Inicio 9 Críticas y Reseñas 9 De Buitres y burbujas. Sobre «La gran apuesta» (The Big Short, 2015)
The big short, 2015

La gran apuesta de La gran apuesta (The Big Short, 2015) pasa por el brechtianismo que puede o quiere permitirse Hollywood: más radical en su reflexión sobre el dispositivo audiovisual del cine que en su crítica política. Centrada en la crisis financiera del 2008, la trama propone una nueva respuesta a la trajinada pregunta de La ópera de los 3 centavos: “¿Qué es el robo de un banco en comparación con fundar uno?”. Para analizarla, conviene entonces remitirla a una problemática general -la representación del poder financiero mundial- y ubicarla en una serie -las últimas ficciones audiovisuales sobre Wall Street. Películas como El maestro del dinero (Money Monster, 2016), El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2014), El precio de la codicia (Margin Call, 2011), Malas noticias (Too Big to Fail, 2011) y la saga Wall Street (1987 y 2010) no solo extienden una mirada etnográfica hacia la ecología que entrama a los especuladores –su forma de pensar, de socializar y el pulso y las mercancías de su consumo– con la inextricable mecánica de los flujos de capital, sino que también juzgan los límites de su codicia, de su responsabilidad moral y de su redención.

Buitres y burbujas

Escrita y dirigida por Adam McKay –por lejos el mejor director de las comedias que produjo la escudería Apatow– y basada en una obra de Michel Lewis –que ya había explorado la fibra del capitalismo con el libro que dio lugar a la genial Moneyball (2011)–, La gran apuesta narra las distintas historias de un grupo de habitantes del mundo de las altas finanzas que, prediciendo el colapso de los bonos de créditos hipotecarios que desató la crisis, apuestan contra los bancos de inversión (Goldman Sachs, J.P. Morgan Chase). Y, ya se sabe, ganan. Así, consiguen cien años de perdón aprovechándose de la imprevisión y/o las marrullerías de esos bancos y de las calificadoras de riesgo, de la falta de control estatal y de la ignorancia o la pasividad del ciudadano de a pie, que, como se suele acentuar en esta clase de films –y como sucede en la vida real– paga, al final del circuito, los costos de la fiesta. 

Para representar ese planeta de especuladores el film desmultiplica sus puntos de vista. ¿Quiénes pueden joder con el poder financiero mundial? Un asocial patológico pero visionario (el personaje de Christian Bale), para quien hacer inversiones contra los bancos es parte de una obsesión impasible y solitaria; un par de jóvenes inmaduros aspirantes a inversionistas, asesorados por un ex inversionista transido y misófobo (un contenido Brad Pitt); un yuppie ontológico (Ryan Gosling), que hace a la vez de narrador intradiegético; un cuarteto de inversores comandados por un indignado compulsivo e insoportable (Steve Carell), que introduce en la película el discurso moral y, por eso, encarna al final el dilema –tramposo– entre la tragedia colectiva (recordemos: solo en EE.UU. 6.000.000 de desempleados y 8.000.000 de desahuciados) y la ganancia personal; es decir, el crimen social castrado como culposa pena individual. En definitiva, la lista es variopinta, pero no incluye al hombre común. Hay esperanza, pero no para nosotros.

La gran apuesta se entretiene poco –y lo hace irónicamente (pero no me adelanto)– con aquello a lo que sus predecesoras nos tenían acostumbrados: exhibir el planeta Wall Street como lugar del goce desenfrenado. Goce en tanto acceso e imperativo; en tanto privilegio y pulsión. Que se vuelve atractivo como materia cinematográfica cuando se asoma al vacío de lo patológico, o cuando cae decididamente en él, como lo cuenta American Psycho (2000). Más que por los gustos caros en arte, tecnología, gastronomía, propiedades, ocio, drogas, etc., etc. y la competencia desaforada –es decir, por una economía de la energía libidinal–, el film se preocupa por el funcionamiento de unos sujetos, más trágicamente patéticos mientras más abajo están, que son lugar de paso en el circuito especulativo –es decir, por una cinética de los flujos de capital. 

Mientras que la saga Wall Street, El precio de la codicia y hasta El maestro del dinero se concentran en la culpa individual o la indolencia –mercantilizada a través de la idea de riesgo moral (esto es, la amenaza de que alguien se comporte con desidia porque se sabe protegido)–, La gran apuesta subraya un aspecto que constituye quizás la escandalosa novedad que, para Hollywood, introduce en la historia la crisis de los bonos hipotecarios: el crimen paga. Y, para peor, eso parece ser el resultado de una operatoria sistémica. Por lo que se abren así interrogantes sobre la responsabilidad, culpabilidad y posibilidades de transformación que le cabe a cada uno de los involucrados: especuladores (los que ganan), bancos (los que no pierden), Gobierno (el que decide que los bancos no pierdan), los ciudadanos medios (los que pierden), los pobres e inmigrantes (los que ya son perdedores y además reciben el peso social de la culpa) y los medios (que colaboran con todo lo anterior). En suma: no hay culpables desde el punto de vista judicial. La gran disyuntiva pasa entonces por qué creer: si este sistema en su totalidad es estúpido, es fraudulento o es una combinación aterradora de ambos. Luego de debatirse entre esas opciones, La gran apuesta parece decantarse por la hipótesis de la estafa. La gran estafa.

Pero cualquier reflexión sobre la responsabilidad no puede dejar de observar cómo estos films se apropian de las metáforas esferológicas, donde convergen la discursividad económica y el imaginario del lujo. Burbujas, globos, pompas, espuma, etc. bien pueden ser leídas como una expresión cinematogénica del proceso de desmaterialización de la riqueza, en contraste con la pesadez y el penar asociados al mundo del trabajo asalariado, figura que Oliver Stone utiliza en la saga Wall Street 1 (es el Leitmotiv de la 2) y Scorsese en El lobo de Wall Street. Lo burbujeril también hace acto de presencia en la espesura de los signos de La gran apuesta: está disperso en el lenguaje, en las copas de champagne, en el baño de espumas en el que aparece Margot Robbie (guiño a El lobo de Wall Street). Allí no solo convoca un imaginario de fragilidad, evanescencia y belleza, sino que además representa el comportamiento del mercado financiero que, como otras configuraciones que nos circundan (el cosmos, la globalización), está fuera de nuestro alcance modificar. Así pues, la burbuja es una manifestación apropiada de un proceso inevitable de expansión y explosión: como no funciona como un circuito cerrado, la historia del capitalismo es la del colapso de sus burbujas. Le permite a buena parte de los personajes de estas obras rehuir de su responsabilidad en la falta de libertad de elección o sustraerse de manera cínica por el peso mismo de la conveniencia. En tanto tropo del discurso económico-financiero es un operador ideológico: ocluye la posibilidad de pensar que el mercado no debería poder operar por fuera de las regulaciones políticas.

Ahora bien, en el dominio de la burbuja también puede encontrar expresión el discurso antigravitacional que, según Peter Sloterdijk (2005), refiere no solo a la pérdida de gravedad de la vida en la modernidad, a la disolución del peso que a la realidad le otorgaban el sufrimiento y la amargura, sino también a las invenciones técnicas que pusieron el escenario de la virtualidad en lugar del sólido mundo industrial. Justamente, lo que condenan casi todos estos films, es el desvanecimiento de ese mundo, el capitalismo estéril e intangible, que no crea nada real, que no produce. Main Street 2 vs. Wall Street; tigres vs. buitres. Esta antítesis entre modos de producir riqueza, que articula la relación entre padre/mentor e hijo/protégé en la saga Wall Street, se actualiza también en una escena decisiva de El precio de la codicia, cuando el personaje de Stanley Tucci recuerda, con exactitud ingenieril y nostalgia, los beneficios que le trajo a la comunidad el puente que construyó antes de convertirse en analista financiero. Hollywood –la superestructura, digamos– condena por unanimidad lo que considera una deformación del sistema capitalista de producción –la base–. Pero este es su límite. O bien por miopía, o bien por estrategia; en cualquier caso por ideología. La gran apuesta pasa por alto que, como señalaba Marx, hay en el capitalismo un deseo febril de producir ganancias sin tener que atravesar la producción.

La ilusión del empleado medio que cree que su sueldo sirve para comprar celulares, plasmas e irse al exterior

Visto el lugar en donde La gran apuesta ubica a los victimarios, vale preguntarse sobre el trato que le da a las víctimas de la crisis, en sus dos registros: tanto en la pantalla -cómo representa al hombre común- como frente a ella -qué relación establece con los espectadores. 

El hombre común apenas es evocado como estadística (cuántas personas se quedarán sin hogar y sin trabajo), mostrados en su candidez y desesperación o significados como grandes casas abandonadas, mientras enormes cocodrilos usurpan las piscinas con verdín. En todo caso, la justicia los ha dejado desamparados. Pero el desamparo no exime de parte de la culpa a estos agentes de la economía “real”: no son inocentes de la pasión de la ignorancia, de cierto querer no saber, y La gran apuesta se los recrimina más de una vez, aunque con argumentos un poco rústicos, incluso para una comedia. “Es increíble todas las cagadas que se están mandando –dice el personaje de Carell en el medio de la multitud– y todo el mundo está caminando como si estuviera en un maldito video de Enya. A todos se los están cogiendo, mientras ellos se preocupan por el fútbol y las actrices que ingresan en rehabilitación”. 

También hay zurra para los espectadores: “La verdad es como la poesía –nos enrostra una de las frases sobreimpresas en la banda de imágenes del film–, y la mayoría de la gente odia la puta poesía”. En El precio de la codicia el lugar del no saber es investido por unos jerarcas despiadados, quienes piden que “se les expliquen las cosas con sencillez” –a mayor poder, más información, pero menor saber técnico. Señalemos al pasar que, en general, la cuestión del saber/no saber por parte de los agentes de Wall Street es todo un tópico en estas películas. Todas muestran que de algún modo lo que permite hacer una diferencia de plata no es tanto el conocimiento financiero, sino una serie de activos intangibles (información anticipada, secretos, algoritmos informáticos, rumores, confianza, etc.) que otorgan un saber colateral y cuyo tráfico es el que en la práctica dinamiza el mercado de capitales. En La gran apuesta ese espacio de la ignorancia lo ocupa decididamente el espectador, que ni siquiera sabe que existe algo que no sabe. En realidad, la reflexión que sobre este punto que tiene lugar a lo largo de la obra es algo más elaborada. Junto al no saber o al querer no saber, hay que computar el engaño liso y llano, lo que el film deja en claro desde la frase de Mark Twain que lleva como epígrafe: “No es lo que no sabes lo que te pone en problemas, sino lo que crees que sabes y no es así”. Ahora bien, ¿cómo se posiciona La gran apuesta al respecto? Se comporta con cierta crueldad. No solo porque no representa a los espectadores entre los happy few que pueden ganarle a Wall Street, sino porque también remarca su desamparo jugueteando, en un falso final, con un castigo a los responsables que no tuvo lugar en la historia real. Algo similar ocurre en El maestro del dinero, que procesa la cuestión a través de la fantasía, finalmente abortada, de hacer justicia por mano propia. Digamos que el mejor consuelo que La gran apuesta le concede al espectador es el de criticar a la justicia. Y se preocupa, además, porque sepa y entienda. 

Con este objetivo, el dispositivo enunciativo del film instaura una distancia. Una distancia que, por momentos, se torna pedagógica. Está plagado de intertítulos, gráficos sobreimpresos, interpelaciones a cámara realizadas por los mismos actores o por celebridades fuera del reparto (Selena Gómez, Margot Robbie, Anthony Bourdain) que refuerzan las explicaciones sobre los artilugios financieros o, como el film está basado en una historia real, aclaran cómo y por qué la ficcionalización se separó de esa historia. Pero donde se concentra el interés didáctico de la película es en la división de los lenguajes. Procura traducir un léxico inaccesible al vulgo (trenchs, CDO, CDO sintético, sub-primes, acuerdos ISDA, swaps, shorts, etc., etc.), dado que, como en el mismo film se afirma, este vocabulario opera como condición principal para mantener alejado del ecosistema de Wall Street al hombre común y para sustentar las prerrogativas de su funcionamiento. Además, el film plantea un gesto debordiano algo ingenuo, al recordarle al espectador cómo es acechado por las trampas de la apariencia. Para eso, exhibe, por fuera de la fábula, un patchwork de imágenes insertadas que hacen ostensible, al ritmo acelerado del videoclip, la fisonomía artificial de la cultura pop y la sociedad de consumo. Imágenes que no sólo nos interpelan como semblante, sino también nos convocan, a modo de espejismo palpitante, como fantasma y mercancía.

En la explicación de esta distancia que toma La gran apuesta parece estar implicada cierta paradoja que la envuelve: la incómoda similitud que se da entre, por un lado, la construcción que el film hace de la relación del hombre común con el engañoso universo de las altas finanzas y, por el otro, el mismo dispositivo óptico del cine, que, sometiendo a los espectadores a un régimen de submotricidad física e hiperpercepción de un conglomerado de sombras proyectadas, adiestra sus miradas en la pasividad y la ilusión. Para no parecerse a Wall Street, La gran apuesta entra en tensión con su propio dispositivo. Es en este sentido que hay que leer escenas como la de la burbujeante Margot Robbie endosándonos un “fuck off!” mientras nos mira a los ojos. Para que los espectadores tomen distancia y conciencia de sus intereses, para que no se complazcan en la imagen y la apariencia, la fábula los obliga a definir una posición frente a los dilemas que surgen de la responsabilidad de la catástrofe, mientras que el film muestra una y otra vez los mecanismos que lo producen. 

La teoría del derrame

Es sabido que cuando el acontecer “normal” de las cosas se interrumpe traumáticamente, se abre la lucha discursiva. Así pues, que el colapso financiero de 2008 no haya resultado, al menos hasta ahora, un acontecimiento revulsivo se debió en gran parte a su simbolización, a la narración ideológica que terminó prevaleciendo y suministró la clave interpretativa general de la crisis, con sus causas y consecuencias. En tal sentido, como buena comedia pesimista, La gran apuesta hace gala de cierta honestidad, ya que erosiona la dimensión judicial de esa narración –la falta de castigo a bancos y especuladores– y deja en claro que uno de los más nefastos efectos de la crisis fue el aumento del populismo racista y xenófobo (es decir, Trump). No obstante, como también sucede con los otros films mencionados, amortigua una serie de implicancias que, desde nuestro enclave geopolítico, conviene restituir, aun a riesgo de que se nos acuse de reclamar por la rueda que le falta al elefante.

La cuestión no es solo que solape, como suelen hacerlo los films de este tipo, lo que han producido todas las crisis del capitalismo: nuevas guerras, el incremento de la pobreza en los países del Tercer Mundo y una escisión más tajante entre ricos y pobres en todas las sociedades. Se trata de un dato más puntual, pero con un impacto global evidente. En Wall Street, el sindicalista encarnado por Martin Sheen representa, si bien de manera excesivamente arquetípica, algo que desde esa película en adelante se ha ido atenuando: las voces que ponen de manifiesto la economía “real” o, por decirlo de otro modo, los discursos que dan lugar a una reflexión político-económica, y no meramente ético-jurídica, sobre los mecanismos de producción de la riqueza. En tal sentido, no me parece descabellado plantear que, aún sosteniendo una representación condenatoria del mundo de las altas finanzas, estas películas se han vuelto ideológicamente más ambiguas. Y esto se pone de manifiesto en algunas de los rasgos de la atmósfera moral que nos ofrecen  

Por una parte, en concordancia con un gesto en el que las series han despuntado, le dan un peso cada vez mayor a los personajes y a las conductas que expresan valores que sin dudarlo demasiado adjudicaríamos al “Mal” (Billions es un buen ejemplo de esto). Por decirlo de otra manera, tienen una relación ambigua de fascinación y rechazo con el universo que interrogan y condenan (El lobo de Wall Street ha sido leída en estos términos). Muchos autores vienen sosteniendo que las ficciones audiovisuales de hoy están contando la disolución de la comunidad, la pérdida de confianza en las instituciones y el cuestionamiento de gran parte del sueño americano (Jost: 2015). Por otra parte, parecen aceptar de manera implícita, por lo que evitan mostrar a pesar de construir la situación ficcional para hacerlo, el discurso político-económico que emergió vencedor luego del 2008, que sostiene que, si nos mantenemos dentro de los marcos del capitalismo, la economía “real” no puede prescindir del capitalismo “virtual”; que los golpes dados a Wall Street fatalmente impactarán sobre los trabajadores corrientes. Colocan la economía de lo real por detrás de lo que consideran lo real de la economía. En definitiva, no ponen en discusión el argumento que sostiene que hay que inyectar dinero sobre los sectores concentrados, verdaderos motores de la prosperidad, para que algo de su excedente se vuelque hacia otros sectores de la economía. Hacen, por decirlo así, una crítica moral de la teoría del derrame. Pero no una crítica política. 

Nicolás Bermúdez (UBA)


Bibliografía

Jost, F. (2015). Los nuevos malos. Cuando las series estadounidenses desplazan las líneas del Bien y del Mal. Buenos Aires: Libraria.

Sloterdijk, P. (2005). Esferas III: Espumas. Barcelona: Siruela.


Tráiler


  1. Y complementan la reflexión que ahí mismo hace Oliver Stone sobre los límites del sistema capitalista: las patologías de la actual política mundial de recursos energéticos y el arribo indispensable de una era posfósil.
  2. Término que, por oposición a Wall Street, designa los sectores no financieros de la economía.