Inicio 9 Bibliografía 9 El «Sketch Book» de Washington Irving y el origen del cuento americano *

…the two subdued but still unfaded little masterpieces «Rip Van Winkle» and «The Legend of Sleepy Hollow» come to enrich, in their minute degree, the imagination of the world. With them, whether he knew it or not, Irving had hit not only upon the happiest vein of his own talent but upon a genre, the fantastic, legendary tale, which was to employ nearly all the strongest American talents for many years to come.

Ludwig Lewisohn, The Story of American Literature (New York: The Modern Library, 1939: 46)

Washington Irving (1783-1859)

I

Desde una perspectiva genético-formal de la historia literaria, el siglo XVIII es el siglo de la novela, así como el XIX lo es del cuento. Curiosamente, sin embargo, el origen de esta segunda forma, tan reciente y tan cara al sistema literario moderno, sigue siendo nebuloso e incierto. La mayor parte de los especialistas e historiadores del relato breve prefieren prescindir del asunto, lisa y llanamente, declarando que un formato tan relevante no puede haber tenido un comienzo único, o en todo caso, verificable (“¿quién inventó la novela?”, arguyen para liquidar el pleito, “¿Cervantes o Defoe?”, admitiendo así que al menos la tremebunda cuestión se reduce a solo dos candidatos, cuando en el caso del cuento no habría ninguno demasiado obvio); otros, en cambio, parecieran dejarse llevar por alguna tendencia nacionalista (el británico hurga entre autores ingleses y escoceses, el francés escarba entre narradores ilustrados y libertinos, etc.); un tercer grupo se entrega a cierta fable convenue e invoca a Edgar Allan Poe, con la ventaja de que es un dato más o menos aceptado, aunque la evidencia última no lo apoye. Casi todos han leído los cuentos de Poe, casi nadie ha leído su crítica literaria: he ahí la dudosa prerrogativa.

Apurémonos a aclarar, entonces, que Edgar Allan Poe fue el primer evangelista del American tale (que a la sazón pasaría a llamarse short story), y a la sazón, el primer codificador del cuento moderno en general, pero ciertamente no su inventor, y mucho menos si se lo piensa como un creador ex nihilo. En sus críticas y ensayos de las décadas de 1830 y 1840 podemos verlo como un detective en busca de las claves del formato a través de sus posibles pioneros (Washington Irving, Charles Dickens, etc.), mientras a la par lo encontramos tratando de diseñar el cuento perfecto, cual fino e infalible mecanismo que le permita impactar siempre de lleno en el eventual lector. Poe necesitaba imperiosamente una fórmula artística que le garantizara éxito comercial, a fin de subsistir como persona y perdurar como artista, y en esas búsquedas, nunca dejó de reivindicar a Washington Irving (1783-1859) como su padre putativo en el linaje (o para mantener la figura religiosa, digamos que no dejó de reivindicarlo como su Juan el Bautista). Así, en su reseña de The Crayon Miscellany. N° 3 -Containing Legends of the Conquest of Spain (1835), un volumen con nuevas piezas “españolas” de Irving,1Poe observa: “Arrancar de esa incertidumbre unas cuantas leyendas llamativas y pintorescas, que poseen, a la vez, una parte absoluta de veracidad, y adornarlas en su propio lenguaje mágico es todo lo que el Sr. Irving ha hecho en el presente caso. Pero que lo ha hecho tan bien no es preciso decirlo” (Poe 1984: 614).2 Y en una nueva ocasión de reseñar la célebre antología Twice-Told Tales de Nathaniel Hawthorne (libro que, como sabemos, fue reeditado varias veces, y que Poe mismo por ende reseñó también en diversas instancias), el bostoniano –ya en plena edad madura– sostendría en 1842: “Contamos con pocos cuentos americanos de verdadero mérito; de hecho, podemos decir que ninguno, a excepción de los Cuentos de un viajero de Washington Irving y estos Cuentos contados dos veces del Sr. Hawthorne” (Poe 1984: 573).3

Medio siglo más tarde, el eminente profesor y crítico James Brander Matthews (1852-1929), que no por casualidad se convertiría en el primer académico en articular una teoría del relato breve,4se expresaba en los siguientes términos sobre la narrativa de Irving, definiendo lo que ya era una opinión asaz consensuada:

≪En la historia de la short story, una de las formas literarias más útiles y de las más populares, Irving merece un lugar destacado. El Sketch-Book le debió mucho de su éxito a “Rip van Winkle” y la “Leyenda de Sleepy Hollow”, cuentos de un cierto tipo hasta entonces desconocido en la literatura inglesa; y “Dolph Heyliger”, incluido en Bracebridge Hall, es un digno tercer miembro, mientras que “Invitados de Gibbet Island” y “Wolfert Weber”, de los Cuentos de un Viajero, no se quedan atrás. Si miramos su fuerza, las short stories de Irving poseen una simpleza singular; son ligeras por su trama y simples por su diseño de personajes. El autor entendía bien sus dones. “Considero que una historia es solo un marco dentro del cual extender mis materiales”, le escribió a un amigo. […] Irving apenas pudo prever que sus cuentos eran las primicias de esa abundante cosecha, tan rica en sabores regionales, que los cuentistas norteamericanos posteriores habían de recoger, cada uno en sus propias parcelas. Hawthorne y Poe, Mr. Bret Harte y Mr. Cable: todos siguen los pasos de Irving.≫ (Brander Matthews: 634)

A la postre, así pues, vemos cómo ha quedado resuelto el fallo histórico: el supuesto padre del cuento, Edgar Allan Poe, rindió oportuno tributo a su precursor, Washington Irving, tal como luego lo hizo el primer académico especializado en el género. Sin embargo, la sola idea de un “precursor” establecido, y más con Poe –tan genial como veleidoso– de por medio, invita al interrogante: ¿hasta qué punto podemos decir que Washington Irving sí es el creador originario de la narrativa breve en suelo americano5? ¿En qué sentido un autor ocasionalmente relegado fuera del ámbito estadounidense6 pudo haber cumplido un papel tan destacado en la literatura contemporánea, al fundar, queriéndolo o no, la que el teórico Frank O’Connor bautizaría con justicia la “forma artística nacional”?

Estampilla conmemorativa del autor

II

En 1815, Irving se estableció en Inglaterra (Liverpool, Birmingham y Londres, sucesivamente), con el propósito de estudiar y viajar; se sentía “harto de todo y de mí” (en Leary: 20), según confesaba en una carta, anticipando un célebre dictum baudelaireano.7 El trágico fallecimiento de su prometida y la simultánea renuncia a una promisoria carrera como abogado ya habían quedado más o menos en el olvido, pero a poco de poner pie en suelo británico muere su madre, el negocio familiar quiebra, y su querido hermano Peter enferma gravemente: la cosa iba de mal en peor. Y puesto que su tinta se había secado en el tintero largo tiempo atrás, y las cosas de la vida práctica –su intentona como leguleyo, su aventura militar, su incursión en el negocio de importación y exportación de mercaderías– formaban una retahíla de frustraciones y malas noticias, el ya treintañero decidió que la ocasión parecía propicia para retomar la abandonada carrera literaria. Hacia 1817, tras un extenso compás de espera, Washington Irving finalmente está escribiendo de nuevo, en un rapto de inspiración.

¡Y vaya que está inspirado! Ya en marzo de 1819, les envía a uno de sus hermanos y a su amigo Henry Brevoort, en New York, un paquete con las cinco primeras piezas de la que será su nueva obra, que ha decidido titular jocosamente The Sketch Book of Geoffrey Crayon, Gent. (Decimos jocosamente porque un “sketch-book” era –y sigue siendo– el típico cuaderno de apuntes que los artistas plásticos utilizan para bocetar contornos y bosquejar ideas, y “crayon” equivale al lápiz de carbonilla que se usa a tal fin: un retruécano sencillo, de esos que abundan en las páginas del autor8). La casualidad quiere que el editor de turno sea el neoyorquino C. S. van Winkle (el primer fascículo de la obra contiene un relato llamado “Rip van Winkle”, lo que parecía un chiste intencional), quien a lo largo de un año publicará los siete tomos en tapa blanda y con lanzamiento simultáneo en New York, claro, pero además en Boston, Filadelfia y Baltimore. Mientras aparecían los fascículos en los EE.UU., ya entre 1819 y 1820, Irving decide reeditar la obra en Inglaterra, en vista de que algunas publicaciones inglesas estaban divulgando partes sin su permiso. Para esta reimpresión británica, introduce correcciones y agregados en el libro, incorporando, además, dos piezas de una época previa, “Rasgos del carácter indio” y “Philip de Pokanoket” (por supuesto, para el público europeo había que aportar algo más autóctono de América), así como el “Aviso” inicial y “L’Envoi” final, escritos ad hoc para esta nueva versión. Dispuesta en dos tomos de tapa dura por el editor John Miller, la edición inglesa del Sketch Book sale a la luz en Londres a mediados de 1820, aunque debido a la quiebra financiera de Miller, solo llega a aparecer el primer volumen. Gracias a la mediación de Walter Scott, el editor John Murray adquirió de inmediato los derechos, reeditó ese primer tomo de Miller –con ligeros cambios– y lanzó asimismo el segundo, para finalmente reeditar la obra íntegra –con nuevas enmiendas– en 1821 y 1822 (ese texto sería el que se traduciría al francés y el alemán en 1823). En 1848, por cierto, Irving volvería a revisar y publicar la obra en New York, ahora bajo el sello Putnam (por cierto, el “prefacio” a dicha edición no recuenta fielmente la fortuna editorial del texto, tan retocado y alterado).

A fin de 1820, en resumidas cuentas, la situación era confusa, pero muy afortunada para el bueno de Irving, cuyas arcas se incrementaban súbita y continuamente. El autor era norteamericano, pero residente en Inglaterra; el libro había sido escrito en Inglaterra, pero primero publicado en EE.UU., y luego en Inglaterra, con algunos cambios. En su país natal, el autor poseía el copyright, pero en Gran Bretaña, a cambio de una módica suma, el derecho le pertenecía a John Murray. Si se debe hablar del primer best-seller americano, también cabría hablar del primer best-seller propiamente transatlántico anglosajón. Lo que era raro, pues los dos países habían estado en guerra desde 1812 hasta 1815, con motivo de los tumultos napoleónicos (los estadounidenses denominaron “Segunda Guerra de Independencia” a ese conflicto, lo que da prueba de su magnitud desde la perspectiva americana). Es preciso tener en mente todo este complejo contexto internacional al analizar el Sketch Book, libro que a su vez no hace nada por disimular las tensiones –en forma de odio y de amor– entre el Reino Unido y su excolonia dos veces vencedora, los Estados Unidos.

Como sea, pese –o gracias– a que el autor era un relativamente olvidado americano residente en Londres, y pese –o gracias– a que el libro era una verdadera mezcla de piezas heterogéneas (la abundancia de paratextos al comienzo y al final delataban el intento de contenerlas y fusionarlas),9 el Sketch Book se transformó en una especie de obligación para el lectorado anglófono. El tono del ficticio narrador, Geoffrey Crayon, resultaba delicioso por su humorismo refinado y «moderno» (Eichenbaum descubriría oportunamente que en Gogol, hacia 1830, el cuento había pasado de tener énfasis en el argumento para tenerlo en el narrador; en Todorov, 1997: 159); la sucesión de estampas de la vida rural inglesa y americana, asimismo, estaba dotada de un encanto tan único como inexplicable. De la noche a la mañana, el nombre de Washington Irving –o el de Crayon, en su defecto– estaba en boca de toda la gente culta a ambas márgenes del Atlántico Norte, y el volumen –ya fuera en sus siete baratos fascículos americanos o en sus dos elegantes tomos ingleses– se volvió un habitante conspicuo de las mesas de luz y las bibliotecas de todos aquellos interesados en leer algo más que la Biblia y el Progreso del Peregrino de Bunyan (la infaltable pareja libresca en los hogares protestantes). No deja de ser una fatídica coincidencia que en enero de 1820 la revista literaria más prestigiosa en lengua inglesa, la Edinburgh Review, reprodujera las dolidas quejas de su director, el clérigo Sydney Smith, al comentar un fastidioso mamotreto de estadísticas sobre los EE.UU.: “Los norteamericanos son un pueblo valiente, industrioso y astuto; pero hasta ahora no han dado señales de genialidad […] En los cuatro puntos del orbe, ¿quién lee un libro americano? ¿O asiste a una obra americana? ¿O mira un cuadro o una estatua americana?”10 La torpe burla pasaría a la historia por eso que llamamos bad timing: todos, incluyendo los ingleses, leían la compilación del tal Geoffrey Crayon.

III

Sobre Irving como literato siempre ha existido y existirá un cierto consenso crítico, sospechoso precisamente por la tendencial uniformidad: se estima que era bueno, ma non troppo, y que terminó jugando un papel clave en la historia de la literatura por una serie de circunstancias fortuitas, poco relacionadas con su talento algo irregular y su trayectoria algo inconsistente. Que haya producido de a ráfagas, con un logro cada 10 o 15 años; que haya cambiado de estilos y de géneros, pasando de cronista satírico a historiador erudito; y que a fin de cuentas se haya impuesto por el éxito comercial antes que por el reconocimiento crítico, lo presentan como un diletante con suerte y no como un poeta consumado o un artista dedicado. (Para estos impugnadores, por lo general ni J. Fenimore Cooper ni Hawthorne ni Poe tampoco valen gran cosa, por lo que habría que esperar a Whitman, o incluso hasta más tarde, a Henry James, para poder hablar de algo así como una literatura nacional norteamericana). A veces, casi para perdonarle su puesto insigne en el panteón de las Letras, se lo tilda de “humorista” o se lo alaba ambiguamente como “primer escritor americano que logró vivir de lo que ganaba escribiendo”, siendo la comicidad y el capitalismo rasgos no quintaesenciales para un artista, por supuesto.

En su momento de gloria, en la década de 1820, la negatividad supo manifestase mayormente desde una típica visión europeizante, y más aún, con mal disimulado rencor antiestadounidense: Irving, se decía, tal vez fuera el primer gran escritor norteamericano, e incluso americano en general (lo que no constituía ninguna proeza en un continente sin escritores), salvo que… bueno, esencialmente, ¡no tenía nada de americano! Esta insidia ya estaba presente en la consagración misma del autor, cuando los ingleses lo saludaron como el “mejor escritor británico que nunca había producido América” (Springer: 237); de hecho, una especialista encabeza la sección sobre la equívoca recepción del volumen asegurando que “Al leer el Sketch Book, los reseñistas británicos osaron proclamar que Irving era inglés” (Fash: S/P), y luego pasa a enumerar varias ocurrencias de este fenómeno de apropiación casi deliberada. Todavía en pleno siglo XX, por cierto, leemos tales ataques en Carlo Izzo, por ejemplo, cuando con ponzoñosos epigramas el historiador italiano declara que Washington Irving “no tuvo de americano casi nada más que el lugar de su nacimiento y algunos temas de sus escritos” (Izzo: 150), o bien que “siempre se halla bajo la influencia de la literatura inglesa, hasta rayar en la imitación” (ibid.,154). Y es que más allá de los contenidos del libro (considérese, por caso, que apenas un par de piezas tienen lugar en suelo americano), está el problema del paratexto preliminar intitulado “Noticia del autor sobre sí mismo”, donde el narrador introduce esa sutil y penosa distinción entre su América natal y su Europa idealizada, verbalizando el típico complejo de inferioridad colonial: “ningún norteamericano precisa buscar más allá de su patria la sublimidad y la belleza del paisaje natural. Pero Europa ofrecía los atractivos combinados de lo histórico y lo poético” (Irving 1983: 744).11 Aunque… ¿por qué confundir a Geoffrey Crayon exactamente con Washington Irving, después de todo? Con demasiada frecuencia se interpreta a un narrador como un alter ego del autor y se olvida que se trata de un artificio elemental. Y además, el lector atento del Sketch Book no tarda en advertir que la exaltación de lo británico se hace solo en nombre de lo británico antiguo, en clave romántica, y nunca se encomia al Reino Unido del momento, posterior a la revolución Industrial y aún malherido por Napoleón. Lo innegable, en última instancia, es que con su best-seller Washington Irving fundó –para bien o para mal– la retórica del acomplejamiento americano frente a la superioridad cultural europea, como supo puntualizarlo uno de sus grandes especialistas:

≪Por medio de Crayon, Irving llega a ser el primero de una serie de importantes escritores norteamericanos que eligen como tema el contraste entre lo gris, lo chato, lo ordinario, lo nuevo de Norteamérica y la vida en Europa […] James Fenimore Cooper, Nathaniel Hawthorne y Henry James hablarían explícitamente de las dificultades con que el escritor norteamericano debía trabajar en una sociedad desprovista de monumentos y de obras de arte, de rituales tradicionales y de símbolos, de instituciones y costumbres establecidas desde mucho tiempo atrás.≫ (Hedges 1976: 58)

Dejando de lado las muy atendibles críticas sobre la originalidad o incluso la calidad intrínseca de los textos del autor, como sea, un investigador serio de la literatura de las Américas –y del mundo– no puede desconocer cuál fue el valor fundamental del Sketch Book. Más por intuición que por convicción, si se quiere, Washington Irving había incluido en esa variopinta antología al menos dos piezas que hoy podemos reconocer, sin vueltas, como los primeros cuentos literarios americanos: “Rip van Winkle” y “La leyenda de Sleepy Hollow” (a los que cabría agregar, en tanto relato hecho y derecho, aunque plenamente apegado a la tradición feérica y folklórica europea, “El novio espectral”); no en vano hoy se los suele publicar juntos, como una mini antología muy práctica.

Por paradójico que suene, así, un libro que mentaba en su título un género específico, el sketch, justamente introducía otro género: el tale.

«Sleepy Hollow» y «Rip van Winkle», en versión de Disney

IV

He aquí lo que es el “literary sketch” según la actual Encyclopaedia Britannica, que justamente apela al Sketch Book para definir de forma ostensiva el género:

≪Breve narración en prosa, a menudo una relación entretenida de algún aspecto de una cultura escrito por alguien de esa cultura para lectores que están fuera de ella (por ejemplo, anécdotas de un viajero en la India publicadas en una revista inglesa). De estilo informal, el sketch es menos dramático pero más analítico y descriptivo que el cuento y la short-story. Un escritor de un sketch mantiene un tono coloquial y familiar, minimizando sus puntos principales y sugiriendo conclusiones en lugar de afirmarlas. Una variación común del sketch es el de personaje [character sketch], una forma de biografía ocasional que generalmente consiste en una serie de anécdotas sobre una persona real o imaginaria. El sketch se introdujo después del siglo XVI en respuesta al creciente interés de la clase media por el realismo social y las tierras exóticas y extranjeras. La forma alcanzó su máxima popularidad en los siglos XVIII y XIX, representada por famosos sketches tales como los de Joseph Addison y Richard Steele en The Spectator (1711-1712). […] El Sketch Book of Geoffrey Crayon, Gent.  (1819–20) es el recuento del paisaje y las costumbres inglesas de Washington Irving para los lectores de los Estados Unidos.≫12

Por cierto, la calificación de sketch “literario” y no sketch a secas que adopta la clásica Encyclopaedia es crucial, pues implica dejar fuera otros usos del concepto cercanos al arte y la literatura, tales como el boceto pictórico a mano alzada o la escena dramática de poco desarrollo.13 En cualquier caso, quizás convenga mantener el término en su forma original y no traducirlo, más allá de que en español contamos con denominaciones bastante acertadas, empezando por las más obvias, “bosquejo” o “boceto”, y contando con otras más floridas como “cuadro de costumbres”, “estampas”, “viñetas”, e incluso las arltianas “aguafuertes”.

Ahora procedamos ex negativo, para esclarecer mejor el asunto: construyamos un contraste entre el sketch y el cuento. “En el siglo XIX”, señala la especialista antes mencionada y justamente a propósito de Irving y su combinación genérica, “el sketch era un género flexible, asociado a la verdad, la sinceridad y la fragmentación. […] Tan variados como sus autores, los sketches podían tomar la forma de descripciones de personajes, panoramas regionales o ensayos reflexivos. A diferencia del cuento, a menudo carecían de trama o poseían una trama débil” (Fash: S/P). Si tomáramos un texto relativamente breve y polarizáramos las descripciones por un lado y las acciones por el otro, cual elementos discernibles (lo que no siempre es fácil, claro), atribuiríamos todos los momentos más descriptivos al sketch, mientras que los momentos narrativos indicarían la presencia de un cuento. Porque si en el primer formato es muchísimo más importante la vividez de las descripciones y los retratos humanos que el desarrollo argumental en sí, en el segundo lo determinante es el aliento épico, el factor dramático (si tomamos “drama” –con Aristóteles– por “acción”). En síntesis: un sketch en prosa es un texto breve de índole descriptiva y no narrativa, a diferencia de un cuento, que puede contener o no semblanzas de personajes, pinturas de lugares y recuentos de costumbres, pero que necesariamente narra uno o más hechos que le acontecen a uno o más protagonistas.14 Y en relación inversamente proporcional a la obsolescencia del sketch, que floreció en los periódicos y revistas entre el siglo XVIII y el XIX, cuando los lectores ante todo querían leer lo que no podían ver con sus ojos, el cuento llegó para quedarse… y ascender al cenit de la literatura.

Como pieza menor, concluyamos haciendo constar que el sketch ha pasado tan desapercibido en la historia de la literatura que un prominente lexicólogo literario hasta olvida incluirlo en la lista de precursores de la short story: “Puede aducirse que los antepasados de la short story, por muy toscos que fueran en algunos casos, son el mito, la leyenda, la parábola, el cuento de hadas, la fábula, la anécdota, el exemplum, el ensayo, el estudio caracterológico y el Märchen; además, el lai, el fabliau y hasta la balada” (Cuddon: 816).

Ilustración para «La leyenda de Sleepy Hollow»

V

En Washington Irving había un narrador nato, y esto ya era evidente en sus primeras creaciones (algunas piezas de la revista Salmagundi15 y la estructura subyacente de la funambulesca Historia de New York son prueba de ello). Pero insistimos en que es recién hacia 1819, con el Sketch Book, donde nuestro escritor, plenamente emancipado y maduro, acomete de lleno la aventura de incurrir en la composición de textos ficcionales en prosa y de corta extensión, a saber: “Rip van Winkle”, “La leyenda de Sleepy Hollow” y “El novio espectral”, con la doble osadía de que los dos primeros tienen lugar en suelo americano (por mucho que abreven de la tradición europea).

En efecto, Irving es el creador del American tale, el cuento americano, y ese acto originario se da, casi entre chanzas y veras, en un par de la treintena de piezas que componen su variopinto Sketch Book of Geoffrey Crayon, Gent. (que nada nos impediría traducir como “Libro de bocetos de Don Gervasio Carbonilla”, o algo por el estilo).16 Decimos “americano” porque el espacio-tiempo netamente lo es, en tanto el autor explota sabiamente un lugar sensible para él y simbólico para sus compatriotas como lo era el río Hudson y una época rica en imaginería y también valiosa para la conciencia nacional: la época de los colonos y de los Founding Fathers.17 Y decimos “cuento” por una serie de operaciones formales novedosas, que hoy damos por sentadas como constitutivas de un género, pero que no existían en el Nuevo Continente. Ante todo, al analista literario tiene que resultarle de lo más interesante el procedimiento de temporalización que el autor aplica al formato del sketch para arribar al del cuento en esos textos, pues lo sugestivo es que se trata de relatos breves, sí, pero que muestran a las claras su condición primordial de escenas estáticas, cual si el autor hubiera comenzado a escribir una cosa y calamo currente se hubiese desviado hacia otra. Con “Rip van Winkle” y “Sleepy Hollow” a la vista,18 echemos un vistazo a los recursos más destacados que se dan feliz cita al menos en el inicio de ambos relatos.

Para empezar, no puede pasarse por alto la barroca superposición de capas autoriales que Irving interpone, creando un abismo confuso y en definitiva, lúdico. Su Sketch Book es obra, supuestamente, de un tal Geoffrey Crayon, quien se presenta a sí mismo en el prólogo, con bastante verosimilitud, pero además, las dos historias que enfocamos llevan el subtítulo aclaratorio de que en realidad pertenecen al legado de Diedrich Knickerbocker, el presunto creador de la célebre Historia de New York desde el comienzo del mundo hasta el fin de la dinastía holandesa (1809); pocos británicos sabían en 1819 lo que casi todos los americanos ya sabían por entonces (o por deducción, o porque Brevoort lo había dado a saber en una reseña neoyorquina): que Knickerbocker era, por supuesto, una jocosa invención de Washington Irving, por lo que con Crayon la cosa no podía ser distinta.19

A renglón seguido, nos encontramos con sendos epígrafes, predeciblemente de autores británicos. En “Rip van Winkle”, la inscripción de cabecera proviene del clérigo, poeta y dramaturgo inglés William Cartwright (1611-1643) y su comedia The Ordinary (III, 1), mientras que en “Sleepy Hollow”, del bardo escocés James Thomson (1700-1748) y su poema “El castillo de la indolencia” (que ya había citado Ann Radcliffe en una novela gótica y que en casi simultáneo a Irving estaba citando Thomas de Quincey en sus Confesiones de un opiómano inglés). Vale decir que Irving/Crayon/Knickerbocker elige a un sucesor de Ben Johnson y a un poeta prestigioso (Thomson es el creador de la letra del himno “Rule, Britannia”, sin ir más lejos) para legitimar culturalmente e introducir anímicamente –por así decirlo– estas piezas de ambientación americana. Este tipo de citas introductorias es común en el Sketch Book y en la producción inmediata posterior de Irving (al punto de que Cartwright también es utilizado para el epígrafe del sketch sobre la Nochebuena), solo que la estrategia se resignifica y parece cobrar otro sentido cuando preside textos sobre el Nuevo Continente, un lugar que ni para el autor real ni para el autor ficticio Geoffrey Crayon poseían cultura o historia (historia “w.a.s.p.”, por supuesto, pues el pasado vernáculo previo a la colonización no contaba). Irving forja el cuento americano delegando la voz en un alter ego, el viajero Geoffrey Crayon, quien a su vez deslinda responsabilidades en el holandés Diedrich Knickerbocker, y apela a lo más granado de las letras británicas para de alguna forma autorizar o con-validar sus relatos situados en su terruño. Podría haber citado a Benjamin Franklin, a algún héroe de la Guerra de Independencia (después de todo, se llamaba Washington por el patriotismo de sus padres), o acaso la Biblia… o nada. Al mantener la misma estrategia para estas dos piezas que para el resto del libro en términos de paratextos, el autor los fusionaba y los hacía pasar desapercibidos, como parte integral del todo, pero al mismo tiempo, al atribuirlos a Knickerbocker,20 los colocaba en un sitio especial, evidenciando su condición peculiar. Sin incurrir en la psicología profunda, sería saludable especular un poco acerca de las decisiones formales que Irving tomó al componer e insertar estos relatos en su Sketch Book.

Por último, demos una hojeada al recurso por antonomasia que inauguran “Rip van Winkle” y “Sleepy Hollow” respecto del género del sketch: el de la temporalización, que consiste básicamente en la inserción de una dinámica épica, narrativa, tras la exposición de un material descriptivo: postales vivaces que de pronto se echan a andar…

El esmero plástico del narrador es portentoso a lo largo de todas las piezas, pero nunca como al comienzo. En los dos casos, el lector es puesto muy vívidamente ante sendos emplazamientos río arriba del Hudson, en el Estado de New York, en parajes que Washington Irving conocía muy bien gracias a sus viajes de infancia y juventud: el valle de Tarry Town y las montañas Kaatskill (hoy, Catskill). Por una progresión expositiva clásica, que luego el cine imitaría con su apertura en gran plano general de una ciudad o calle y corte a plano entero del personaje, tras ambientarnos en la topografía del relato pasamos a conocer a los héroes (o mejor dicho, antihéroes), no sin antes hacer comentarios y disquisiciones sobre los colonos holandeses de la región. En las dos ocasiones se repite este esquema, fácilmente reconocible al discurrir los primeros párrafos: 1) ubicación espacial (con precisos datos geográficos), 2) remisión al pasado reciente (con ecos evocativos), y 3) presentación del protagonista (por dentro y por fuera). A los fines del sketch, con eso bastaría y sobraría: tras pintar un lugar específico y sus habitantes, se realza uno en particular y se lo describe con pelos y señales, a título ilustrativo. Pero la ruptura y el pasaje al cuento adviene, como es lógico, con una cláusula temporal: pasadas las tres o cuatro páginas iniciales, el narrador introduce un corte temporal concreto y pasa a un modo narrativo, acelerando progresivamente los datos, con una incipiente técnica de in crescendo que haría historia en el cuento moderno. En “Rip van Winkle”, así, de pronto leemos: “En un largo vagabundeo de esos, en un bello día otoñal…” (Irving 1983: 773), tal como en “Sleepy Hollow” de súbito nos encontramos con “Era la mismísima hora nocturna de las brujas…” (ibid., p. 1081). Los que se invocan no son momentos triviales, por cierto: el otoño es la temporada de cambio, graficado por la caída de las hojas (en inglés actual cada vez se lo llama más “Fall” por sobre “Autumn”), y la hora de las brujas es, en la tradición septentrional, ese instante que aproximadamente coincide con la medianoche (el pasaje de un día al otro, desde ya), cuando supuestamente las brujas se reunían en aquelarres y los poderes mágicos se intensificaban. A partir de dichos sintagmas, y una vez que toda la información necesaria ya ha sido expuesta, lo analítico y reflexivo se va atenuando y como contrapeso, se va imponiendo lo narrativo y dramático (“Sleepy Hollow” se desliza hacia el gótico, no sin humorada anticlimática, y “Rip van Winkle”, hacia el fantástico, modo al que propende por su índole de tall tale). En estos casos, lo que llenaba un sketch pasa a ser apenas una introducción al cuento; con el tiempo, los sucesivos maestros del género aprenderían a reducir la parte introductoria al mínimo indispensable, a fin de que la diégesis irrumpa lo antes posible y el lector no establezca un pacto de lectura impropio de una ficción.

Un último dato de color, si bien no meramente anecdótico: así como Irving no advirtió del todo que estaba haciendo una transición del sketch al tale, tampoco se mantuvo firme luego en la explotación y el perfeccionamiento del nuevo formato. Su libro siguiente, Bracebridge Hall (de nuevo publicado por Van Winkle en New York y por Murray en Londres casi en simultáneo, en 1822), volvió a la carga con una profusión de sketches estáticos y emotivos, con solo algún que otro relato propiamente dicho intercalado (“The Stout Gentleman” es una auténtica joyita, por cierto21). En el texto inicial del primer tomo, de hecho, el narrador –que una vez más es Geoffrey Crayon– anuncia que su “intención es la de hacer sketches ocasionales de las escenas y los personajes que tengo delante”,22 fijando el tono de toda la obra. Y en la íntegra producción subsiguiente de Irving, asimismo, la narrativa breve solo aparece esporádicamente, insertada entre ensayos, crónicas, sketches, leyendas folklóricas y biografías. Más aún: la oscilación en la taxonomía de sus piezas breves se mantendría en vida del autor también por parte de sus editores. Recordemos que la primera edición de la célebre obra sobre la Granada andaluza se tituló The Alhambra: A Series of Tales of the Moors and Spaniards, by the Author of «The Sketch Book” (1831); y la segunda, de apenas un año después, llevó el nombre de The Alhambra: a Series of Tales and Sketches of the Moors and Spaniards, atribuyéndole la autoría a “Geoffrey Crayon”. Todavía en 1851, el neoyorquino publicaría una “edición revisada” bajo el más moderno y sencillo título de Tales of the Alhambra, que es como lo conocemos hoy.

Estatua de Rip van Winkle, Irvington, New York

VI

Ni que decir tiene que las piezas que venimos analizando poseen otros méritos y encantos, además del humor fresco y del enorme logro técnico que ostentan. Destaquemos, en principio, los dos más relevantes en términos culturales, en tanto involucran un giro profundo del sistema literario norteamericano.

Por un lado, la obra de Irving en general (con excepción de sus crónicas de viajes y sus biografías históricas), pero sobre todo sus primeros y felicísimos relatos en particular,23 introducen inauguralmente en América una cierta dimensión de autonomía estética, o mejor, de autotelismo, que conlleva la renuncia a toda pretensión didáctica o moral demasiado obvia por parte de las belles lettres (que pasan a ser tanto más “bellas” cuanto más sepan evitar propósitos concretos y específicos). Hasta comienzos del siglo XIX, en un país de ascendencia puritana como los EE. UU. resultaba prácticamente imposible dar siquiera con una página de libro, diario o revista que no aspirara de algún modo a contribuir con el bienestar social, instruir a los jóvenes, condenar los vicios y exaltar las virtudes, cantarle a la patria y ensalzar al divino Creador, etc., etc.24 Aún sin abjurar del tono entre satírico y sarcástico característico de sus primeras obras (incluyendo aquellas bajo el pseudónimo de Geoffrey Crayon), Washington Irving, en cambio, prefirió desentenderse de toda capacidad formativa y supo abstenerse de pronunciamientos morales o políticos explícitos, para romper así con la pesada prevalencia de la escritura edificante y aleccionadora, esa masa textual que hoy tildaríamos de “literatura con mensaje” y que, de no estar excelsamente redactada, ha pasado a acumular polvo en los anaqueles más oscuros de las bibliotecas públicas. Si se quiere, ya en la primera entrega de Salmagundi, en enero de 1807, estaba claro que por detrás –o por delante– de la empresa crítica lo que había era mayormente una humorada, dispuesta a burlarse de las pretensiones correctivas y aleccionadoras de los escritores: “Nuestra intención simplemente”, dice con falsa modestia el narrador, “es instruir a los jóvenes, reformar a los viejos, corregir la ciudad, y fustigar nuestra era; es una tarea ardua, y por ende la emprendemos con confianza” (Irving 1983: 49-50); como se deja ver, el estro satírico del menor de los Irving (a Washington lo precedían otros diez niños y niñas) tenía mucho menos que ver con Jonathan Swift que con Lawrence Sterne. Y en sendos postscripta de “Rip van Winkle” y “Sleepy Hollow”, en esta misma línea jocosa, no se deja pasar la ocasión de ironizar sobre la posible utilidad de cada historia y su dudosa veracidad, mofándose de las interpretaciones pedagógicas y/o alegóricas que en última instancia obstruyen el disfrute de la lectura.25 Asimismo, en el “Prefacio al lector” de Tales of a Traveller (1824) nuestro amigo Geoffrey Crayon arroja: “Como sé que esta es una era que cuenta historias y lee historias, y que al mundo le complace aprender con apólogos, he asimilado la instrucción que he de impartir en cierta cantidad de cuentos. Puede que no posean la fuerza de entretener que poseen los cuentos que cuentan muchos de mis contemporáneos; pero me valoro por la sólida moral que contiene cada uno” (Irving 1991: 384). Es justamente para denunciar la persistencia de lo que todavía en la década de 1840 Poe apostrofaría como la “herejía de lo didáctico” y que siguió asomando la cabeza en la literatura estadounidense hasta fines del siglo XIX, como mínimo, que un académico ha exaltado este rasgo de Irving incluso no solo respecto de sus coetáneos, sino también de su posteridad: “No compartió la aspiración de algunos de sus contemporáneos y muchos de sus continuadores, que escribieron para predicar la democracia, defender las causas sociales, difundir el conocimiento científico o promover ideales: se propuso simplemente observar a los hombres” (McDermott: 7).

Por otro lado, no hay que perder de vista esa capacidad de Irving que podríamos denominar, faute de mieux, su productividad mítica, un don como nunca a flor de piel en “Rip van Winkle” y “Sleepy Hollow”. Con esto nos referimos a su extraordinario talento para absorber materiales europeos y reelaborarlos de modo tal que impactaran de lleno en sus compatriotas, hasta quedar inscriptos como propios y originarios. Porque hay que decir que ambos memorables relatos se basan en fuentes fácilmente constatables, que incluso en su momento inspiraron a más de un crítico feroz a condenar a Washington Irving por su escasa o nula originalidad.26 “Rip van Winkle” reproduce la historia maravillosa “Peter Klaus, pastor de cabras”, del teólogo J. K. C. Nachtigal, publicada bajo el pseudónimo de “Otmar” en sus Volcks-Sagen de 1800, la que a su turno no era sino una versión remozada de la clásica historia del poeta Epiménides de Gnosia según fuera conservada por Diógenes Laercio.27 Y “La Leyenda de Sleepy Hollow”, a su vez, se nutre de varios gérmenes: el poema “El cazador salvaje” de G. A. Bürger, traducido por Walter Scott como “La cacería” en 1796; el episodio verídico del soldado hésico decapitado por un cañonazo en la batalla de White Plains, en 1776 (los oriundos de Hessen combatían del lado americano, contra los ingleses); y numerosas fábulas del folklore germánico y celta –ciclo artúrico incluido– sobre jinetes espectrales de toda laya. Al apropiarse de la matriz folklórica europea –tanto culta como popular– y trasplantarla a su tierra sin mayores pretensiones que la del sano divertimento, nuestro autor se sumergió de lleno en el imaginario social y pudo aplicarse a la creación de tipos y arquetipos locales, validados por la constatación –tan banal como necesaria– de que lo americano, a fin de cuentas, tenía un common ground con lo europeo. Y ciertamente no se trata de una sencilla adaptación, donde un autor toma un personaje o una historia y los repone, mutatis mutandis, en otro contexto, apenas cambiando nombres y fechas, sino de una sabia elección de motivos y de un acertado ajuste de detalles, en especial de las motivaciones y las idiosincrasias de los personajes (porque más allá del amor por la geografía inscripta en las historias, una geografía que a Irving le atañía emocionalmente, lo que hay es un agudo sentido de la caracterización de tipos sociales: el maestro pusilánime, la matrona que lleva los pantalones de la casa, el campesino bravucón, el marido poco dado a la vida industriosa y hogareña, etc.). Consideremos el caso de “Rip van Winkle”, el decano de los cuentos americanos: el texto de Nachtigal es un inocente relato feérico en el que un pastorcillo se duerme durante un largo tiempo y finalmente despierta para encontrarse con que todo ha cambiado, menos él. Irving utiliza la base de esa fábula bucólica para narrar la historia de un matrimonio infeliz durante la guerra de independencia americana, una historia en la que el ama de casa parece ser el estereotipo de la esposa mandona y arpía (el texto lo explicita con insistencia, incluso apelando al anticuado atributo de “tarmagant”), pero también podría simbolizar a la cruel “madre patria”, el Reino Unido, en virtud de que el protagonista se queda dormido justo en el momento culmine de la revolución; y el héroe epónimo, por su parte, además de lo alusivo e irónico de su solo nombre,28 constituye todo un “arquetipo fundamental americano” (Fiedler: 335), pues encarna al aventurero, el explorador, el eterno soltero y bohemio, el pionero para el que “la mujer era el principal enemigo” (Mumford: 31), y que ha sido magistralmente definido como un “héroe popular, a primera vista incomprensible. Ni heroico ni, en lo externo, un pionero […] Inepto para trabajos consecutivos, acosado por su mujer, y disgustado con la sociedad humana, se retira a las colinas con su perro y su arma” (ibid., p. 32).29

En efecto, hasta el día de hoy los detractores de Washington Irving la tienen especialmente difícil cuando el foco crítico se desplaza del valor literario intrínseco al resbaladizo terreno de la cultura popular, donde a menudo lo cuantitativo opaca lo cualitativo y el impacto público lo define todo. Y es que el autor está grabado a fuego en la conciencia norteamericana, y su vigencia no cesa, como tampoco podrían cesar jamás la de Hawthorne, la de Poe, o la de Melville. El éxito teatral de la versión dramática de “Rip van Winkle”, éxito que duró décadas y décadas a lo largo del siglo XIX, y la resonancia de “Sleepy Hollow” en la pantalla grande, con las célebres trasposiciones de Disney (en versión animada) y de Tim Burton, son discretas muestras de cómo perduraron y perduran esos textos en otros soportes, al alcance de un público masivo, a menudo en edad infanto-juvenil o incluso sin conocimiento alguno de la literatura clásica nacional. En cuanto a su amada ciudad natal… bueno, la penetración de Irving ha sido proverbial: así como el nombre de “Gotham City” (acuñado por el autor en 1807, en su Salmagundi)30 quedó ligado a New York desde que el escritor Bill Finger bautizara así la urbe donde tenía lugar la tira del superhéroe Batman, en 1940, el apelativo “Knickerbocker” (o para abreviar, solo “knick”) a la larga se transformó en una designación alternativa para los habitantes de la metrópolis (el club de básquetbol de la NBA lleva aún ese orgulloso nombre: los “New York Knicks”). Y si ampliamos la mira a la cultura estadounidense en general, es sabido que la tradición del festejo navideño fue definitivamente impulsada por los sketches navideños de Irving, y la de la calabaza navideña, puntualmente, fue claramente inspirada por su historia de “Sleepy Hollow”. Así pues, podría afirmarse que Washington Irving expresa a la perfección ese designio casi místico de Borges según el cual un autor es realmente popular cuando logra entrar en la memoria de un pueblo a través de sus obras al punto de que se lo olvida como sujeto individual.

En suma: Washington Irving no era un estilista, ni un erudito, y cuesta definirlo como un cabal hombre de letras,31 pero la “revolución” literaria que protagonizó puede explicarse a partir de sus decisiones y hallazgos, que lo pintan como un mediador, o como un pontífice (en el sentido etimológico de constructor de puentes). En la batalla cultural y simbólica entre el Reino Unido y los Estados Unidos de América, buscó un aristotélico punto medio, tomándose a broma los rencores. En el reposicionamiento del moderno sistema literario respecto del Ancien Régime artístico, abjuró de las pretensiones morales y pedagógicas, como comenzaban a pedirlo las voces más progresivas de Europa, pero no de la sátira dieciochesca; de hecho, llegó al cuento a fuerza de transitar los géneros del XVIII: el ensayo, la epístola, la crónica, el sketch… Era un hombre razonable, sin exabruptos ni emociones intensas o ideas radicales, y no sorprende, por lo tanto, que la lírica le haya sido prácticamente desconocida. Sin quererlo, y más todavía, sin llegar a saberlo en su larga y productiva existencia, este hombre apacible ha sido el padre del cuento americano.


* En español denominamos “cuento” a toda pieza narrativa breve, en prosa y ficcional, si bien el inglés moderno a menudo distingue (aunque no siempre con consistencia) entre “tale” y “short story”; por claridad terminológica, en este artículo nos referimos siempre al “tale” como “cuento”, mientras que mantenemos “short story” en su forma original. Por lo demás, para una distinción sumaria entre ambos formatos en el ámbito norteamericano puede consultarse el artículo de Robert Marler “Del cuento a la short story: la aparición de un nuevo género en la década de 1850”, trad. de Mariana Larín Martínez, en M. G. Burello (ed.), Literatura Norteamericana. Narrativa Breve I, Buenos Aires: Opfyl (FFyL, UBA), 2021, p. 5-20 (también disponible en este website). Sumariamente, baste decir aquí que el tale pone el énfasis en la concatenación de sucesos y la perspectiva del narrador, mientras que la short story, de tendencia más realista (y por ende posterior), presta mayor atención al mundo de los personajes y su consistencia, sin descuidar –por supuesto– la trama. Un sustento teórico obvio podrá el lector encontrarlo en el cuarto ensayo del gran clásico del canadiense Northrop Frye Anatomía de la crítica.

Bibliografía:

Brander Matthews, J. “Washington Irving”, en: St. Nicholas: An Illustrated Magazine for Young Folks, ed. by Mary Mapes Dodge, vol. XXI, part 2. New York/Londres, 1894, p. 630-636.

Cuddon, J. A. The Penguin Dictionary Of Literary Terms And Literary Theory. Londres: Penguin, 1999.

Fash, Lydia G. The Sketch, the Tale, and the Beginnings of American Literature. Charlottesville: University of Virginia Press, 2020. (Accesible en books.google.com)

Hedges, William. “Washington Irving: El libro de apuntes de Geoffrey Crayon, caballero”, en Hennig Cohen (ed.), Cumbres de la Literatura Norteamericana. S/T. Buenos Aires: Ediciones del 70, 1976, p. 53-60.

Hughes, Robert. “Sleepy Hollow: Fearful Pleasures and the Nightmare of History”, en The Arizona Quarterly (Autumn 2005), 61, 3; p. 1-26.

Irving, Washington. History, Tales and Sketches (Letters Of Jonathan Oldstyle, Gent.; Salmagundi or, The Whim-Whams and Opinions of Launcelot Langstaff, Esq. & Others; A History Of New York. From the Beginning of the World to the End of the Dutch Dynasty; The Sketch Book Of Geoffrey Crayon, Gent.). New York: The Library of America, 1983.

———————–. Bracebridge Hall. Tales of a Traveller. The Alhambra.New York: The Library of America, 1991.

Izzo, Carlo. La literatura norteamericana. Trad. A. Dabini. Buenos Aires: Losada, 1971.

Fiedler, Leslie. Love and Death in the American Novel. Cleveland/New York: Meridian Books, 1962.

Leary, Lewis. Washington Irving. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1963.

McDermott, J. F. “Introducción” a El mundo de Washington Irving. Trad. y notas de M. Oyuela de Grant. Buenos Aires: Corregidor, 1978, p. 7-20.

Mumford, Lewis. The Golden Day. Boston: Beacon Press, 1957.

Poe, E. A. Essays and Reviews. Ed. G. R. Thompson. New York: The Library of America, 1984.

Rigal Aragón, Margarita. “Inicios del cuento estadounidense: el nacimiento romántico de una tradición”, en S. R. Guerrero-Strachan (ed.), Fragmentos de realidad. Los autores y las poéticas del cuento en lengua inglesa.  Valladolid: Universidad de Valladolid, 2015, p. 11-26.

Spiller, Robert. Historia de la literatura norteamericana. Trad. de C. Bosch. Buenos Aires: La Reja, 1957.

Springer, Haskell. “Washington Irving y el grupo Knickerbocker”, en E. Elliot (ed.), Historia de la literatura norteamericana. Trad. Ma. Coy. Madrid: Cátedra, 1991, p. 233-242.

Todorov, Tzvetan (ed.). Teoría de la literatura de los formalistas rusos. Trad. de A. M. Nethol. México DF: Siglo XXI, 1997.


  1. Se trataba de una edición de la casa Carey, Lea, & Blanchard, de Philadelphia, y contenía material de la saga de Los cuentos de la Alhambra. En efecto, Irving había iniciado hacia 1830 su “época española”, que se expresaría en diversos textos.
  2. De no haber aclaración, todas las traducciones nos pertenecen.
  3. Es raro que en esta genealogía elemental Poe remitiera a la tercera obra narrativa de Irving (Tales of a Traveller), y no a la primera, The Sketch Book, publicada entre 1819 y 1820, o siquiera a la segunda, Bracebridge Hall, aparecida en 1822, pero es dable suponer que invocó el libro que tenía más en mente, sin un criterio cronológico.
  4. Véase The Philosophy of the Short-Story (edición definitiva, 1901); accessible en openlibrary.org. En español hay un fragmento esencial del texto en: C. Pacheco y L. Barrera Linares (comps.), Del cuento y sus alrededores, Caracas, Monte Ávila, 1997, pp. 57-67. Cabe aclarar que Brander Matthews dice siempre “short story” y no “tale” seguramente para darle calificación literaria al relato breve, reservando el segundo término para la oralidad (“tale” proviene del verbo “to tell”: contar, narrar), y no porque piense que la narrativa de Washington Irving –o la de Poe, llegado el caso– mostraba realismo o conciencia crítica; para entonces, en el sistema literario americano el concepto de “short story” era un tecnicismo elegante, desprovisto de andamiaje teórico.
  5. Si nos atenemos estrictamente al cuento tal como lo conocemos, la literatura estadounidense lleva la delantera comparativa en el continente y por lo tanto aquí podemos hablar de lo pan-americano por encima de lo norte-americano.
  6. Por caso: D. H. Lawrence, tan apasionado por el Nuevo Mundo y sus abismos, lo omite penosamente en sus idiosincrásicos Estudios sobre Literatura Clásica Norteamericana.
  7. El ánimo melancólico del autor, que claramente informa el Sketch Book (no casualmente el epígrafe proviene de la Anatomía de la Melancolía de Burton), estaba de moda entre los jóvenes más o menos educados de la época y era un signo de lo que equívocamente solemos llamar «romanticismo».
  8. Como satírico consumado, para nuestro autor los pseudónimos eran un recurso distintivo, en parte para suscitar efectos humorísticos, en parte para deslindar responsabilidades en caso de disputas o reclamos (no en vano había estudiado derecho). Sus primeros escritos habían aparecido a nombre de un tal Jonathan Oldstyle (un narrador que en efecto echaba mano de un old style, un “estilo antiguo”, sino anticuado), y su célebre Historia de New York era atribuida a un supuesto historiador llamado Diedrich Knickerbocker (nombre que clamaba a los cuatro vientos el origen holandés). Con estos ocultamientos, el autor real hacía un divertido guiño a sus lectores, volviéndolos cómplices de una humorada.
  9. Vale la pena citar la clásica descripción de la obra que ofreciera el profesor Robert Spiller: “Compuesto de ensayos, de bocetos sobre personajes típicos, y de descripciones y cuentos, combina trozos sacados de los libros con otros sacados de la vida” (40).
  10. Sydney Smith, “America”, en The Works of the Rev. Sydney Smith, Vol. I, Londres, Longman et al., 1859, pp. 286-292; la cita, p. 292.
  11. NB: en el original se dice “But Europe held forth the charms of storied and poetical association”, donde se enfatiza no tanto la historia como disciplina (history), sino como relato (story).
  12. Accesible en www.britannica.com. Anotemos, de paso, que sorprende la omisión de un clásico del género como lo son los Sketches by Boz, de Charles Dickens (1839).
  13. Tanto en plástica como en teatro, el inglés “sketch” describe una forma espontánea, inacabada, o al menos, muy sencilla; como pieza autónoma en prosa, en cambio, el sketch literario no acarrea ninguna de esas características, más allá de que se presenta como un texto de ocasión o sin mayores pretensiones. En su tratado terminológico, por caso, J. A. Cuddon aborda el concepto de “sketch” distinguiendo “dos categorías básicas”: una “breve pieza en prosa (…) generalmente de tipo descriptivo”, y “una breve pieza dramática” (1999: 833).
  14. A su vez, por supuesto, cada categoría puede calificarse en subespecies, para ganar en especificidad: “sketch” puede ser “character sketch”, así como el “tale” puede ser “fantastic tale”. Con estas subvariantes juega L. Lewisohn en su famosa historia de la literatura norteamericana, que citamos en el epígrafe (hay versión en español).
  15. En definitiva, es indeterminable a quién pertenecía cada pieza de los veinte números de Salmagundi, pues se trataba de una genuina colaboración de tres personas (además de Washington Irving, su hermano William y su gran amigo, James Kirke Paulding), pero se sospecha que la mano de W. I. prevalecía prácticamente en cada página. De entre los muchos textos que muestran proto-narraciones, la historia del “hombrecillo de negro” –con todo su ropaje de leyenda y su tufillo moralizante– es probablemente el anuncio más claro de una voluntad formal épica y condensada.
  16. En un trabajo que posiciona a Washington Irving como padre del cuento americano, la estudiosa española Margarita Rigal señala que “De especial relevancia resulta el hecho de que, cuando Irving alude a sus propias historias, las denomina sketches y short tales y no short stories. El vocablo “sketch” (apunte o bosquejo), según una de las entradas del Shorter English Oxford Dictionary on Historical Principles, queda definido de manera cercana a lo que Irving creaba para sus lectores en piezas como “Rural Life in England” o “The Christmas Dinner”, ambas contenidas en su Sketch Book: “a brief account, description or narrative, not going into details; a short or superficial essay or study”” (Rigal: 13).
  17. Sobre la elección del crucial paréntesis temporal en el que se queda dormido el bueno de Rip van Winkle no será necesario explayarse. Pero también “Sleepy Hollow”, por debajo de su superficie maravillosa y chapucera, rezuma historia norteamericana, lo que ha llevado a un estudioso reciente a admitir que “‘La leyenda de Sleepy Hollow’ pone al crítico ante un problema histórico notoriamente insoluble. Ya hemos visto que la leyenda está montada en una fuerte relación con la historia” (Hughes: 14).
  18. Como sugerimos antes, “El novio espectral” califica cabalmente como un cuento desde el punto de vista morfológico, pero solo sería “americano” en tanto escrito por un estadounidense; por esto, y por su escasísima repercusión comparativa (sin duda como resultado de su simpleza y linealidad), se lo omite al estudiar el American tale.
  19. En un típico caso de hoax (hoy se hablaría de fake news) que pinta a las claras su ingenio y su criterio comercial, poco antes de publicar su Historia de New York Irving había difundido en diversos periódicos de la ciudad la “noticia” de la desaparición de un gran historiador holandés llamado Diedrich Knickerbocker (el apellido alude a los pantalones que llegaban hasta la rodilla, muy a la moda entre los colonos neoyorkinos del pasado). Cuando el libro salió a la luz, en diciembre de 1809, lo precedía el misterio sobre el presunto historiador, y eso seguramente ayudó a su enorme éxito. Poco después se supo que el tal Knickerbocker no existía y que la Historia era producto de un joven escritor que ya había suscitado interés con sus textos previos, también bajo pseudónimos rimbombantes (tales como Jonathan Oldstyle o Lancelot Langstaff).
  20. Para la edición revisada, en 1848, Irving agregó además respectivas addenda bajo la forma del “Postscriptum”, con supuestas anotaciones del inefable Knickerbocker.
  21. Hay versión en español: “El caballero corpulento” en El mundo de Washington Irving (v. bibliog.).
  22. En “The Hall”. Accesible en gutenberg.org.
  23. El célebre prólogo de Philip McFarland a la edición de 1863 del Sketch Book cita una epístola de Irving a un amigo respecto de la escritura de ese libro, y pareciera una declaración pensada ante todo para las piezas narrativas de la obra: “No he aspirado a un tema elevado, ni he buscado parecer sabio y erudito. He preferido dirigirme al sentimiento y la fantasía del lector, más que a su juicio” (p. 13; accesible en books.google.com.).
  24. Para formarse una clara idea del tipo de “relatos” con los que entraban en competencia los de Irving, el lector puede consultar “La historia de la esposa del capitán y una señora mayor”, de Ruri Colla, disponible en este mismo website.
  25. Considérese, por ejemplo, el marco final agregado a “Sleepy Hollow”, donde Knickerbocker (gracias a Crayon, gracias a Irving) nos confiesa que ante las dudas de un oyente respecto de la historia el narrador replica: “A fe mía, señor, en cuanto a esto, yo no creo ni la mitad” (Irving 1983: 1088).
  26. El clásico estudio que puso fin a muchas dudas (y activó otras, apenas recientemente desactivadas por nuevos investigadores) es el libro de Walter A. Reichart Washington Irving and Germany (Ann Arbor: University of Michigan Press, 1957). En él se detallan las fuentes germánicas de los textos de Irving, y en especial, las de sus narraciones, así como también se describen las acusaciones de plagio que padeció el autor por su frecuente apropiación de dichos materiales (tal como poco después le sucedería al mismísimo Edgar Allan Poe).
  27. La traducción de Edgar Taylor de los cuentos de los Hermanos Grimm (aunque el relato no les pertenecía, Taylor lo incluyó porque le gustaba) aún no estaba disponible en 1819, por lo que Irving pudo haber leído una versión aislada, traducido o bien de la fuente original, Nachtigal, como de J. G. Büsching, quien en 1812 también había compilado cuentos de hadas en alemán (este libro se halló en posesión del autor, en la mansión Sunnyside). Ávido lector como era, probablemente también conocía la historia del cretense Epiménides y su siesta de 57 años de alguna fuente clásica, ya fuera el propio Diógenes Laercio u otro.
  28. El nombre “Rip”, supuestamente holandés, evoca la inscripción en las lápidas “R.I.P.” (“rest in peace” = “que en paz descanse”), y de alguna manera anticipa que su portador ha de morir y volver a nacer (en inglés, “rip” también vale por un desgarramiento, una fisura); y el apellido “Winkle” contiene una alusión al verbo to wink, que significa “pestañear” y, por extensión, dormir una siesta ligera (o sea, lo opuesto al sueño de dos décadas del personaje).
  29. Mumford y Fiedler, que aquí citamos, son dos de los teóricos que más desarrollan la explotación de la figura del personaje soltero, algo inmaduro y aventurero, por parte de Washington Irving (quien a su vez llevó esa vida en persona).
  30. Casi seguramente Irving tomó el nombre de la antigua ciudad inglesa “Gotham City”, que significaba “ciudad de cabras”, lo que equivalía a designarlo como un lugar de locos, y eso era justamente lo que quería dar a entender de la New York de comienzos del siglo XIX.
  31. En el texto antes referido, J. B. Matthews lo compara con Franklin y por ende arriba a un saldo más que elocuente y favorable, pero con el que es difícil coincidir de lleno: “El primer hombre de letras norteamericano, Benjamin Franklin, solo fue un hombre de letras ocasionalmente, y por así decirlo, accidentalmente; pues era un impresor de oficio, un político por elección, y nunca fue un autor de profesión. (…) El primer norteamericano que de veras adoptó la literatura como una vocación y que dependió con éxito de su pluma para su subsistencia fue Washington Irving” (op. cit., p. 630).