Inicio 9 Entrada destacada 9 Introducción a «El gran Gatsby» (1934) *

Apesadumbrado por la tibia recepción de su tercera novela, El gran Gatsby (1925), y como siempre, urgido de dinero, F. Scott Fitzgerald comenzó en 1932 a bregar por una reedición, hasta que al final fue oído por los propietarios de la Modern Library; el propio autor se abocó de inmediato a un prólogo ad hoc del lanzamiento, que finalmente tuvo lugar en 1934. No solo el hecho de que dicha novela no había tenido el éxito esperado en su momento, sino más aún la reciente decepción de Suave es la noche (aparecida en abril de 1934, y de impacto discreto en un mercado aún bajo los efectos de la crisis de 1929), sumió a Fitzgerald en una actitud muy negativa y defensiva ante la crítica y el público, de la que surgió este equívoco texto. Consciente de que no estaba nada logrado, Fitzgerald intentó reescribirlo o eliminarlo a último momento, pero el editor Bennett Cerf, al frente de la Modern Library, se negó a demorar más la publicación (que pronto también se revelaría un fracaso, pese a que se publicaron 6000 ejemplares a 99 centavos de dólar). Fitzgerald recibió una suma miserable por este prólogo, que además predeciblemente cayó muy mal entre los críticos y precipitó el hundimiento del autor en términos públicos. Ya no vería su Gatsby editado más en vida, pues la próxima edición sería en 1941, a manos de su amigo Edmund Wilson.

Para quien ha pasado su vida profesional en el mundo de la narrativa, el pedido de “escribir una introducción” ofrece muchas facetas de una tentación potencial. Este autor sucumbe a una de ellas: ha de discutir a los críticos actuales con toda la ecuanimidad de la que puede armarse, tratando de girar tan centrípetamente como sea posible en torno a la novela que viene a continuación en este volumen.

Para empezar, debo decir que no tengo motivos para refunfuñar sobre la “prensa” de cualquier libro mío. Si a Juan (a quien le gustó mi último libro) no le gustó este, bueno, a José (que detestó mi último libro) le gustó; o sea que el saldo final es el mismo. Pienso, sin embargo, que los escritores de mi época fueron malcriados en este sentido, pues vivieron en tiempos generosos, cuando en las páginas sobraba espacio para el raciocinio infinito sobre la narrativa de ficción; un espacio mayormente generado por Mencken,1 en virtud de su aversión por todo aquello que pasaba por ser crítica antes de que él llegara y estableciera su público. Los escritores se envalentonaron con la bravura y el tremendo, profundo amor a las letras de Mencken. En lo tocante a él, los chacales ya están mordisqueando lo que imprudentemente consideran un león moribundo, pero no creo que mucha gente de mi edad pueda mirarlo sin reverencia o dejar de lamentar que se haya dado de baja.2 Él le aportaba actitud a todo nuevo esfuerzo por parte de cualquier nueva persona; cometió muchos errores (como su temprana desvaloración de Hemingway), pero siempre estaba bien provisto: nunca tuvo que volver a buscar herramientas.

Y ahora que ha abandonado la narrativa estadounidense a su suerte, nadie puede ocupar su lugar. Si este autor de veras tuviera que cuidarse de algunos esfuerzos de los políticamente intransigentes que le dicen los valores de un oficio que viene practicando desde la adolescencia… bueno, queridos, cancelen la función y fusílenlo al amanecer.3

Pero todo esto es menos desalentador, en los últimos años, que la creciente cobardía de los reseñistas. Mal pagados y sobreexplotados, no parecen preocuparse por los libros, y recientemente ha resultado entristecedor ver que jóvenes talentos de la narrativa expiran por la mera carencia de un escenario en el que actuar: West, McHugh y muchos otros.4

Me voy acercando al tema de mi canción, a saber: me gustaría comunicar a aquellos que lean esta novela un sano cinismo respecto de las críticas contemporáneas. Sin una impropia vanidad, uno puede permitirse un traje de cota de malla en cualquier profesión. Tu orgullo personal es lo único que tienes, y si dejas que lo manipule alguien que tiene una docena de orgullos para manipular antes del almuerzo, te estás prometiendo muchas desilusiones de las que un profesional curtido ya aprendió a ahorrarse.

Esta novela es un ejemplo de esto. Debido a que las páginas no estaban llenas de grandes nombres de grandes asuntos y el tema no se relacionaba con los agricultores (que eran los héroes del momento),5 se sancionó un juicio fácil, que nada tenía que ver con la crítica, sino que era simplemente el intento de expresarse por parte de hombres que tenían pocas posibilidades de expresión. Para mí es un enigma cómo alguien podría contraer la responsabilidad de ser un novelista sin una actitud aguda y concisa sobre la vida. Y cómo un crítico podría asumir un punto de vista que incluya una docena de aspectos diversos de la escena social en unas pocas horas parece algo demasiado monstruoso para intimidar la terrible soledad de un autor joven.

Para rodear más de cerca este libro, una mujer que apenas si podría haber escrito una carta coherente en inglés lo describió como un libro que solo se lee mientras se va al cine de la esquina. Ese tipo de crítica es con lo que se recibe a muchos jóvenes escritores, en lugar de alguna valoración del mundo imaginativo en el que ellos (los escritores) han estado intentando -con más o menos fortuna- vivir, un mundo que Mencken hizo estable en los tiempos en que velaba por nosotros.

Ahora que se reedita este libro, el autor quiere declarar que nunca antes alguien intentó mantener su conciencia artística tan pura como durante los diez meses invertidos en hacerlo. Al leerlo, se percibe cómo se lo podría haber mejorado, pero sin sentirse culpable de discrepancia alguna con la verdad, hasta donde yo la veía; el intento de una imaginación honesta era la verdad, o más bien, el equivalente de la verdad. Acababa de releer el prólogo de Conrad a El negro,6 y poco antes los críticos me habían dejado medio atolondrado porque sentían que los materiales de mi obra eran tales que impedían todo trato con gente madura en un mundo maduro. Pero ¡Dios mío!, eran mis materiales, y era todo con lo que yo tenía que lidiar.

¡Lo que eliminé tanto física como emocionalmente alcanzaría para otra novela!

Creo que es un libro honesto, es decir, que uno no se valió del propio virtuosismo para surtir un cierto efecto, y, para jactarse de nuevo, que uno suavizó el lado emocional para evitar que las lágrimas caigan de la órbita del ojo izquierdo o que un gran rostro falso se asome amenazante por la esquina de la cabeza de un personaje.

Si hay una conciencia tranquila, un libro puede sobrevivir, al menos en los propios sentimientos al respecto. Por el contrario, si uno tiene remordimientos, lee lo que quiere oír de las reseñas. Además, si uno es joven y tiene ganas de aprender, casi todas las críticas tienen valor, incluso las que parecen injustas.

Este autor siempre ha tenido un don “natural” para su profesión, al punto de que no se le ocurre nada que pudiera haber hecho con tanta eficiencia como haber vivido profundamente en el mundo de la imaginación. Hay muchas otras personas que tienen la misma constitución que él, a la hora de dar expresión a exploraciones íntimas:7

—Mira, ¡es aquí!

—Vi esto con mis propios ojos.

—¡Así es como era!

—No, era así.

“¡Mira! Aquí está esa gota de sangre de la que te hablé.”

“—¡Detengan todo! Aquí está el destello de los ojos de esa niña, aquí está el reflejo que siempre me regresará del recuerdo de sus ojos.

— Si se opta por reencontrar ese rostro en la superficie no espejada de un lavabo, si se opta por oscurecer la imagen con un poco de sudor, reconocer la intención debe ser tarea del crítico.

— “Nadie se sintió así antes —dice el joven escritor—, pero yo me sentí así; tengo un orgullo similar al de un soldado que marcha a la batalla; sin saber si habrá alguien para repartir medallas o incluso para registrarlo”.

Pero recuerda asimismo, joven: no eres el primero que ha estado solito y solo.

F. Scott Fitzgerald
Baltimore, Maryland.8
Agosto de 1934.

* En The Great Gatsby, with a new introduction by F. Scott Fitzgerald, The Modern Library, New York, septiembre de 1934. Traducción y notas de Marcelo G. Burello.

  1. El inefable y polémico Henry Louis Mencken (1880-1956) fue un rutilante y satírico periodista, ensayista, editor, crítico cultural y literario de las primeras décadas del siglo XX en los EE.UU.
  2. Para la época, Mencken producía menos y había perdido filo crítico (de hecho, prácticamente ya no criticaba literatura, sino cultura en general), pero de ninguna manera estaba retirado o acabado, como lo da a entender Fitzgerald. Asimismo, cabe recordar que el propio Mencken había descalificado Gatsby como “una anécdota glorificada” en su comentario de 1925 en el Baltimore Evening Sun.
  3. En la tradición anglosajona de la época, a los traidores y cobardes de las fuerzas armadas se los fusilaba a la media luz del amanecer, como un deshonor adicional.
  4. Se refiere a los narradores Nathanael West (1903-1940) y Vincent McHugh (1904-1983). El primero fue un amigo fiel de Fitzgerald hasta el final (de hecho, murió en un accidente automovilístico tras asistir al funeral de Fitzgerald); el segundo no tenía trato personal, pero había recibido un mensaje del escritor expresándole aliento y admiración.
  5. Ante todo alude a Thomas Boyd, autor de varias narraciones de tema rural, y en especial a su novela Samuel Drummond (1925), también aparecida en Scribner’s y dueña de un cierto éxito. Fitzgerald había expresado inicialmente su aprobación por el autor, un coterráneo de su patria chica, pero luego se había volcado al resentimiento en su correspondencia con Maxwell Perkins, años atrás.
  6. El negro del Narciso (The Nigger of the ‘Narcissus’), novela de Joseph Conrad, de 1897. El autor polaco-británico era uno de los favoritos de Fitzgerald, y el prólogo de esta obra es una célebre pieza de poética literaria donde se reivindica el trabajo del escritor como creador.
  7. Pese a las apariencias, la lista de ejemplos de “introspección literaria” es inventada y no está tomada de obras concretas. La anómala puntuación también se corresponde con el original.
  8. Fitzgerald había fijado domicilio en Baltimore, en los pagos de su familia paterna, a efectos de estar cerca del neuropsiquiátrico donde estaba internada Zelda y de la escuela a la que asistía la hija, Frances.