Inicio 9 Bibliografía 9 «Jean Baudrillard: America»

Durante setenta años tras su independencia, dado que los escritores franceses veían Norteamérica con esperanza y los ingleses con descontento, algunas de las mejores observaciones sobre Norteamérica las hicieron los franceses y la mayoría de las peores, los ingleses. Los franceses que viajaban a Norteamérica en el siglo XVIII vieron a un pueblo emancipado por sí mismo, unido para formar la primera república considerable del mundo: la precursora de su propia revolución. Notaron la humillación de la Albion perfide, su propio y antiguo enemigo. Lo que Norteamérica era, a los ojos de Condorcet, Crèvecoeur y Volney, podía ser Francia: el hogar natural de la democracia, si no de la simpleza hesiódica. Francia aceptó a Jefferson, Franklin y Washington como quienes encarnaban los ideales del Hombre Republicano mucho antes de la demolición de La Bastilla, y con el Voyage en Amérique (1827) de Chateaubriand, la pasión por la búsqueda de los sentidos de la democracia en el escenario del Nuevo Mundo, dentro de sus espacios épicos, puso en marcha un fuerte engranaje retórico. El clímax del escrutinio francés sucedió después de 1830 frente a las posibilidades de que hubiera otra república francesa, y se convirtió por mucho en el libro más perceptivo que un extranjero haya escrito jamás sobre la sociedad norteamericana: Democracia en América (1835), de Alexis de Tocqueville.

Los ingleses, por contraste, o evitaban mirar hacia Norteamérica, o solo la miraban para quejarse de la barbarie de su anterior colonia, la falta de modales y arte de su gente, su materialismo. La obra seminal de la malicia fue la compilación del Capitán Basil Hall, la diatriba tory Viajes a Norteamérica en los años 1827 y 1828. Lo siguió el malévolo/rencoroso Costumbres domésticas (1932) de Frances Trollope. Diez años después, Notas Norteamericanas para el consumo general fue también un best-seller, cortado de la misma tela de condescendencia y esnobismo. Las últimas dos, al menos, estaban plagadas de viñetas afiladas, pero ninguno demostró tener mucha idea de cómo funcionaba Norteamérica de verdad. Sirvieron para convencer al lector de que Norteamérica, aunque estuviera perdida, de todos modos, no valía tanto la pena quedársela.

Un siglo y medio más tarde, ¿con qué se encuentra uno? Con lo contrario: con que los franceses han contribuido poco a la literatura popular de la observación acerca de Norteamérica desde Tocqueville, y menos aún desde que terminó de la Segunda Guerra Mundial. Los norteamericanos mismos, sumados a algunos escritores ingleses, ya hicieron de todo. Así, nada de lo que que esté en francés sobre Norteamérica en los años veinte o treinta se acerca a los escritos de D. H. Lawrence sobre Nueva México, no hay un equivalente francés a ese reportaje agudo, de tono modesto y que no se deja engañar de Alistair Cooke. No hay un escritor francés reciente que se haya esforzado por ir al paisaje norteamericano, por dar cuenta de cómo se ve y se siente, conocer personas, descubrir cómo hablan y en qué piensan, evocar sus historias; eso se lo dejan a escritores ingleses como Jonathan Raban, que lleva a su esquife a Mississippi (Old Glory), o a V. S. Naipaul entre los Good Ol’ Boys (Un giro en el sur).

En los cincuenta, los intelectuales franceses sencillamente dejaron de tener interés por captar bien Norteamérica. Su imaginación estuvo tomada por una Norteamérica que en general era mucho más pura e “interesante” que la real, la Norteamérica del zip-zap de las bandes dessinées, la Norteamérica siniestra y alienada del film noir, la Norteamérica vengativa y paranoica que le dio rienda suelta a McCarthy y mató a los Rosenberg, la Norteamérica estallada y paradisíaca de las aletas de los autos y el rock and roll, la Norteamérica de los terrenos de testeo militar en White Sands.

Los estereotipos de esta Norteamérica tuvieron un alcance global; sobre ellos podía ensayarse y teorizarse sin salir de Francia. Su poder absoluto anuló cualquier obligación de tener una experiencia en carne propia con el lugar, con todo su tamaño, complejidad e impureza, antes de escribir sobre él. La Norteamérica real era menos fascinante, lo cual podría ser el motivo por el que los bocetos sobre Norteamérica de las pocas estrellas del firmamento intelectual francés de posguerra que se molestaron en ir ahí—Simone de Beauvoir, por ejemplo—fuesen tan planas y conformistas.

Mientras iban pasando los años cincuenta, se hizo cada vez más evidente que Norteamérica era meramente un escenario montado para la intolerancia francesa sobre l’Amérique. Norteamérica ya no resultaba una idea intrigante. Había retirado su oferta inicial de lograr una transformación revolucionaria. Ahora, eso lo hacía Rusia; y después, cuando los espantos de la utopía Soviet se acumularon tanto como para que los pudieran ignorar los estalinistas, supuestamente lo hacía Cuba. Unos doce años más tarde, no querer ver se había vuelto algo general. Norteamérica, como sabía todo buen soixante-huitard, era una criatura belicosa, un Hulk imperialista, una burda société de consommation que se alimentaba con la carne del Tercer Mundo. Su imagen física se había reducido a apenas dos rasgos verticales (los rascacielos de Manhattan y las mesetas de Monument Valley) y una horizontal (la grilla de las superautopistas). Estaba poblada de negros oprimidos, de los fantasmas de indios asesinados, de cuellos azules con furgones, hippies y generales del Pentágono. La cultura estaba dirigida por los medios masivos, y lo único que valía la pena que provenía de ahíeran el nuevo rock y las películas viejas. Una vez que las ilusiones revolucionarias de 1968 se hubieron ido por la alcantarilla—como señaló Diana Pinto en 1982 en Le Débat—los radicales franceses pasaron a consolarse con imágenes sacadas de lo que quedaba de la contracultura norteamericana, de tal forma que “en cada caso, la Norteamérica ‘interesante’ seguía siendo la que estaba definida por su oposición al Establishment”. Es curioso, incluso después de que hubieron cambiado las modas intelectuales después de la visita de Solzhenitsyn a París y el ascenso de los nouveaux philosophes, quela imagen de Norteamérica no se haya vuelto mucho más concreta desde el punto de vista de los franceses. Está claro que tanto los periodistas de la prensa francesa, así como los televisivos , se hayan dado cuenta de que, cualesquiera hayan sido las presiones que hayan tenido que soportar los medios norteamericanos por parte del capital y la administración, hayan tenido en términos generales menos restricciones por parte del sistema televisivo público y centralizado francés. Pero Norteamérica seguía siendo un continente de abstracciones cuya realidad,  que principalmente apuntaba a  la sociedad de consumo incipiente de Francia, era una forma de volver a armar, a la velocidad de la luz, estilos de promoción, marketing y entretenimiento norteamericano en París. No hacía falta ni verificación ni periodismo empírico para lidiar con un lugar como ese.

Es solo a partir de este trasfondo que el nuevo libro de Jean Baudrillard, América, que se puede saborear toda su espléndida tontería. A Baudrillard, quien dictó sociología en Nanterre de 1966 a 1987, lo consideran, como dice el texto de solapa, “el principal filósofo francés del postmodernismo”. Como tal, él tiene la medallita de la jerga distintiva. La jerga, sea nativa o importada, siempre nos acompaña; y en Norteamérica, tanto la academia como el arte preferirían la jerga francesa, un grueso profiláctico en contra de la comprensión. Ahora estamos plagados de mini-Lacans y Foucaults de juguete. Escribir con una prosa directa, lúcida y predispuesta a la comprensión, que usa un lenguaje común, es no tener cara. No se tiene impacto hasta que no se agrega algo al lago de jerga, al que se acercan a beber los posestructuralistas cada noche a sus bordes pantanosos, cuyas aguas (embotelladas para exportación a los Estados Unidos) se acumulan entre Nanterre y la Sorbona. El lenguaje no aclara nada; intimida. Somete al lector a un rito de iniciación y extorsiona al lector como costo de ingreso. Pues el pensamiento del savant es tan radicalmente original que las palabras comunes no sirven. Su novedad requiere del neologismo; busca la ruptura, la generalización en exceso, los pronunciamientos oraculares y el tono prevalente del entusiasmo apocalíptico. El resultado es a la escritura clara lo que los floridos halagos a las hijas de Gorgibus en Les Précieuses Ridicules eran para la expresión sincera del sentimiento: una máscara paródica, un compendio de esnobismo y retórica extravagante.

Y Baudrillard no es el más precieux de todos los ridicules actuales sino el más citado con solemnidad en París y en Nueva York, particularmente entre los mercaderes de arte, los coleccionistas y críticos. Se le han ocurrido una serie de palabras en boga que se usan para poder evocar el estado de la cultura occidental en nuestro fin de siècle: “simulacrum”, “hiperrealismo”, “cierre”, “fascinación”, “facsímil”, “transgresión”, “circulación” y el resto, junto con “alienación”, que puede definirse como el estado de meta-conciencia en el que se sume el lector incauto que se dispone a remar por las reflexiones de Baudrillard. América inventa gran parte de su jerga, ya que en su mayoría es un refrito de ideas de sus ensayos anteriores, tal como “La precesión de simulacra” (1983).

Su argumento, en esencia, es el siguiente. Gracias a la proliferación de los medios de masas, ahora tenemos más signos que referentes—más imágenes que significados que puedan asociarse a ellas. La maquinaria de la “comunicación” comunica poco más que  sí misma. Baudrillard es un poco mcLuhiano; no solo sucede que el medio es el mensaje, sino que, además, la tremenda cantidad de tráfico ha usurpado la significación. La “cultura”—le encantan esas comillas presumidas—está consignada a la producción sin fin de imágenes que no tienen referentes en el mundo real. No hay un mundo real. Aunque vayamos a Disney, miremos a los juicios de Watergate en la TV o sigamos los carteles mientras vamos por el desierto con el auto, o caminemos por Harlem, estamos encerrados en un mundo de signos. Los signos refieren los unos a los otros, se combinan para formar “simulacra” (la palabra baudrillana para “imágenes”) de la realidad para producir una tensión permanente, un deseo insaciable, en el público. Una sobrecarga de deseo en un mundo incorpóreo e inventado por los medios es como la pornografía, abstracta. Baudrillard la llama “obscenidad”.

El capitalismo, el malo de la película, debe multiplicar el deseo multiplicando las imágenes ad infinitum. Esto, piensa Baudrillard, ha conducido a “la desaparición del poder” y “el colapso de lo político”, mientras todos se pasean creando efigies nostálgicas de poder y política. “El poder ya no está presente salvo para ocultar que no lo hay”. Con el tiempo, se imagina, esto deshará de alguna manera el capitalismo mismo: “Indudablemente esto terminará siendo, incluso, socialismo… es por la muerte de lo social que el socialismo va a emerger—así como fue por la muerte de dios que emergieron las religiones”. Pero ¿qué religiones? ¿La muerte de qué dios? “La muerte de lo social—¿qué significa una frase así? ¿ Qué sumarían estas vaguedades sobre la “desaparición de poder” en la Casa Blanca, el Kremlin o el Palacio Élysée? Apenas se puede leer una página de Baudrillard sin asquearse con sus pseudo paradojas, exageraciones retóricas y preguntas urgentes.

Sus ideas sobre simulación versus realidad son ejemplos típicos de ellas. Como el famoso mapa imaginado por Jorge Luis Borges, tan grande y detallado que cubriría prolijamente el territorio real al que pretende describir, la grilla de signos se ha convertido en un simulacro completo compuesto de simulacra más pequeños, todas determinadas por los medios. El simulacrum es todo lo que tenemos y no hay nada que esté por debajo de él. “La simulación envuelve todo el edificio de la representación como un simulacro en sí mismo”. Baudrillard no es amigo de la navaja de Occam: quiere multiplicar simulacra para siempre para que la realidad no se vea. Es como una fantasía de ciencia ficción: nos han conquistado. Podrás caminar, hablar y parecerte al Capitán Kirk, pero yo, a diferencia de todos los otros que están en el barco, sé que sos un extraterreste, un simulacrum. Los fanáticos norteamericanos de Baudrillard se regodean en esto, quizás porque su visión apocalíptica de los medios masivos les hace pulsar una profunda vena de engreimiento, mientras ese tono oracular les hace acordar a los héroes de los sesentas como Marshall McLuhan y Buckminster Fuller.

Este reemplazo de las cosas reales y relaciones reales por sus simulacra es lo que Baudrillard llama “hiperrealización”. Le permite tomar un punto de vista extremadamente arrogante sobre las relaciones entre hecho e ilusión, pues niega que sea posible tener una experiencia de algo salvo de la ilusión. Al hacerlo, se aleja del sentido, recordándole a uno que el esquema de Baudrillard es solo una hipótesis y, a pesar de la arrasadora confianza en sí mismo con la que la desenvuelve, no resulta muy convincente, para eso. Por ejemplo, nadie negaría que los norteamericanos están muy influenciados por la televisión. Pero no está claro de ningún modo cómo funciona esta influencia exactamente, si surte efecto en todos de la misma manera, si la “Caja” “reemplaza” a la realidad cuando está prendida, cuánto media la conciencia: en pocas palabras, cuán pasivo es el público. Parece que Baudrillard se imagina que es totalmente así—sin excepción.

Por otro lado, podría ser, pace Baudrillard, que haya millones de personas que piensen ,de una forma bastante sofisticada, sobre las relaciones entre la realidad y lo que ven en la “Caja”; son muy capaces de filtrar sus exhortaciones truncas y demasiado vívidas, de borrar las publicidades y revolver la basura. Pero ya que esto no les dejaría avanzar y tampoco a sus generalizaciones apocalípticas sobre la dictadura de los signos, Baudrillard no quiere saber nada. Acá estamos, en Norteamérica, los 260 millones, algunos atrapados pasivos en la red de los mayas electrónicos, tan incapaces de descriminar como de ser escépticos. Nadie es lo suficientemente inteligente o está lo suficientemente predispuesto como para ver más allá de las imágenes vaporosas de los medios. Es difícil saber qué es peor: si el absolutismo de Baudrillard, su nihilismo isomórfico o su desdén hacia el sentido empírico. Es como el argumento del terraplanista, circular, que ignora la evidencia o los matices, y que está preparado para decir cualquier cosa sin tapujos, sin importar cuán contraria sea a la experiencia de todos, para rescatar a su sistema.

Así, para Baudrillard, en “La precesión de simulacra”, Disney—esa Delfos o Shangri-La del intelectual francés que anda buscando a Norteamérica—es más de lo que piensan los turistas: una entretenida, panegírica caricaturesca de ciertos íconos norteamericanos populares como la Familia, la Inocencia o el Futuro. Desde su punto de vista, no es que Disney sea una metáfora de Norteamérica, sino que Norteamérica es una metáfora de Disney:

Disney sirve para ocultar el hecho de que el país “real”, toda la Norteamérica “real”, es Disney…. Disney se presenta como imaginario, para hacernos creer que el resto es real, cuando, de hecho, toda Los Ángeles, y la Norteamérica circundante, ya no son reales, sino del orden de lo hiperreal y la simulación. Ya no es una cuestión de la representación falsa de la realidad (ideología), sino del ocultamiento del hecho de que lo real ya no es real, y, por tanto, es una cuestión de rescatar el principio de realidad. El imaginario Disney [sic] no es verdadero ni falso; su maquinaria de obstáculos en función del rejuvenecimiento a la inversa de la ficción de lo real.

Solo dos personas en todo el mundo, parece, han accedido a este hecho eléctrico sobre Norteamérica—el Tío Walt y Jean Baudrillard; y bien podría ser que Disney, le grand simulateur, no tenga mucha idea de lo que estaba haciendo cuando “dispuso” su “maquinaria de impedimentos” llena de patitos, piratas y Coca Cola. Nos tropezamos por toda Norteamérica, topándonos con esas ficciones rejuvenecidas que van de mar de simulación en mar de simulación, confundiéndolas con la cosa de verdad. Qué tontos, pensamos que los acontecimientos políticos podrían tener sustancia, pero Baudrillard nos lo deja en claro: esos también son simulacra. Watergate fue tan solo un “efecto-escándalo… imaginario”, el “mismo escenario que Disney”, ya que

No hay diferencia entre los hechos y su denuncia (se usan métodos idénticos por la CIA y los periodistas del Washington Post) …. Watergate no es un escándalo: esto es lo que debe a decirse cueste lo que cueste, porque esto es lo que todos se empeñan en ocultar, esta disimulación que enmascara un fortalecimiento de la moralidad, un pánico moral mientras nos vamos acercando a la primal (puesta en) escena del capital: su crueldad instantánea, su ferocidad incomprensible, su inmoralidad fundamental—ése es el escándalo

La “hiperrealización” no solo disuelve los contenidos de los acontecimientos, sino que además relega al ciudadano a un estado paranoico de vacilación en el que cualquier cosa y su opuesto pueden ser ciertos:

¿Cualquier bombardeo en Italia puede atribuirse a extremistas de izquierda, o a la provocación de la extrema derecha, o a la puesta en escena que hicieron los centristas para darle mala fama al régimen terrorista o, de nuevo, es acaso un escenario ideado por la policía para apelar a la seguridad pública? Todo esto es igual de cierto, y la búsqueda de pruebas, de hecho, la objetividad de los hechos, no se fija en que este vértigo de la interpretación sea correcto. Hay  una lógica de la simulación que no tiene nada que ver con una lógica de los hechos.

Aquello que Baudrillard llama “vértigo de interpretación” no es vértigo para nada, sino que es ser complaciente. Está diciendo, en efecto, que, ya que los acontecimientos políticos son meras burbujas en la superficie de la simulación y entonces no solo inescrutables, sino que, en lo más básico, no vale la pena saber sobre ellos, la cabeza quisquillosa no debería esforzarse por preguntar sobre su naturaleza y sus causas. Está montando un argumento, no demasiado sutil, a favor de la indiferencia y la anestesia moral. La idea de que haya cuatro motivos distintos que expliquen los bombardeos terroristas que pueden “ser verdaderos por igual” no es una “lógica de la simulación” sino simplemente un abandono de la lógica. Es como si, en términos de Baudrillard, la elaboración del pensamiento en el mundo del pensamiento humano fuese desdeñable, algo que debe ser dejado de lado pronto. De hecho, en América Baudrillard se pone bastante exigente con una mala costumbre del Homo Americanus: “A menudo confirmará tu análisis según los hechos, las estadísticas o la experiencia de vida, quitándole así todo valor conceptual”. Por más que esté puntuado con raros destellos de claridad, su libro sobre Norteamérica es un delgado sottisier en el que los hechos tienen un valor nominal. Periodismo no es. Hay indicios de que Baudrillard decidió aligerar la masa coagulada de su jerga con un poco de americana literaria; uno detecta, en el fondo, el murmullo de La pesadilla con aire acondicionado, la confección paranoica de las listas de Thomas Pynchon y los sermones de Norman Mailer en contra del plástico y el cáncer, así como ecos de pasajes más bien religiosos de la escritura de ciencia ficción de J. G. Ballard. Baudrillard, estrella de su propia road movie, se la pasa un buen rato manejando, porque son las autopistas—de nuevo, la circulación- en las que puede encontrarse tantas verdades sobre Norteamérica, o en todo caso buscarse: “La rapidez del guion, el reflejo indiferente de la televisión… la impasible sucesión de signos, imágenes, rostros, y los actos rituales de la autopista”. Para él as autopistas son epifanías. “‘Carril derecho debe salir’”. Este ‘debe salir’ siempre me pareció un signo del destino. Tengo que irme, expulsarme de este paraíso, dejar esta autopista providencial que no lleva a ninguna parte, pero que me mantiene en contacto con todos. Ésta es la única sociedad o calidez real que hay acá…”, y así. Con razón casi no sale del auto. Parece que Baudrillard no conoce a nadie y no escucha nada; la única voz de América es la suya, un flujo apasionado y auto mitológico de apóstrofes y aforismos. Los únicos norteamericanos que se nombran en unas 120 páginas son Ronald Reagan y Walt Disney. Incluso desdeña a los académicos con los que se encuentra en Santa Bárbara por sus “pasiones monomaníacas por cosas francesas o marxistas”, lo cual parece un poquito desagradecido, ya que sin esas pasiones quizás no lo hubiesen invitado. En ningún lado del texto hay siquiera la menor evidencia de una comprensión de las realidades humanas en Norteamérica: su mundo del trabajo; sus diferencias de raza, ethos, ambición e historia cultural personal; el flujo de su pasado hacia su presente; el roce  entre generaciones; las innumerables tensiones entre codicia y altruismo, entre “progreso” y conservadurismo; su diversidad de climas intelectuales y morales. Pero no importa: Baudrillard no está buscando a los norteamericanos sino a algo a lo que llama “Norteamérica astral”, l’Amérique siderale—la “naturaleza lírica de la circulación pura. Como yendo en contra de la melancolía de los análisis europeos”.

Llega a Estados Unidos en 1986 como parte de un tour de conferencias. Misionario aeronáutico de las mayorías silenciosas, salto con una caminata felina de un aeropuerto al otro. Anda con sus patitas por Nueva Inglaterra, Nueva Hampshire, Wisconsin, y después por Mineápolis, donde mira por la ventana de su hotel, desde arriba. “Pero ¿dónde están los diez mil lagos, el sueño utópico de la ciudad helenística al borde de los Rockies? Mineápolis, Mineápolis!”. Ay, alguien se olvidó de decirle que el “borde de los Rockies” está a mil quinientos kilómetros al oeste de Mineápolis. Pero ahora el philosophe se va para Nueva York, donde mirará las nubes (que le hacen acordar a cerebros… y con razón), el cielo (más alto que el de París), las personas que comen solas (que parecen “muertas”), los negros y los portorriqueños (cuyos colores de piel, un “maquillaje natural”, le parecen “sublimes y animales”), los rascacielos: todas las atracciones. También mira la Maratón de Nueva York por televisión, 17.000 corredores en un “show del fin del mundo”, “todos buscando la muerte”, “trayendo el mensaje de la catástrofe a la especie humana… una forma de suicidio demostrativo, el suicidio como publicidad”. Uno entiende que este no es un filósofo sportif. Pero se va para Salt Lake City y apunta hacia el Oeste.

Sin embargo, lo hecho, hecho está; encontró su temática. En el camino le sorprendió tener un pensamiento que no es poco común para las reflexiones que han hecho viajeros de Francia anteriormente. Norteamérica es el futuro de Europa. Su modernismo está en un estado puro, ampliado. Es una utopía lograda. “Por más enlutada que esté, por más monótona y superficial que pueda ser, es el paraíso. No hay otro”. (Si Baudrillard puede escribir con una supuesta convicción que “Norteamérica no tiene un problema de identidad”, que “Nueva York ya no es una ciudad política”, que “ya no hay policías en Nueva York”, y que “los grupos étnicos se expresan a través de festivales”, tiene sentido que también piense que Norteamérica es la Utopía). Espiando a través de las rejas del Edén norteamericano, se encuentra, como una especie de antropólogo que se tropieza con una tribu virgen, con “la única sociedad primitiva que queda…la sociedad primitiva del futuro”. Naturalmente, quienes la integran no pueden saberlo. “Los norteamericanos no tienen identidad, pero tienen una dentadura maravillosa”; con ella, mastican cosas, pero no pueden digerirlas:

Norteamérica… es una hiperrealidad porque es una utopía que se ha comportado desde el principio como si ya se hubiera alcanzado…. Podrá ser cierto que Norteamérica solo puede ser vista por un europeo, ya que solo él puede a descubrir aquí a un simulacrum perfecto…. Los norteamericanos, por su parte, no tienen ninguna conciencia de la simulación. Son, ellos mismos, una simulación en su estado más elaborado, pero no tienen un idioma con el que describirlo, ya que ellos mismos son ese modelo…. Ni más ni menos, de hecho, de lo que lo eran las sociedades primitivas en su momento.

Estos salvajes simulados en su jardin exotique lo conmueven a Baudrillard hasta que llega a arrastrar de tolerancia extática simulada. “Para mí no hay una sola verdad sobre Norteamérica”, grita. “Les pido a los norteamericanos solamente que sean norteamericanos. No les pido que sean inteligentes, sensibles, originales. Les pido solo que pueblen un espacio inconmensurable respecto del mío, que sean, para mí, el punto astral más alto, la mejor órbita espacial”. Ya que los norteamericanos son primitivos, Baudrillard piensa que les falta una de las principales pesos en la conciencia europea. “No pretenden tener lo que nosotros llamamos ‘inteligencia’ y no se sienten amenazados por la inteligencia de otras personas”. Como consecuencia, “no hay cultura [en Norteamérica], no hay discurso cultural. No hay ministerios, no hay comisiones, no hay subsidios, no hay promoción… nada del pathos cultural enfermizo con el que se da el gusto toda Francia, ese fetichismo de la herencia cultural”. Los norteamericanos no consumen cultura en un “espacio mental sacramental” ni le dedican “columnas especiales en los diarios”. Nadie tiene idea de cómo se aferró a esta inversión bizarra de la verdad, pero no quiere soltarla. “¡El cine y la TV son la realidad de Norteamérica!”, exclama unas páginas más adelante. “Las autopistas, las tiendas Safeway, las siluetas de los edificios, la velocidad y los desiertos—esto es Norteamérica, no las galerías, las iglesias y la cultura”. Como piensa que Norteamérica podría ser esto/lo otro y no y/o, la cultura alta y la popular no le llaman la atención. Entonces, uno se da cuenta de que esta diatriba sobre la Norteamérica cinematográfica existe porque se la trajo consigo: la vieja versión de cómic de la Norteamérica de los sesenta es lo que le sale de adentro. La parte más confusa de todas es la creencia inquebrantable de Baudrillard de que los norteamericanos son seres ahistóricos. Norteamérica, escribe, “elude la cuestión de los orígenes; no cultiva sus orígenes ni una autenticidad mítica; no tiene pasado ni verdad fundante. Al no haber conocido ninguna acumulación primitiva del tiempo, vive en un presente perpetuo”. Y de nuevo: “el misterio de la realidad norteamericana es el de una sociedad que no busca darse a sí misma un sentido ni una identidad, que no se permite tener trascendencia ni estética”.

Sería difícil que estos dichos sobre las relaciones norteamericanas con la historia sean menos verdaderas que falsas, falsas en su totalidad o falsas respecto de sus partes. Son un palabrerío suntuoso a la francesa, de haut en bas. La explicación más probable debe ser que Baudrillard no sepa nada sobre historia norteamericana y entonces asume que los norteamericanos la desconocen al igual que él; y que leyó poco o nada de literatura norteamericana, que, desde los trascendentalistas y Melville y Whitman y Henry James, ha  estado obsesionada con los orígenes sin igual, con “verdades fundadoras”, la trascendencia y el pasado.

Pero no importa nada de todo eso cuando estás al volante en la Norteamérica astral. L’Amérique sidérale es toda desierto, autopistas, láseres y gentíos de abstractos blancos, negros y marrones que circulan. Sobre todo, es desierto, ya que para Baudrillard el desierto es una metáfora fundamental de la cultura norteamericana, el lugar donde la cultura no existe. Los norteamericanos se le alejan “así como los griegos le dieron la espalda al mar” (?), pero, dice Baudrillard, “termino sabiendo más sobre la vida social de Norteamérica gracias al desierto de lo que jamás lo haría gracias a reuniones oficiales o intelectuales”. Allá lejos, “las caricias no tienen sentido, salvo si vienen de parte de una mujer que es del desierto, que tiene esa animalidad instantánea y superficial en la que lo carnal se combina con la sequedad y lo desencarnado”. ¡Ay! Sigue y sigue, asustando a los armadillos, reflexionando sobre las mesetas desde la ventanilla del auto. Cómo “designan a las instituciones humanas como metáfora de esa vacuidad y el trabajo del hombre como la continuación del desierto, la cultura como un espejismo y la perpetuidad del simulacrum”. ¡A Santa Bárbara!

Santa Bárbara es un bodrio. Como el resto de la Norteamérica del interior, es sencillamente irreal, “Entre las gardenias y los eucaliptus, entre la profusión de retoños de plantas y la monotonía de la especie humana está la tragedia de un sueño utópico hecho realidad”. Todo habla de la muerte, la tumba, de una “serenidad falsa”. “Esta civilización suave, estilo resort, irresistiblemente evoca el fin del mundo”. Y así durante varias páginas: un replay de la canción de los años sesenta sobre las cajitas hechas de ticky-tacky1, una Norteamérica inorgánica llena de nowhere men (y mujeres y niños, también). ¿Se da cuenta Baudrillard de cuán convencional es su versión de Norteamérica, de qué manojo de estereotipos cree estar viendo? Ver este tipo de cosas refractadas desde París es recordar la tenacidad del cliché.

Aun así, podría  ser útil para explicar por qué tiene seguidores norteamericanos. Sobre todo en los círculos del arte, a Baudrillard se lo admira. Esto podrá parecer raro, porque ha escrito muy poco sobre artes visuales; le interesa el arte solo hasta el aspecto en el que se vincula con el resto de las señales que nos inundan, y, ya que sus señales son débiles y bastante exclusivas comparadas con las de la inclusividad de los medios masivos, sobre todo de la televisión, tiene poco que aportarle a sus argumentos. Usa el mundo del arte como talismán. Es una presencia que le asegura a los artistas que no pueden imaginarse trascender el discurso banal de los medios masivos. En los últimos diez años, la vieja irreverencia y el encanto dionisíaco del Pop Art se extinguieron; los reemplazó una versión académica, trivial y sin embargo legitimada desde nacimiento por un mercado galopante, que construye sus riffs a partir de la sobrecarga de la cultura de masas—la sensación, caricaturizada por el gusto de Baudrillard por las prescripciones absolutas, de que esa imaginería masiva-publicitaria se ha desligado de su conexión con la realidad, que de por sí  es bastante poca. Cuando uno mira los cuadros de David Salle, por ejemplo, con sus capas dibujadas con crudeza y con una emoción congelada de imágenes sin nexo, y su negación agria de la posibilidad del sentido, ayuda (aunque quizás no lo suficiente) tener en mente a la teoría de Baudrillard de los simulacra. Y es raro hojear un artículo sobre los Young Turks, hechos commodity del aburrimiento, de Neo-Geo (como Jeff Koons, el oportunista con estrellitas en los ojos por excelencia, con sus conejos de cromo, ositos de peluche de porcelana y efigies de Michael Jackson) sin que se te metan en el ojo manchones de jerga baudrillardiana. El Neo-Geo se describe a sí mismo como un movimiento “simulacionista”, y con razón: fue en todo sentido un negocio artificial, un pseudo enfriamiento del pseudo calor del Neo-Expresionismo de principios de los ochenta. Sus opiniones sobre la “muerte de la realidad” son lo inverso a otras posturas de los ochenta sobre la presión efímera e histérica de lo real. Los ensayos de Peter Halley, cuyos cuadros curiosamente intensos, aunque visualmente inertes de “celdas” cuadradas conectadas por “conductos”, son ilustraciones literales de la “circulación”, se toman las ideas de Baudrillard sobre la simulación y la hiperrealización tan en serio que a duras penas cuestionan el axioma dudoso de que el modelo, en nuestra percepción del mundo, haya reemplazado a lo real por completo. “Este es el fin de ‘el arte tal como lo conocemos’”, anuncia Halley en sus Ensayos reunidos: 1981-87:

Es el fin del arte urbano con sus luchas dialécticas. Hoy este arte simulado está en las ciudades que también son dobles de sí mismas, ciudades que solo existen como referencias a la idea de ciudad y las ideas de comunicación e intercambio social. Estas ciudades simuladas están en el mundo, más o menos exactamente, donde antes estaban las ciudades viejas, pero ya no cumplen la función de las viejas ciudades. Ya no son centros; solo sirven para simular el fenómeno del centro. Y, dentro de estos centros simulados, por lo general en su corazón, es donde tiene lugar la actividad artística simulada, una actividad nostálgica, ella misma, de la realidad de la actividad en el arte.            

Replanteado en términos de experiencia, por supuesto, esto no convence: ¿quién siente, de verdad, tal indiferencia cuando pisa las calles de Nueva York, Barcelona, Sídney, Londres o Moscú? Es una continuación prosaica de la imagen bien convencional del modernismo de la metrópolis alienante (la “ciudad irreal” de Eliot, la “ciudad anti invasión, ciudad llena de sueños”). La vida sigue más allá de la teoría, y el arte, también. A través de Baudrillard, Halley se monta a un hecho—el hecho de que gran parte de la pintura, la escultura y la arquitectura en la cultura visual manierista de hoy en día parece ser una repetición poco motivada o meramente cínica de prototipos más viejos—e infla este hecho hasta transformarlo en una negación de toda autenticidad, directamente. Finita la commedia: lo único que queda es la muerte, la clonación, la congelación, el grado cero de la cultura. Todo esto tiene un lindo eco escatológico, pero la escatología también es una construcción social, y este tipo de construcción circunda la posibilidad de que el arte pueda tener el poder afirmativo suficiente como para trascender tales niveles de desesperación de colegial.

El otro trabajo de Baudrillard en el mundo del arte ha sido el de darle credenciales “radicales” a ese mercado inflado. Cuando estuvo en el Museo Whitney de Arte Norteamericano en marzo de 1987 para dar una conferencia, los coleccionistas, dealers y artistas fueron de a hordas, como si fuera un mesías, y no se desanimaron ni un poco cuando Baudrillard declaró que “apoyarse en el arte siempre me ha parecido demasiado fácil, una falta de compromiso…. No deberíamos poder hacer arte, disfrutar del juego de forma y las apariencias hasta que se hayan resuelto todos los problemas”. En otras palabras, porque no se llegó a la Utopía, ¡nunca ha habido, y nunca podría haber, un momento en el que legítimamente pueda hacerse arte! “El arte”, agregó, “presupone que se han resuelto todos los problemas”, cosa que podría haberle resultado una novedad a Goya (y Brueghel, y Daumier, y Picasso, y tantos otros que ya son demasiados como para nombrarlos), pero que es un ejemplo el giro extraño de Baudrillard por dar una declaración exagerada. No le interesa la historia sino el “destino” del arte, que es desaparecer. Para mostrar cómo flaquea se refirió a “muy pocas” fuentes: Baudelaire, Walter Benjamin, McLuhan y su “pragmatismo electrónico” y “por su anti estética trascendental de la eutanasia que el arte se provoca a sí misma”, Andy Warhol. “Lo que me atrae es el hecho de la lógica de la producción de valores…converge con una lógica inversa, la de la desaparición del arte. Cuanto más penetren el mercado los valores estéticos, menos posibilidad hay de formular un juicio estético sobre nuestro placer”. Ya que quedaba bastante claro que, más allá de lo que ande haciendo el arte, no estaba desapareciendo—de hecho, estaba creciendo, tanto en popularidad, prominencia pública, galardonado institucional y masa cruda mientras los ochenta iban pasando—uno se pregunta en qué estaba pensando Baudrillard. Pero se le ocurrió una cura ingenua para las preocupaciones anticuadas sobre la dominancia del mercado del arte. Extrapolando (o eso decía) a Baudelaire, declaró que el objeto artístico ahora tenía una forma de defenderse contra la corrupción como mercancía que era ser tremendamente caro. “Debe ir alienarse más…. A través del refuerzo de la abstracción formal y fetichizada de la mercancía, transformarse en algo más mercantil que la mercancía misma…se torna más objeto que el objeto; esto le da una cualidad fatal”, y así. Los precios ridículamente elevados, aparentemente, se tornan subversivos, mostrando así la irrealidad del capitalismo en un “estado extático de intercambio”.

Uno puede entender por qué los esfuerzos de Baudrillard por reconciliar el fetichismo de los precios altos con el fantasma del radicalismo lo han hecho tan popular—el intelectual del dealer de arte, por así decirlo. Su esfuerzo por colapsar todo sentido cultural hasta transformarlo en mero simulacra le da credibilidad al supuesto de fondo del mercado, respecto de que el arte ya no tiene otro propósito más allá de promocionarse a sí mismo. Si todos los signos son autónomos y refieren los unos a los otros, entonces podría asumirse que no hay imagen “más verdadera” o “más profunda” que otra, y que el artista se ve absuelto de la lucha por lograr lo auténtico—una propuesta ideal para los dealers con muchos productos nuevos para mover, y una clientela que se obnubila con la jerga. Así, Baudrillard se ha transformado en el santo patrono de los que desean transformar a la desafección en una commodity. Podrá ser un pensador irregular y un pésimo escritor de crónicas de viaje, pero tiene su utilidad en la cultura.


* “Jean Baudrillard: America”, en Nothing If Not Critical. New York: Knopf, 1989, pp. 375-387. Traducción y notas de Carla Chinski para la Cátedra de Literatura Norteamericana (UBA), 2021.

  1. Se refiere a la canción de Malvina Reynolds de 1962, “Little Boxes” (cajitas), que parodia a la clase media suburbana estadounidense. El término “ticky-tacky” también refiere a materiales de construcción de mala calidad (N. de la T.)