nada más que ficción en prosa; y la fantasía endémica de escribir “la gran novela norteamericana” es solo una instancia local de una obsesión más general. Las ideas de grandeza, alguna vez asociadas a la poesía épica, se han transferido a la novela; y ese cambio forma parte de la “americanización de la cultura”, que algunos intelectuales europeos se empeñan en despreciar.

Pero tal como insisten muchos críticos europeos, ¿existe una “novela norteamericana”, un subgénero específico? Si les pidiéramos a estos críticos la definición, nos encontraríamos con términos como “neorrealista”, “violenta”, “naíf” y “antitradicional”, es decir, términos que derivan de una visión general de Estados Unidos como una “anticultura”, un eterno terreno del primitivismo. Esta visión (que ejemplifica muy bien André Gide) encuentra en Dashiell Hammett los mismos valores que en William Faulkner, y es más un síntoma de un mal cultural europeo que una distinción útil y crucial. Es tentador insistir en la refutación de que, lejos de ser una anticultura, somos solo una rama de la cultura occidental y que no hay una “novela norteamericana”, sino variantes locales de las ficciones europeas estándar: la novela sentimental norteamericana, la novela gótica norteamericana, la novela histórica norteamericana, etcétera. Sin duda, ningún subgénero de la novela se inventó en los Estados Unidos. Aun así, las particularidades de nuestras variantes parecen más interesantes y significativas que las similitudes que puedan tener con sus antepasados europeos.

Hay un aspecto en el que nuestra ficción en prosa se distingue inmediatamente de la europea, aunque a los estadounidenses nos cueste confesarlo. En ese sentido, nuestras novelas no parecen primitivas, tal vez, sino perturbadoramente ingenuas, inocentes, casi infantiles. Es notorio que, en las casas norteamericanas, las mejores obras de ficción nacionales se encuentran en la sección infantil de la biblioteca; su nivel de sensiblería es comparable al de un preadolescente. Eso es parte de lo que queremos decir cuando hablamos de la incapacidad de los novelistas estadounidenses de desarrollarse; de forma compulsiva, hacen referencia a un mundo limitado de experiencias, en general asociadas a la infancia, y escriben la misma historia una y otra vez hasta caer en el silencio o la autoparodia. 

Solo hallar un lenguaje, aprender a hablar en una tierra en la que no existen convenciones para conversar, ni expresiones propias de una clase social, ni tampoco diálogo entre las clases o continuidad en el lenguaje literario: todo eso agota al escritor norteamericano. Está siempre empezando, contando por primera vez (sin una tradición real, nunca puede haber una segunda vez) lo que significa estar solo frente a la naturaleza o en una ciudad tan desoladamente solitaria como cualquier bosque virgen. Se enfrenta, además, a otro problema, que ha terminado en un fracaso tanto emocional como creativo, perceptible incluso en el corazón de nuestras obras más importantes. Nuestros grandes novelistas, a pesar de ser expertos en abusos y humillaciones, en el terror y la soledad, tienden a evitar hablar sobre el encuentro apasionado entre un hombre y una mujer, que siempre esperamos en el núcleo de una novela. De hecho, prefieren rehuir a la presencia de mujeres adultas y maduras en sus historias y nos muestran, en cambio, monstruos de virtud o maldad, símbolos del rechazo o miedo a la sexualidad.

Indudablemente, el tema del “amor” en un sentido tan simple no es necesario, de ninguna manera, en todas las obras de arte. En la Ilíada, por ejemplo, y en gran parte de la tragedia griega, su ausencia es evidente; y en la épica de la Edad Media, es periférica, si es que existe. Alda la Bella del Cantar de Roldán es una supernumeraria, y la única figura femenina que recordamos de Beowulf es una figura de terror que emerge de la oscuridad del fondo del agua. El mundo de la épica es un mundo de guerras, y la relación sentimental que predomina es la lealtad entre compañeros de armas; pero hacia el siglo XVIII, la noción del poema heroico sin romance había comenzado a parecer intolerable. Los últimos pseudoépicos del barroco se habían obsesionado con el tema del amor, y el rococó había profundizado en ese tema. Hasta el mismo Shakespeare parecía, según los agustinos ingleses, muy poco preocupado por el “predominio de la pasión” como para lograr que fuera bastante interesante sin necesidad de revisarlo. Por qué, después de todo, Cordelia no sobreviviría para casarse con Edgardo, se preguntaron, y reescribieron El rey Lear para demostrar que ella debía sobrevivir.

La novela, sin embargo, fue precisamente el producto del gusto sentimentalista del siglo XVIII, y comenzó una tradición permanente de ficción en prosa una vez que se imaginó la relación amorosa de Lovelace y Clarissa (un Don Juan desmitificado y una diosa secularizada del amor cristiano). El tema por excelencia de la novela es el amor o, más específicamente —por lo menos en sus comienzos— la seducción y el matrimonio; y en Francia, Italia, Alemania y Rusia, aún en Inglaterra, tan ligada espiritualmente a Norteamérica, el amor de una manera u otra ha permanecido como el tema central de la novela, tan necesario y tan esperado como la batalla en Homero o la venganza en la dramaturgia renacentista. Por otra parte, nuestro gran Urroman del Romanticismo, nuestra antinovela típica, sin figura femenina, es Moby Dick

¿Dónde está nuestra Madame Bovary, nuestra Anna Karenina, nuestro Orgullo y prejuicio o nuestra Feria de las vanidades? Entre nuestras novelas clásicas, por lo menos aquellas anteriores a las de Herny James, quien se ubica tan peculiarmente entre nuestras propias tradiciones y las europeas que rechazamos o alteramos, el mejor intento, cuando se trata de amor, es La letra escarlata, donde ha ocurrido la consumación física del adulterio y toda la pasión se consumió antes de que comenzara la novela en sí. En cuanto al resto, se encuentran Moby Dick y Las aventuras de Huckleberry Finn, El último mohicano, La roja insignia del valor y las historias de Edgar Allan Poe: libros que pasan de la sociedad a la naturaleza o a la pesadilla por una necesidad desesperada de eludir los hechos del cortejo, el matrimonio y la maternidad.

La figura de Rip Van Winkle preside el nacimiento de la imaginación norteamericana; y es apropiado que nuestra primera leyenda exitosa de producción local celebre, pese a su forma lúdica, la huida del soñador de las obligaciones monótonas del hogar y del pueblo hacia las buenas compañías y el barril mágico de ginebra holandesa. Desde entonces, el típico protagonista masculino de nuestra ficción ha sido un hombre en fuga, hostigado en el bosque o en el mar, en el río o en combate, en cualquier lugar, con tal de evadir la “civilización”, es decir, el enfrentamiento de un hombre y una mujer que lo lleva al sexo, al matrimonio y a la responsabilidad.

El mundo de Rip no solo es asexuado, sino que es terrible: un mundo de miedo y soledad, un mundo oscuro; y la novela estadounidense es una novela principalmente de terror. “Largarse para el territorio” o buscar refugio en el bosque parece fácil y tentador desde una perspectiva privilegiada de un hogar irritante y restrictivo; pero una vez que se ha repudiado la civilización, se ha rechazado el cristianismo y se ha dejado atrás el baluarte de la mujer, entonces, el vagabundo se siente sin protección, más huérfano que hombre libre. Sin dudas, existe un sustituto de la esposa o la madre que, probablemente, espera en el corazón verde de la naturaleza: el hombre natural, el buen compañero, pagano y descarado (Queequeg, Chingachgook o el negro Jim). Pero la figura del hombre natural es ambigua, un sueño y una pesadilla a la vez. La otra cara de Chingachgook es Injun Joe, el asesino del cementerio y el perseguidor de cuevas; el negro Jim es también el Babo del Benito Cereno de Melville, el sirviente humilde cuyo nombre significa “papá”, que sujeta la navaja de afeitar en la garganta de su amo y, finalmente, un camarada de piel oscura que se convierte en el “Hombre Negro”, que es un nombre tradicional norteamericano para el mismísimo diablo.El enemigo de la sociedad que se escapa hacia la “libertad” es, a su vez, el paria que huye de su culpa, aquella culpa que siente por huir; y aparecen nuevos fantasmas que lo persiguen a cada paso que da. A la literatura norteamericana le gusta simular, por supuesto, que sus seres espantosos son, después de todo, una broma: el jinete sin cabeza es una farsa, cada manifestación sobrenatural con su explicación racional en la última página. Aun así, nunca logra convencernos. Huckleberry Finn, esa eufórica historia de niños, comienza con el protagonista teniendo a punta de pistola a su padre, quien se volvió medio loco por el delirium tremens y termina (luego de un linchamiento, una exhumación y varias muertes violentas, atenuados por ciertos incidentes cómicos como empapar a un perro en querosén y prenderlo fuego) con el descubrimiento de la muerte sórdida de ese ser. Nada se perdona; a Pap, una persona horrible en vida, lo asesinan brutalmente, lo abandonan en el río y su cuerpo flota hasta una casa abandonada con dibujos obscenos en las paredes. Pero es todo “humor”, por supuesto, un último intento desesperado para convencernos de la inocencia de la violencia, de una diversión buena y pura que surge del horror. Nuestra literatura en su totalidad a veces parece una cámara del horror camuflada como una divertida “casa del terror” de un parque de atracciones, donde pagamos para pasar miedo y donde, en la habitación más recóndita, nos encontramos con espejos que revelan las mil versiones de nuestra propia cara. 

En nuestros libros más perdurables, se recurre a la maquinaria barata que se utiliza en la novela gótica para representar la oscuridad que está en lo profundo del alma humana y de la sociedad. Con razón nuestros autores se mofan de ellos mismos al usar estas estrategias; con razón se trata a la señora Hibbins en La letra escarlata y a Fedallah en Moby Dick de una forma algo jocosa, un poco melodramática, aunque en estos libros cada uno representa el pacto fáustico, el trato con el Diablo, que nuestros autores siempre lo sintieron como la esencia de la experiencia norteamericana. A pesar de cuan burda o irónicamente se lo manipule, el terror es imprescindible en nuestra literatura. No es simplemente el hecho de que el terror llene el vacío que deja la represión del sexo en nuestras novelas, de Thanatos reemplazando a Eros. A través de estas imágenes góticas se proyectan ciertas preocupaciones obsesivas de nuestra vida nacional: la ambigüedad de nuestra relación con el indio nativo y el negro, la ambigüedad de nuestro encuentro con la naturaleza, la culpa del revolucionario que se siente un parricida y último, pero no menos importante, la intranquilidad del autor que no puede evitar pensar que el solo acto de escribir un libro es una rebelión satánica. “Quemado por el infierno”, dijo Hawthorne sobre La letra escarlata y Melville mismo pensaba que su Moby Dick era “un libro maldito”.

El autor norteamericano vive en un país con el que Europa soñó alguna vez y fue al mismo tiempo un hecho histórico; vive en el último horizonte de una visión de inocencia por siempre replegada, en la “frontera”, es decir, en el margen donde la teoría de la bondad original y el pecado original se enfrentan cara a cara. Expresar esta “oscuridad diez veces negra” y vivir con ella en una sociedad en la que, desde el rechazo al puritanismo ortodoxo, el optimismo se convirtió en la principal religión eficaz, es una tarea compleja y difícil.

Fue a la novela al género al que el escritor norteamericano se volcó de forma muy natural, ya que es el único género popular con la magnitud suficiente para contener su visión. Es posible que no haya sido tan sofisticado para darse cuenta de que los géneros cultos como la épica y la tragedia ya habían perdido vigencia; sin embargo, por salir de ese contexto cultural incierto e incompleto, en el mejor de los casos, el escritor se sintió inseguro ante estos géneros. Sus obligaciones lo impulsaron en dirección a la tragedia, pero la tragedia convencional en verso le estaba prohibida; de hecho, uno de los principales problemas técnicos que tienen los novelistas norteamericanos es la adaptación de los recursos no trágicos a finales trágicos. ¿Cómo podía expresarse la visión oscura de los norteamericanos —su obsesión con la violencia y la vergüenza ante el amor— en la novela epistolar sentimental como las de Samuel Richardson o en la novela histórica como las que escribía Walter Scott?

Estos subgéneros de ficción, que se inventaron para satisfacer las necesidades emocionales de una clase comerciante en busca de dignidad o de una aristocracia terrateniente tory consumida por la nostalgia, solo podrían adaptarse a las necesidades de Norteamérica mediante los recursos más desesperados. A lo largo de su vida como escritores, autores como Charles Brockden Brown y James Fenimore Cooper dedicaron (con distintos grados de timidez) todo su ingenio para lograr adaptarse, pero, al final, ni Brown ni Cooper demostraron ser capaces de alcanzar una forma elevada de arte, y los estilos literarios que inventaron han caído, desde entonces, en manos de simples animadores, es decir, novelistas que están dispuestos y son capaces de intentar cualquier cosa excepto la proyección de la visión oscura de Estados Unidos que venimos describiendo. Por otra parte, la novela de Fielding, la “epopeya cómica” seudoshakesperiana con su amplio abanico, su énfasis en los reveses y sus reconocimientos y su enorme sentimentalismo masculino, curiosamente, resultó no tener relevancia en la escena estadounidense y se la continúa considerando un exotismo, eternamente consumida por un público muy variado y convertida en best-seller importado, pero, rara vez, producida en el país para consumo propio.

Es el gótico la forma que ha sido más fructífera en manos de nuestros mejores escritores: entendido en su forma simbólica, su maquinaria y escenografía traducidas en metáforas de un terror psicológico, social y metafísico. No obstante, aunque se las trate como símbolos, la maquinaria y la escenografía del gótico siguen pareciendo artificiales y vulgares. Lo gótico simbólico siempre amenaza con disolverse en sus componentes: la moral abstracta y el teatro de mala calidad. Un problema frecuente de nuestra ficción es la necesidad de nuestros novelistas de encontrar un modo de proyectar los conflictos que contenga todo el terror oscuro de la novela gótica y que, al mismo tiempo, sea aceptable para lectores exigentes, pero, más que nada, para ellos mismos.

Es claro que este modo no puede incluirse entre ninguno de los llamados “realismos”. Nuestra ficción es, en esencia y en el mejor de los casos, no realista, incluso antirrealista. Mucho antes de que se inventara el symbolisme en Francia y se exportara a los Estados Unidos, existía una tradición local y madura de simbolismo. Esa tradición nació de las profundas contradicciones de nuestra vida nacional y se sustentó en la herencia del puritanismo de una forma “típica” (incluso alegórica) de considerar al mundo sensible, no como un mundo real, sino como un sistema de signos que hay que descifrar. Durante mucho tiempo, algunos historiadores de la ficción estadounidense intentaron imponer, de forma errónea, en el transcurso de una breve historia literaria, una noción de “progreso” artístico importada de Francia o, para ser más exacto quizás, de ciertos críticos literarios franceses.

Pero el momento en el que Flaubert soñaba con Madame Bovary era el momento en que Melville encontraba a Moby Dick, y considerar a esta última como una novela “realista” es un error garrafal. Hablar de una contratradición de la novela, de la tradición del “romance” como una influencia en nuestra literatura, no es más que repetir las racionalizaciones de nuestros propios escritores y, sin lugar a dudas, es no ser lo suficientemente específico para que se pueda entender con claridad. Nuestra ficción no solo huye de los datos físicos del mundo real en busca de un ideal (asexuado y sombrío), sino que la ficción de Charles Brockden Brown, William Faulkner, Eudora Welty, Paul Bowles o John Hawkes es, de manera desconcertante y vergonzosa, una ficción gótica, no realista y negativa, sádica y melodramática, es decir, una literatura de lo oscuro y lo grotesco en una tierra de luz y aserción.

Además —y la paradoja final es necesaria ante la absoluta complejidad del caso—, nuestra literatura clásica es una literatura de terror para niños. Autores impactantes de verdad y francamente obscenos no tenemos. Edgar Allan Poe es nuestra mayor aproximación, un niño que juega a lo que para Baudelaire era vivir. Un Baudelaire, un marqués de Sade, un Monk Lewis, incluso un John Cleland eran inconcebibles en los Estados Unidos.1

Nuestras flores del mal se recogen para el ramo de la niñita, nuestras novelas de terror (Moby Dick, La letra escarlata, Huckleberry Finn y los cuentos de Poe) se incluyen  en las listas de libros aprobados por los comités de padres, que, a su vez, se alteran por las últimas historietas. Si esos censores no se inmutan ante la necrofilia ni tiemblan por el libro cuyo lema secreto es “No te bautizo en el nombre del Padre… sino del diablo”, ni temen al joven cuyo héroe, en su mejor momento, grita: “Está bien, iré al infierno”, es porque se trata de otra ironía de la vida en una tierra donde los escritores creen en el infierno y los guardianes oficiales de la moral, no.
Sin embargo, nuestros autores son tan responsables como las asociaciones de padres de familia por la confusión en torno a la verdadera naturaleza de sus libros. Aunque les hayan susurrado su secreto a sus amigos o se hayan confesado a través de cartas privadas, en sus obras propiamente dichas adoptaron el camuflaje que la prudencia les dictaba. Querían ser incomprendidos. Huckleberry Finn es solo el ejemplo supremo de un subterfugio típico de nuestros novelistas clásicos. Hasta el día de hoy, en algunos sectores, es un sacrilegio insistir con que este libro no es, por fin, ni el más alegre ni el más decente. Se toma casi literalmente la advertencia irónica de Twain a los cazadores de significados, publicada justo antes de la página del título y se tilda de metido y chismoso al crítico irreverente que comenta los niveles de terror y evasión del libro. Uno tiende a preguntarse: ¿por qué? ¿Por qué la tergiversación y la ignorancia?

Tal vez toda esa forma extraña que tiene la ficción norteamericana surge simplemente (como siempre están dispuestos a asegurarnos los europeos simplistas) porque, si no existe una sexualidad real en la vida estadounidense, difícilmente pueda haberla en su arte. Pedirles a los escritores que intenten retratar lo que no podemos lograr en nuestras relaciones personales o, incluso, pedirles a los críticos que lo obvien sería en vano. Ciertamente, muchos de nuestros novelistas así lo entendieron o fingieron hacerlo. A lo largo de La letra escarlata, hay un trasfondo lúgubre constante, una serie de acotaciones en las que Hawthorne condena la disminución sexual de las mujeres estadounidenses. Con ciertas similitudes, Mark Twain en 1601 muestra la diferencia entre el vigor de las isabelinas inglesas y sus descendientes norteamericanas, contrastando la utopía sexual de la Inglaterra precolonial y un Estados Unidos derrotado en el que los hombres copulan “una vez cada siete años”, y la escena pornográfica termina con la imagen patético-cómica de la lujuria impotente de un viejo que “no se volverá a parar”. De todas maneras, a esta pseudonostalgia no se la puede tomar demasiado en serio, ya que, de hecho, puede ser la proyección de una mera debilidad y fantasía personal. Está claro que fuera de sus libros, Hawthorne y Twain parecen no haber buscado, sino huido de la mujer imaginaria lujuriosa y de pechos turgentes a la que las damas estadounidenses presumiblemente habían rechazado. Ambos se casaron de grandes con solteronas pálidas, hipocondríacas, unas inválidas intelectuales, como si hubiesen querido afirmar públicamente que ellos no buscaban sexo en el matrimonio, sino cultura.

Esas consideraciones nos dejan atrapados en el dilema del huevo y la gallina. ¿Cómo puede uno saber si la calidad de la pasión en la vida norteamericana se ve afectada por una falla en la imaginación del escritor o viceversa? Aquello a lo que se lo llama “amor” en la literatura es una racionalización, una manera de aceptar la relación entre el hombre y la mujer que hace justicia, por un lado, a ciertos impulsos biológicos y, por otro, a ciertas convenciones de ternura y cortesía generalmente aceptadas; y la literatura, que expresa y define esas convenciones, tiende a influir en “la vida real” más de lo que esa vida influye en ella. Para bien o para mal y por las razones que fueran, la novela norteamericana no es igual a sus prototipos europeos, y una de las diferencias principales resulta del tratamiento cauteloso que se le da a la mujer y al sexo.

Escribir, entonces, sobre la novela norteamericana es escribir acerca del destino de ciertos géneros europeos en un mundo de experiencias desconocidas. No es solo un mundo donde el cortejo y el matrimonio han sufrido un cambio profundo, sino un mundo donde se están perdiendo las distinciones de clase tradicionales; un mundo sin una historia representativa o sin un pasado sustancial; un mundo que ha dejado atrás el terror de Europa no por la inocencia con la que soñaba, sino por las culpas nuevas y especiales asociadas a la destrucción de la naturaleza y la explotación de las personas de piel oscura; un mundo condenado a recrear la infancia imaginaria europea. La novela norteamericana es única y, finalmente, norteamericana; su aparición es un acontecimiento en la historia del espíritu europeo, como lo es la creación de Norteamérica en sí.

II

Pese a que, para entender el destino de la novela estadounidense, es necesario comprender qué prototipos europeos existían cuando comenzó la literatura norteamericana, así como cuáles florecieron y cuáles desaparecieron en nuestro suelo, es aún más importante comprender el significado de aquel momento, a mediados del siglo XVIII, que dio origen tanto a la democracia jeffersoniana como al sentimentalismo richardsoniano: al mito de la revolución y al mito de la seducción. Cuando Charles Brockden Brown, el primer autor profesional norteamericano, envió un ejemplar de su Wieland, o La transformación a Thomas Jefferson en 1798, debió haber tenido, debajo de sus modestas observaciones, algún sentido de su afinidad y la del presidente con la revolución. “Me veo, por lo tanto, obligado a esperar —escribió Brown— que… el hilo de ideas elocuente y sensato… sea considerado por Thomas Jefferson con tanto respeto como el que tengo… yo”. Sin embargo, si Jefferson tuvo acaso tiempo de leer la novela de Brown, no dejó registro; lo único que sabemos es que en general aceptaba las “obras de la imaginación” por ser capaces, más que la historia, de “poseer la virtud en las mejores formas posibles y el vicio en las peores formas imaginables”. Es una mirada muy escalofriante y racional sobre el arte y, tal vez, un indicio suficiente de la desesperación de Brown por intentar, en aquellos años sensatos, vivir de la escritura.

Aun así, a pesar de que ningún novelista profesional realmente serio iba a encontrar un público que lo apoyara en los Estados Unidos dentro de los próximos veinticinco o treinta años, el instinto de Brown no le había fallado. Él y Jefferson estaban comprometidos con un mismo propósito; la novela y Norteamérica no surgieron al mismo tiempo por accidente. Son las dos grandes invenciones de la mente burguesa y protestante de aquel momento; por un lado, entre el racionalismo y el sentimentalismo y, por el otro lado, entre el impulso del poder económico y la necesidad de una autonomía cultural. La serie de acontecimientos que incluye la revoluciones francesa y norteamericana, la invención de la novela, el surgimiento de la psicología moderna y el triunfo de la lírica en la poesía, se suma a una revolución psíquica, como también social. Esta revolución, vista como un vuelco de ideas y de formas artísticas, tradicionalmente se la denominó “Romanticismo”; pero el término es muy acotado, define muy poco y es poco preciso, y da lugar a otras distinciones sin sentido entre el Romanticismo propiamente dicho, el Prerromanticismo, el Sturm und Drang (“tormenta e ímpetu”), el Sentimentalismo, el Simbolismo, etcétera. Parece que a todo este acontecimiento continuo y complejo se lo prefiere llamar sencillamente “la Ruptura”, que enfatiza así la entrada en escena de una nueva voz en el diálogo del hombre occidental con sus diferentes yos.

La Ruptura se caracteriza no solo por la separación de la psicología de la filosofía, el desplazamiento de los géneros tradicionales principales por la lírica personal y la ficción en prosa analítica (lo que supone la subordinación de la trama al personaje); también se caracteriza por la divulgación de una teoría de la revolución como un bien en sí mismo y, principalmente tal vez, por un concepto nuevo sobre la introspección. Uno se siente casi tentado de decir, entonces, que en ese momento en el que esta mentalidad estaba, por un lado, entre la invención de un nuevo tipo de yo y un nivel de consciencia nuevo; y por el otro, por lo que ha estado ocurriendo desde el siglo XVIII, parece más el desarrollo de un órgano nuevo que el mero descubrimiento de una nueva forma de describir las experiencias viejas.Fue Diderot quien representó una primera conciencia real de que el hombre es dual hasta lo más profundo de su alma, una presa de las psique en conflicto que lo forman. El conflicto, por supuesto, siempre se había sentido, pero tradicionalmente era descripto entre el hombre y el diablo, o entre el cuerpo y el espíritu; que las partes de la disputa fueran tanto el hombre como el espíritu fue una insinuación revolucionaria. En su seminovela, El sobrino de Rameau, Diderot proyectó las divisiones conflictivas dentro de la mente del hombre como el filósofo y el parásito, el racionalista y el experimental, debatiendo continuamente el origen de la razón en comparación con el impulso. Y en su obra pornográfica Las joyas indiscretas, el autor propone otra versión del mismo diálogo: los genitales hechizados (e indiscretos) dicen la verdad que la boca no confiesa, como una defensa alegórica de la pornografía, disfrazada de una obra pornográfica. El mismo año en que la novela Clarissa de Richardson se publicó, el libro perdurable y obsceno de John Cleland, Fanny Hill, causaba revuelo. La pornografía y la obscenidad son, sin dudas, símbolos de la época de la ruptura. No solo las novelas religiosas, sino también las eróticas muestran el surgimiento de las emociones ocultas (lo que en ese período se llamaba eufemísticamente “cuestiones del corazón”) en la alta cultura. Tan influyente como Diderot (o Richardson o Rousseau) en el bouleversement del siglo XVIII, es el marqués de Sade, quien se posiciona casi emblemáticamente en el cruce de la psicología profunda y la revolución.

De Sade no solo arrojó nueva luz sobre la ambivalencia de la mente interior, revelando la oscuridad real y el terror implícito en el impulso en el que el neoclasicismo (que se rebelaba en contra de los conceptos del pecado del cristianismo) se había contentado con celebrar como un simple “placer” o una “galantería” amable; puede que de Sade hasta haya causado ese asalto simbólico de una prisión casi vacía que dio comienzo a la Revolución Francesa. De Sade mismo, siendo prisionero en la tour de la liberté de la Bastilla, con un altavoz improvisado hecho con un tubo y un embudo, les pedía a gritos a los transeúntes que rescataran a sus compañeros de celda a los que se estaba degollando y repartía entre la multitud que se acercaba volantes escritos a mano con quejas de las condiciones en la cárcel. El 3 de julio de 1789, lo transfirieron a otro lugar para garantizar “la seguridad del sitio”, pero no antes de que comenzara a escribir Justine, o los infortunios de la virtud, ese fruto perverso de las novelas de Richardson, y así empezó a crear el primer ejemplo de pornografía revolucionaria. Fue el marqués de Sade quien para la ruptura se convirtió en el más inflexible y espectacular vocero: el hombre condenado que juzgaba a los jueces, el pervertido que ridiculizaba lo normal, el abogado de la destrucción y la muerte que se burlaba de los defensores del amor y la vida; pero su reductio lógicamente ocurrió tras conjeturas que compartieron Jefferson y Rousseau, Richardson y Saint-Just. Todo lo sospechoso, marginado y rechazado se propone como fuente de lo correcto. Antes de la ruptura, nadie, ni cristiano ni humanista, dudaba de la inferioridad de la pasión a la razón, del impulso a la ley; y aunque en términos sofistas sea posible justificar todos los reveses del siglo XVIII citando el versículo que dice que los últimos serán los primeros, el cristianismo está muerto desde el momento en que se da esa justificación. La Ruptura es profundamente anticristiana aunque no siempre esté dispuesta a mostrarlo. Hay una breve época de transición en la que la Ilustración y el Sentimentalismo existen en simultáneo, cuando todavía es posible fingir que la razón verdadera y el sentimiento verdadero, los impulsos de la pasión y las máximas de la virtud son idénticos, y son todas manifestaciones similares del Dios ortodoxo. Pero el Sentimentalismo cede el paso rápidamente a la rebelión romántica; en cuestión de meses, Don Juan, enemigo del Cielo y la familia, ha sido transformado de villano a héroe; y antes de que el proceso finalice, el público aprendió a sentir pena por Shylock en vez de reírse de él sobre el escenario. Los rebeldes y marginados legendarios Prometeo y Caín, Judas y el judío errante, Fausto y Lucifer mismo, son uno por uno redimidos. El parricidio se convierte en un objeto de veneración y los turistas (entre ellos el buen extranjero norteamericano, Herman Melville) se llevan a casa el ícono de la pintura de Guido Reni, Beatrice Cenci, ¡asesina de su padre!

El proceso es continuo y casi universal. Incluso los valores del lenguaje cambian: “gótico” pasa de ser un término de desprecio a una palabra para describir y luego elogiar, y “barroco” hace la misma transición de forma más lenta; mientras tanto, los términos que alguna vez se usaron honoríficamente para describir los rasgos deseados —“condescendencia”, por ejemplo— se convierten en indicadores de desaprobación. Se glorifica al niño por encima del hombre, a la campesina por encima de la cortesana, al hombre negro por encima del blanco, a la balada tosca por encima del soneto refinado, al llorón por encima del pensador, a la colonia por encima de la madre patria, al plebeyo por encima del rey, a la naturaleza por encima de la cultura. Al principio, todo esto es un juego: las damas de la corte, vestidas de pastoras, se columpian en el aire para mostrar sus piernas con una timidez muy diferente al abandono de las niñas que pretenden imitar. Pero en un breve momento, Jean-Jacques Rousseau se desmaya en el camino a Vincennes y se despierta con el chaleco empapado en lágrimas; de repente, todo está claro. Lo que sea que estaba abajo ahora está arriba, y el inconsciente surge de la oscuridad; se levantan barricadas y la novela se convierte en la forma reinante; el judío sale abiertamente del gueto, y hombres que, en otros aspectos podían ser sensatos, empiezan a colgar cuadros de árboles y ganado en la pared. Las conjunciones son graciosas por su carácter inesperado y variado. 

Es difícil decir qué era causa y qué efecto en el complejo desorden; todo parece el síntoma de todo lo demás. Sin embargo, en lo profundo del nexo de las causas (los dioses deben morir para que nazcan nuevos géneros) estaba esa “muerte de Dios” que aún no dejó de perturbar nuestra paz. En algún momento cerca del comienzo del siglo XVIII, el cristianismo (más precisamente, quizás, esa conciliación desesperada de finales de la Edad Media y principios del Renacimiento, el humanismo cristiano) comenzó a desgastarse. No se trataba meramente, ni siquiera principalmente, de la destrucción del poder político y social de una Iglesia u otra, mucho menos de la pérdida del control económico de los sacerdotes. Las divisiones dentro del cristianismo sin duda contribuyeron al colapso final, pero tal vez sea mejor considerarlas como manifestaciones, y no como causas de la inseguridad en relación con el dogma, que estaban operando profundamente en su interior. El cristianismo institucionalizado, de cualquier forma, comenzó a desmoronarse cuando su mitología ya no fue capaz de controlar ni revivir la imaginación de Europa.

Las fuerzas motoras más oscuras de la psique se negaron a seguir aceptando los nombres y rangos por los que habían sido degradadas durante casi dos mil años; una vez adoradas como “diosas”, las habían convertido en demonios por decreto, pero ahora se agitaban de nuevo en descontento. En especial la Gran Madre, despreciada por la más patriarcal de todas las religiones (para los hebreos, era Lilith, la dama de la oscuridad que fue ambiguamente redimida como la Santísima Virgen y negada una vez más por un protestantismo hebraizante), reclamó que se la honre una vez más. La misma distinción entre Dios y el diablo, en la que se había apostado durante tanto tiempo el equilibrio psíquico de Europa, estaba amenazada. No importaba que algunas personas (principalmente mujeres) siguieran yendo a la iglesia, o incluso que resurgieran sectas sobrevivientes; cada vez menos y menos hombres vivían según las leyendas de la Iglesia, y las imágenes de los santos representaban no mitos vivientes, sino “mitología” en un sentido literario.

El aumento de la conciencia (una conciencia, sin duda, compartida al principio solo por un puñado de pensadores avanzados) sobre esta catástrofe cósmica tuvo un efecto doble: una sensación de euforia y un espasmo de terror, al que corresponden las dos etapas iniciales y superpuestas de la ruptura. En primer lugar, estaba la convicción de la era de la razón y sus portavoces, los philosophes, sepultureros del Dios cristiano, del que ellos —y toda la humanidad— eran por fin libres, libres de la superstición y la ignorancia patrocinadas durante tanto tiempo por los sacerdotes para sus propios fines egoístas. Aquellos demonios que los primeros apologistas cristianos habían traducido de las diosas de la antigüedad les parecían a los philosophes invenciones ociosas de la misma Iglesia: cucos para asustar a los devotos y llevarlos a la sumisión incondicional. Incluso el Dios cristiano les parecía un invento, demoníaco e irracional. En el universo imaginario presidido por su propio “autor de la creación”, no podría haber lugar para el misterio o la oscuridad. Una vez que “l’infame”, la Iglesia escandalosa, hubiera sido aplastada, todos los monstruos serían eliminados para siempre, y el hombre podría emprender su larga y desconcertada marcha hacia la perfección en un mundo dulce, luminoso y ordenado. Precisamente esa visión, aunque modificada por las circunstancias, impulsó a los intelectuales deístas que fundaron los Estados Unidos, en especial a ese Thomas Jefferson a quien C. B. Brown, seguidor de los philosophes, le ofreció su novela gótica. 

La leyenda de Norteamérica, un hecho tanto de la imaginación como de la historia, ha sido moldeada por los ideales de la era de la razón. Sin duda, la mente europea había soñado con un Occidente absoluto durante siglos antes de la Ilustración: Atlantis, Ultima Thule, las islas Occidentales, un lugar de refugio más allá de los mares, al que el héroe se retira para esperar el renacimiento, una fuente de nueva vida en la dirección del sol poniente que parece representar la muerte. Sin embargo, Dante, al borde de una era que convertiría el sueño en una realidad de exploración, proféticamente había enviado a la destrucción en Occidente a Ulises, el explorador arquetípico. La dirección de su viaje hacia el oeste a través del gran mar se identifica con la siniestra mano izquierda; y el propio Ulises viene a representar la negativa del hombre a aceptar los simples límites del deber tradicional; “ni el cariño por mi hijo me contuvo, ni de mi viejo padre la ternura, ni el amor de Penélope me abstuvo, de correr por doquier a la ventura, por conocer el mundo como experto, y al hombre con sus vicios y cultura”.2 Es un epígrafe lo bastante apropiado para representar ese ansia de experiencia que creó a Norteamérica. De hecho, hay algo blasfemo en el mismo acto por el que se estableció Estados Unidos, un gesto de desafío que comenzó con la ruptura simbólica de las columnas de Hércules, consideradas por mucho tiempo los signos divinos del límite. 

Sin duda, los poetas del catolicismo posterior se esforzaron por reformular el sueño de Norteamérica en términos viables para su imaginación de la contrarreforma, para forjar un mito que sirviera a nuevas exigencias políticas. Sin embargo, es la visión de la Ilustración sobre los Estados Unidos, más que la de la Iglesia, la que se escribió en nuestros documentos y se ha convertido en la sustancia de nuestro sentido más profundo de nosotros mismos y de nuestro destino. Si Norteamérica hubiera seguido siendo latina, la historia podría haber sido diferente; pero el propio Jefferson presidió la compra del territorio de Luisiana, que resolvió esa cuestión de una vez por todas y para siempre. A veces la historia ofrece ocasiones simbólicas adecuadas, y seguramente una de ellas es la escena en la que Jefferson y Napoleón, idénticos herederos de la era de la razón, preparan el camino a Lewis y Clark, es decir, a los primeros actores de nuestra propia obra de un Occidente en perpetua retirada. Napoleón, debe recordarse, fue el patrocinador del pintor Jacques-Louis David y Jefferson, el planificador de Monticello; buenos neoclasicistas los dos, colocan firmemente al mito norteamericano en la tradición clasicista y neorrománica de finales del siglo XVIII. El Nuevo Mundo es, por supuesto, en cierto sentido más antiguo que Europa, una reserva de lo primitivo, el último refugio de la virtud antigua; de hecho, los escritores y los artistas de la época imperial nunca pudieron diferenciar por completo a los norteamericanos, de piel roja o blanca, de los habitantes de la República romana. El rostro de George Washington, retratado en bronce por Jean-Antoine Houdon, es el más honorable romano de todos, o, en palabras de lord Byron (ya un cliché), “el Cincinato del Oeste”. 

Pero Estados Unidos no es exclusivamente el producto de la Ilustración, ni siquiera en el área de la leyenda. Detrás de su fachada neoclásica, nuestra nación está sostenida por un sueño sentimental y romántico, el sueño de escapar de la cultura y una renovación de la juventud. Junto a los philosophes, con quienes al principio parecía estar tan de acuerdo que ellos casi no sospechaban que era su mayor enemigo, estaba Rousseau. Su persuasiva visión de una sociedad que no está afectada por su cultura es la que dejó la impronta más significativa en la mente norteamericana. Los herederos de Rousseau son Chateaubriand y Cooper, los causantes de que el mundo de las togas y las cejas de mármol y el heroísmo antiguo sea reemplazado por la escena silvestre, a través de la cual el refugiado melancólico se arrastra en búsqueda del misterioso Niágara, o donde Natty Bumppo, el salvador vestido de gamuza, se apoya sobre su largo rifle y presta atención al sonido de las ramas que se rompen. El rostro de bronce de un Washington con peluca da paso a la imagen de un joven Abe Lincoln partiendo troncos en un claro de Kentucky. 

El sueño de la República es bastante diferente al de la Revolución. La imagen de sangre y fuego como ritual de purificación, la necesidad de cortarle las alas a lo que está volando, degradar la imagen inmemorable de la autoridad, imponer la igualdad como la principal ortodoxia —todo esto viene de la Encyclopédie, quizás, como ideas abstractas—; pero el espíritu con el que lo vivían era de un Romanticismo completamente desarrollado. La Revolución de 1789 (para la cual la nuestra fue un ensayo general ideológico) puede que haya establecido a David como su intérprete oficial, pero le dejó el mundo a Delacroix; y aunque entronizó a la Ilustración como su diosa, se preparó para una musa más rebelde. 

En el Sentimentalismo, la era de la Ilustración se disuelve en un libertinaje de lágrimas; la sensibilidad, la seducción y el suicidio persiguen a su arte incluso antes de que los fantasmas y cementerios tomen el control, imágenes extrañas de la oscuridad para marcar el comienzo de una época de liberación del miedo. Y debajo de ellas acecha la comprensión de que la “tiranía de la superstición”, lejos de ser un invento de un sacerdocio maquiavélico, era una proyección de inseguridad y culpa internas profundas, un mundo oculto de pesadillas no abolidas por manifiestos ni contenidas por barricadas. Los horrores finales, tal como la sociedad moderna ha llegado a comprender, no son ni dioses ni demonios, sino aspectos íntimos de nuestra propia mente.  

* Leslie Fiedler, “The Novel and America”, en A New Fiedler Reader, Prometheus Books, Nueva York, 1999. p. 131-146. Traducción de Magdalena Cepeda, Daniela Da Torre, Luciana Di Benedetto y Celeste Dondi, en el marco de la Residencia del Traductorado Técnico-Científico y Literario en Inglés de la ENS en Lenguas Vivas Sofía Broquen de Spangenberg, Cátedra Rogante.

  1. En los últimos años, la situación parece haber cambiado drásticamente, quizás, en parte, porque el gusto de los chicos ha cambiado, ya que el “período de latencia”, que para Freud era inalterable, tiende a desaparecer. En cualquier caso, la línea divisoria entre la “pornografía” y la literatura respetable se ha desdibujado y ciertos temas tradicionales de la literatura norteamericana —como el amor de hombres blancos y negros, por ejemplo, y la denostación de las mujeres— se representan con detalles sexuales explícitos. De hecho, esos detalles se vuelven necesarios en lugar de estar prohibidos, a medida que el puritanismo estadounidense aprende a adaptarse. Hay un largo camino entre James Fenimore Cooper y James Baldwin o entre Herman Melville y Norman Mailer, pero, aunque nuestros sueños se han vuelto claramente más eróticos, el eros norteamericano no ha cambiado en realidad. Seguimos soñando con la mujer muerta y con nosotros en los brazos de nuestros amantes morenos.
  2. Cita extraída de La divina comedia de Dante Alighieri en traducción de Bartolomé Mitre. (Centro Cultural Latium, 1922). N. de T.