Inicio 9 Bibliografía 9 Ring Lardner: la vida americana como juego

Lardner, sencillamente, no veía la vida en términos de política y economía y sociología, sino en términos de juegos.

Otto Friedrich (1965: 27)

Ring Lardner (1885-1933)

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Empiezo por un gesto atávico del crítico polemista: el de atribuirme la imprescindible reivindicación de un supuesto “gran olvidado” del que, conforme la justa exhumación avanza, más se evidencia que no ha sido tan olvidado, sino apenas soslayado, y del que incluso se va haciendo razonable sospechar que, al fin y al cabo, acaso tampoco haya sido tan grande, o al menos no de una forma consistente e innegable…1 Para un académico, recuperar a Ring Lardner puede no ser más que una astuta estrategia: ocuparse de un autor “menor” dentro de un período mayor de la literatura norteamericana (la “Lost Generation”, o bien el “Second Flowering”) garantizaría cierta mínima novedad epistemológica, sobre todo si se lo encara como precursor de alguno realmente consagrado y reconocido;2 para el lector común, a su vez, el único anzuelo más o menos vigente es encontrárselo recomendado por Holden Caulfield, el joven y rebelde héroe de The Catcher in the Rye de J. D. Salinger. Como sea, ojalá que pronto, o siquiera más temprano que tarde, vuelva a despuntar entre las siempre inestables marquesinas de la fama literaria el puñado de pequeñas joyas salidas de la pluma de mi homenajeado Ring Lardner (a quien, por cierto, esta bufonesca captatio benevolentiae le complacería enormemente, pues fue uno de los pocos autores que supo retratar el cinismo americano con humor y sin volverse amargo y cínico él mismo). En todo caso, permítaseme darle un empujoncito al bueno de Ring en nuestro modesto ámbito de habla hispana; porque si su gloria está bastante opacada en su país natal, incluso entre los scholars que se dedican a él y su obra,3 en lengua española no ha merecido más que un par de prólogos, redactados con ese típico tono simpático que caracteriza a las presentaciones de queribles segundones. Mal podría el mercado hispano parlante desprestigiar a quien jamás consagró.4

Oriundo de un pueblito del sur de Michigan, el joven Ringgold Wilmer Lardner (1885-1933) tuvo dos buenas ideas al madurar. Una fue la de contraer su tremebundo y teutónico nombre en el sonoro “Ring”, tan americano. La otra, renunciar sucesivamente a potenciales carreras religiosa e ingenieril para dedicarse al periodismo, primero, y a la literatura de ficción, después. Dicha transición laboral puede hacer que enarquen las cejas ciertos espíritus sublimes (“¿un escritor periodista?” se preguntarán, horrorizados en sus rôbes de chambre y sus pantuflas), pero convendrá recordar que en los Estados Unidos a menudo las trayectorias literarias se dieron en el pasaje de imprentero a periodista y de periodista a escritor (los nombres fundacionales de Benjamin Franklin, Washington Irving, Walt Whitman y Mark Twain bastan para dar fe de esas exitosas promociones).5 Hijo de un matrimonio culto pero que se fue quedando sin recursos económicos, Lardner podría haber sido un arquitecto de Chicago (otro arquitecto de Chicago) o un abogado de Philadelphia (otro abogado de Philadelphia), pero era un agudo intérprete de su tiempo y reconoció que el periodismo albergaba oportunidades inusitadas en términos materiales, a la vez que abría una ventana para cierto nuevo tipo de pasión moderna, que a un muchacho criado en la década de 1890 no podía serle indiferente: la del deporte. Porque en materia de idolatría y veneración, los Pilgrim Fathers, los Founding Fathers y los héroes de la Guerra Civil comenzaban a cederles sus pedestales a ciertos nuevos personajes con exóticas indumentarias y raras destrezas… Y aunque -o quizás justamente porque- el pobre Ringgold Wilmer había nacido el menor de muchos hermanos y hasta con un pie defectuoso (recién a los once años pudo librarse de la prótesis), su afición por los juegos de competencia física sellaría para siempre su destino.6

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En el marco de la denominada “Era Progresista”, mientras parejamente crecían las fortunas individuales y las tensiones sociales, la Norteamérica de fines del siglo XIX y comienzos del XX asistía a un verdadero boom de la prensa, con los muckrakers de un lado, denunciando literalmente las lacras del sistema, y los “amarillistas” del otro,7 lucrando con cuanto escándalo real o ficticio pudiera vender; la sola existencia de esa polaridad, se me ocurre, es prueba suficiente del vasto impacto que el sedicente Cuarto Poder tenía sobre la cultura nacional, que de ser un hato de regiones había pasado a ser una homogénea “opinión pública” en cuestión de décadas gracias a la construcción de una identidad unificada e informada (o deformada, si se quiere). Para mal o para bien, el periodista profesional devenía el portavoz -si no el intelectual- de la pujante nación.8

A su vez, la rápida y fecunda profesionalización del deporte era un correlato de la lógica de los tiempos, que buscaban parcelar la vida en ocio y en negocio como pares complementarios (e igualmente rentables, por supuesto), y el fenómeno de la masificación y monetarización de los deportes ejerció una sinergia directa respecto de los ascendentes medios de prensa: a más espectáculos deportivos, más periódicos, y viceversa. De este provechoso maridaje en seguida surgió la figura del columnista deportivo, el sportswriter, que antes de la aparición de la radio llegó a transformarse él mismo en una especie de celebridad. Bien pago (los viáticos eran generosos), mimado por todos (su presunta imparcialidad le daba un aura de grandeza en una atmósfera de fans y entusiastas), este periodista especializado vivía viajando de aquí para allá, combinando trenes y hoteles sin solución de continuidad, y para cumplir el sueño de todos los niños, siempre se sentaba en la primera fila o en las cabinas de los más diversos estadios y escenarios, con una perspectiva privilegiada; libretita en mano, tomaba apuntes del suceso que le tocaba cubrir -una pelea de cualquier categoría, una carrera de caballos o a la sazón de autos, un partido de lo que fuera- y al día siguiente se despachaba con una crónica pormenorizada, llena de jugosas anécdotas y toques de verosimilitud, transmitiéndoles el acontecimiento a miles de lectores situados en cada rincón del país.

Así las cosas, en los tiempos en que literatos con alma de periodista abnegado como Jack London, Stephen Crane y John Reed se jugaban la vida como corresponsales de guerra, Ring Lardner eligió el bramido de las arenas deportivas para referir un home run o un knock out o un touchdown;9 también era un aventurero, sí, pero discreto y amigo del confort. ¡Y vaya que le fue bien!10 Tras pasar por un par de periódicos regionales en los que cubría desde anécdotas de campesinos hasta cuestiones judiciales (como el joven Dickens, con quien por lo demás Lardner compartía tantas cosas), se trasladó a la nueva Meca espiritual de los Estados Unidos, Chicago (la ciudad se estaba transformando en el epicentro de un importante movimiento literario), y pronto se hizo un lugar en el exitosísimo Chicago Tribune, desde donde, después de un lustro glorioso de coberturas de béisbol y fútbol americano, daría el gran salto a la ciudad de New York (hasta eventualmente acabar en la lujosa zona de East Hampton). Se dice que en su caso, de hecho, el reportero solía ser más popular que muchas de las estrellas del evento deportivo de turno (ciertamente no el mítico “Babe” Ruth o el primer gran púgil negro, el “Gigante” Jack Johnson, pero sí la mayoría), y ya es un lugar común invocar sus “más de cincuenta mil dólares al año” y sus “más de cuatro mil artículos publicados en más de 100 periódicos distintos” a lo largo de su carrera, dato cuantitativo11 que parece hecho para una necrológica o -lo que es casi lo mismo- para una lápida.

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En la historia literaria, las etiquetas que valen por una breve aposición suelen resultar ambivalentes: a menudo garantizan la mínima mención de alguien a cambio de no decir más nada de él.12 La lógica subyacente es comprensible: en tanto el solo nombre de cierto autor ha quedado asociado a una idea o una obra o un personaje, el escritor en sí ya no suscita mayor interés ni presta ulterior servicio una vez que se lo ha colocado en el casillero correspondiente, como si hubiera que invocarlo en el inventario general para luego poder ignorarlo en los detalles. Para la situación actual de Ring Lardner, sin embargo, la maniobra solo podría resultar salvífica, pues se trata de un artista que ni siquiera ha recibido el dudoso beneficio de un tal epíteto (insisto: tanto más en nuestro ámbito de habla hispana que en su lengua natal). En 1920 pudo haber sido “el creador de Jack Keefe” o “el inspirador de Hemingway”,13 y en 1930, “el amigo de Francis Scott Fitzgerald” o “el periodista deportivo mejor pago”, pero a la larga, la ceniza del tiempo cubrió su gracia y su obra, de modo que en 1956, cuando aparecieron la primera biografía verdaderamente informada -de la mano del editor e investigador Donald Elder- y un polémico artículo de John Berryman,14 Lardner ya era una rara avis que había que rescatar y no un escritor que se estaba leyendo asiduamente.

Propongo, entonces, que demos comienzo a una campaña de posicionamiento (¡horrible palabra!), designando a Ring Lardner de modo eufónico y sintético “el narrador de juegos y deportes”. No es un apelativo atractivo ni elegante, lo admito, pero es práctico y, como trataré de argumentar, conveniente por múltiples razones. Además, si al menos se lo instituyera así, calculo que casi necesariamente se lo invocaría al describir el sistema literario y cultural estadounidense de Entreguerras. Por supuesto, también se lo privaría del misterio: ya no sería el escritor desconocido, el misterio a descubrir, sino alguien que se agota en aparentes trivialidades. Pero bueno, convengamos que sería un rescate algo desesperado, cual una maniobra de primeros auxilios previa al (improbable) arribo de la ambulancia.

¿Por qué este mote tan banal, pues? ¿En qué sentido es Ring Lardner el escritor norteamericano de los deportes de competencia y los juegos de azar, incluso por sobre otros autores?15 Para empezar, recordemos que su desembarco en el mundo literario propiamente dicho se dio cuando decidió publicar la antología You Know Me, Al (1916), que compilaba sus primeras piezas humorísticas sobre el béisbol bajo la forma de cartas enviadas por el ficticio jugador Jack Keefe a un supuesto amigo. Dichas piezas habían aparecido en el Saturday Evening Post porque, según cuenta la disputada leyenda, el Chicago Tribune no había querido publicar la primera de ellas -“A Busher’s16 Letters Home”, de 1914- en la columna “In the Wake of the News” (algo así como “En la estela de las noticias”), a cargo de Lardner, obligando al autor a buscar un medio alternativo. A partir de allí, y por más que progresivamente haya querido cortar con esa raíz, es notoria la ubicuidad de los deportes y los juegos en el resto de sus ficciones.17 A tal punto, que curiosamente fue Virginia Woolf quien primero lo elogió del otro lado del Atlántico, argumentando con lucidez en 1925: “no es casual que las mejores historias de Mr. Lardner sean sobre juegos [games], pues se intuye que su interés por los juegos ha resuelto uno de los problemas más arduos para el escritor norteamericano: le ha dado una referencia, un centro, un punto de encuentro para las variadas actividades de un pueblo aislado por un vasto continente y sin el control de tradición alguna. Los juegos le proporcionan lo que a su par inglés le da la sociedad”.18

En efecto, los games -incluyendo los sports19 son tendencialmente protagónicos en la narrativa lardneriana (si se me permite el neologismo), pero más allá del dato numérico de su prevalencia temática, importa su carga simbólica para la visión del mundo -y en especial de Norteamérica- que propugnaba nuestro autor. En algunos de sus relatos (en los 26 con el beisbolista Jack Keefe por héroe, por caso), un deporte constituye el eje argumental excluyente, mientras que en otros, las prácticas deportivas aparecen fugazmente, para reforzar la evolución de la trama o la caracterización del personaje, pero a medida que leemos sus historias, vamos arribando a la conclusión de que la Woolf estaba asaz en lo cierto. “Champion” y “A Caddy’s Diary”,20 como sus respectivos títulos lo indican, son historias donde cierto deporte y su idiosincrasia resultan quintaesenciales; en otras piezas, como “I Can’t Breathe” y “Mr. Frisbie”, algún deporte ocasionalmente sirve para ilustrar las relaciones interhumanas (se podrían incluir ciertos juegos no necesariamente ascendidos a la categoría del deporte profesional, como los de “Golden Honeymoon”). A veces, las referencias deportivas son tan minuciosas, tan para entendidos, que el lego se queda sin comprender bien los detalles y debe consolarse con una captación del sentido general (pienso en el cómico “Alibi Ike”, por ejemplo, sobresaturado de referencias al béisbol e incluso al billar); en otras instancias, el juego no es físico sino de azar, pero la competencia es igualmente feroz (en “Who dealt?” y “Contract” el juego de bridge vehiculiza una lid tan delicada como arriesgada).

La historieta «Aventuras de Jack Keefe»

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En un texto clásico -y cáustico- de 1899, el crítico cultural Thorstein Veblen había sindicado su denuncia de la “clase ociosa” identificando los juegos y deportes como un factor importante para ese lamentable (en su opinión) sector social. “Los deportes satisfacen esas exigencias de futilidad sustancial, junto con una ficción aceptable de finalidad” (1985: 243), aseguraba, convencido de que “la base de la afición al deporte es una constitución espiritual arcaica” (240) propia de los muchachos (y no tanto de las muchachas). A comienzos del siglo XX, en efecto, el vertiginoso crecimiento de las actividades lúdicas y deportivas como formas seculares y suntuarias de “proezas” humanas, con el fútbol americano a la cabeza,21 le daban completa razón al pensador, más allá de su drástica valoración. Apelando al antropólogo holandés Johan Huizinga y su noción del homo ludens, Otto Friedrich constataría mucho después, y a propósito de Lardner, que “correr y pelear han sido deportes internacionales desde la época clásica, pero los grandes deportes norteamericanos poseen peculiaridades norteamericanas. El denominador común del béisbol, el fútbol, el básquetbol y el hockey es que son altamente organizados, altamente competitivos, y la mayor parte de la gente participa solo mirando. La búsqueda activa del ocio ejerce cierta atracción sobre los norteamericanos” (1965: 7).

¿Por qué se volvieron tan importantes los deportes en la cultura americana? Ya he señalado antes el papel sinérgico que al respecto cumplieron los medios de difusión en los EE.UU. de fines del siglo XIX: con frecuencia la gente compraba el diario para leer la sección de deportes, sin echarles ni un vistazo a la de política o incluso la policiales.22 Los deportistas, además, comenzaron a hacerse populares y acumular fortunas, deviniendo modelos publicitarios y estrellas de la farándula (el sport business devenía show business). Pero por encima de todo, hay que comprender lo que suponen las prácticas deportivas en una sociedad exitista, consumista, y orientada a una alta especialización de tareas. El boxeador es la expresión más cruda de quien busca el sueño americano desesperadamente, con uñas y dientes, y el tenista apenas le va en zaga (la red entre medio y la cortesía formal disimulan la furia de la contienda, como en los duelos medievales podían hacerlo ciertos gestos y usos rituales);23 en juegos complejísimos como el fútbol americano, el básquetbol y el béisbol, con reglamentos infinitos y casi tantos árbitros y supervisores como jugadores, el espectáculo se maximiza gracias a la masividad de los participantes y el talento pasa por saber cumplir funciones específicas haciendo usufructo de cierto rasgo físico o determinada habilidad.24 La enorme inversión de mano de obra, la colosal infraestructura, el rentable aparato de difusión y la extensa duración de cualquier evento -que lo transforman en un acontecimiento recreativo y una ocasión de consumo- son aspectos que definen el interés magnético que un evento deportivo ejerce sobre el sistema socio-económico americano.

Lardner casi no llegó a ver el New Deal en acción (su salud estaba minada a fines de los años veinte, como patéticamente lo retratara el emotivo homenaje póstumo de su amigo Francis Scott Fitzgerald), lo que equivale a decir que vivió en las épocas “dorada” (o mejor dicho, “enchapada en oro”) y “progresista”, épocas que por detrás de sus rutilantes nombres no disimulaban los aspectos más característicos de la sociedad norteamericana: el individualismo a ultranza y la competitividad voraz. Por ende, cuando el autor apelaba al deporte en sus historias quizás no lo hacía solo por su pertenencia profesional al ámbito del periodismo deportivo, cual si no tuviera otra cosa de la que hablar, ni tampoco para retratar con una oportuna pincelada a la Norteamérica de la “era del jazz”, que se quería frívola, sofisticada, y se abocaba masivamente al consumo de los deportes como hobby inocente y novedoso. Por encima de eso, o por debajo de eso, si se prefiere, Lardner probablemente recurría a los diversos deportes y juegos para enriquecer y metaforizar el contexto en que se movían sus personajes, que siempre era el problemático contexto del autor (nada más lejos de la obra lardneriana que un cronotopo ajeno a su época y su país). El deporte y el juego eran ante todo sanos divertimentos, pero en última instancia, además, podía verse en ellos catalizadores de polaridades tales como triunfo/fracaso y riqueza/pobreza, aceleradores y decisores de la existencia (en especial de una existencia norteamericana). Los móviles crematísticos, las ansias de ascenso deportivo (y social) que caracterizaban a sus personajes no necesariamente eran una crítica… ¿O sí? ¿Las flaquezas y miserias de sus numerosos beisbolistas, boxeadores y golfistas implicaban una caricatura destructiva de todos sus compatriotas, o solo ponían en evidencia los aparentes malentendidos surgidos de cierto voluntario candor por parte del público aficionado, que se vincula afectivamente con un mundo regido por el dinero? Ya a fines de la década de 1920 había quienes se preguntaban si Lardner veía en los deportes algo más que un mero entretenimiento para la gente y una excusa argumental para el escritor, una especie de contracultura alternativa o acaso un microcosmos. Clifton Fadiman y F. Scott Fitzgerald discutieron tempranamente acerca del supuesto valor simbólico de juegos y deportes en la obra -y a fortiori, en la cosmovisión- de Lardner, en contraposición, por ejemplo, con Hemingway, para quien una pelea de box o una excursión de pesca bien podían equivaler a una ácida crítica de la burguesía o una épica exaltación de cierto primitivismo rousseauniano-nietzscheano (no por azar la radiografía más descarnada del boxeo por parte de Hemingway directamente se titula «Fifty Grand«, invocando una buena suma de dólares). ¿Los estadios y los hipódromos eran Estados Unidos en miniatura, sitios específicos donde se condensaban los vicios y virtudes nacionales, o simplemente los lugares que Lardner mejor conocía por circunstancias biográficas y por formación profesional, y en consecuencia los emplazamientos favoritos donde situar una historia? Jugar hasta que haya un perdedor y un ganador, ¿podía ser un cándido pasatiempo, o era necesariamente una alegoría de una vida humana bajo el imperio del capitalismo avanzado, atenazada entre las corporaciones legales y las mafias ilegales?

El debate está abierto, entonces: aceptado que Ring Lardner sea el narrador de los juegos y los deportes, ¿también es lícito sostener que se valía de lo lúdico y lo deportivo como meros símbolos en una campaña de denuncia contra una infame, voraz Norteamérica?25

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La discusión es importante porque prácticamente en todo tratamiento serio del corpus lardneriano es inevitable reparar en la cuestión de los juegos y los deportes, y según el método y la ideología del crítico de turno, la tentación de concebirlos como meros símbolos o “alegorizarlos” -por así decirlo- es enorme. En principio, dejemos constancia de que el gesto más común es el de llamar la atención sobre el asunto, sin necesariamente pronunciarse. Elder, por ejemplo, supo señalar atinadamente que “En realidad el deporte le dio a Ring un marco útil dentro del cual poder examinar un amplio espectro del comportamiento humano. En la ficción de Ring, el béisbol es un mundo ordenado, con reglas claras de conducta” (1956: 205), para luego agregar: “Su afinidad por los juegos que implicaban un código de conducta no era puramente accidental. Su mentalidad y sus valores estaban bastante bien formados antes de que se convirtiera en un cronista de béisbol: los habían formado su hogar y Niles, Michigan […] Su preocupación por el deporte reflejaba el anhelo de un mundo ideal en el que las reglas, si se las cumplía, garantizaban el triunfo del mérito; además reflejaba su agudo sentido de la disparidad entre la forma en la que se suponía que debía comportarse la gente y la forma en la que lo hacía” (206). Y Otto Friedrich, por su parte, aportaría luego: “Al escribir sobre deportes, Lardner había tocado un nervio oculto en muchos norteamericanos, o al menos en muchos varones, pues describía un nuevo tipo de mitología americana, una mitología que escritores más elegantes no habían observado” (1965: 6); “No era ni un apologista del sistema ni un rebelde en contra” (17), explicita el estudioso al argumentar que Lardner no se valía del deporte ni para denunciar fraudes ni para celebrar a los ganadores.

Sin embargo, la recurrencia de lo lúdico y competitivo se presta al comentario socio-crítico, como lo vemos en Robinson, que sin rotular a nuestro autor de militante socialista -ni mucho menos- se anima a apuntar: “Una de las formas en que Lardner utiliza los juegos [games] en sus historias, por ejemplo, es como estructura de clase. Están los juegos de clase baja que él (hijo de la clase media alta) no juega, que informa como periodista, y de los que por ende se mantiene algo alejado, aun cuando, como en algunos de sus relatos más célebres, su narrador es un jugador de clase baja. Estos incluyen obviamente el béisbol (el sello de Lardner como cuentista) en las historias del busher Jack Keefe recogidas en You Know Me Al (1916), Treat ‘Em Rough (1918), y The Real Dope (1919), e historias como “My Roomy” (1914), “Alibi Ike” (1915), “Harmony” (1915), y “Hurry Kane” (1927); pero también las historias de boxeo, como “Champion» (1916), “A Frame-Up” (1921), y “The Battle of the Century” (1921). En términos de clase social, lo que se destaca en estos relatos no es solo el espectro de dialectos de palurdo y de busher que Lardner ama imitar, sino asimismo la absoluta falta de movilidad social: en los años diez y los veinte, los beisbolistas y pugilistas que retrata Lardner ganaban (apenas) más que los demás miembros de la clase obrera, pero así y todo estaban atrapados en ella. Llamativamente, el juego del golf, propio de la clase media alta, y que Lardner jugaba (una vez jugó con el presidente Harding), también muestra una falta de movilidad social, pero del otro lado de la escala social: historias como “A Caddy’s Diary” (1922) and “Mr. Frisbie” (1928) están narradas por caddies de clase más baja, que hablan de los hombres exitosos a los que les llevan los implementos, y cobran la forma de revelaciones que traslucen los hábitos antipáticos y las ansiedades personales de hombres que ya no pueden ascender” (Robinson, 1992: 35-36).

Sintetizo, pues, describiendo que la (escasa) crítica especializada coincide en suscribir la relevancia de los juegos y deportes en la ficción de Ring Lardner, y que por ende ocasionalmente alguna de esas voces condesciende a atribuir cierta carga simbólica a dicho elementos, que no solo serían el acervo de experiencia al que apelaba el narrador para plasmar sus relatos (y del que extraer sus personajes y sus situaciones), sino también un fácil campo metafórico para aludir a la sociedad americana del momento. Y creo que aquí cabe una advertencia, que no invalida esa clase de interpretaciones (llamémoslas “sociológicas”). El aplicado uso simbólico del universo lúdico-deportivo en Lardner, la exégesis deliberada y unilateral por parte del crítico respecto de lo que las prácticas competitivas hayan de significar más allá del respectivo texto, bien podría llevar por un camino erróneo, o en todo caso, muy empobrecedor: para nuestro autor los deportes eran ante todo una sana diversión, y más aún, una devota pasión, o al menos lo fueron en su infancia y su juventud. Que los enfrentamientos individuales se dejen leer como expresión radical del “sueño americano” o que los deportes colectivos admitan una lectura à clef sobre la división social del trabajo y la especialización del saber no implica que Lardner se valía de ellos puramente con esas intenciones, casi alegorizantes, cual si de entrada hubiese sido un amargo refutador de su país y jamás hubiera sentido genuino aprecio por mirar béisbol desde las gradas o jugar al póker con un bourbon en la mano. Lo que sucedió, sí, es que hubo un cambio en su tesitura respecto del béisbol, un cambio más o menos puntual, hacia 1920, y es preciso reconstruirlo para poner las cosas en su justa dimensión.

Quien conoce la primera década de Lardner como narrador y la compara con la segunda, por cierto, enseguida advierte que el béisbol pierde importancia (más allá de que durante los años veinte nuestro autor colaboraba con la versión en historieta de sus relatos de Jack Keefe). Y es que resulta harto evidente que fue dejando de apelar al béisbol por razones más que atendibles (por su traslado como periodista general a New York, que diversificó enormemente sus intereses; por la simple necesidad de variar sus materiales, al ir ganando un lectorado con pretensiones literarias; etc.), pero sobre todo, hay que recordar el escándalo de los “Black Sox” en 1919,26 que le dio un sabor sumamente amargo a ese juego esencial americano, al que precisamente en 1919 el filósofo M. R. Cohen había definido como “la religión nacional de los Estados Unidos”.27

Que Lardner se sentía decepcionado -e incluso asqueado- lo prueba sobremanera un  sombrío ensayo titulado “Sport and Play” y redactado hacia 1921 como contribución al compilado Civilization in United States, de Harold Stearns.28 Allí nuestro autor niega que el deporte en general produzca algún “beneficio mental” y asegura que “su verdadera función básica es el cultivo del vigor corporal, con miras a la longevidad”, para al cabo arremeter contra los espectadores:29 “la idolatría [hero-worship] es la enfermedad nacional que mantiene las gradas llenas y las canchas vacías” (en Smith, 1972: 150-151).30 Cubriendo partidos, viajando con atletas y asistentes de equipos, dialogando con directivos de clubes y representantes de jugadores, Lardner había comenzado a sospechar que la idolatría de los fans y las turbias maniobras de los responsables del juego estaban acabando con el encanto del béisbol, en principio, y quizás pronto de todos los deportes, llevados al culto de la fuerza por sobre la inteligencia;31 tras saber de la vergonzante corrupción de los jugadores, además, su disgusto se habría vuelto radical. No obstante, esto no necesariamente avala proyectar en forma retrospectiva su decepción y su amargura hacia todo cuanto había dicho y escrito en la década de 1910, aunque sí, debo admitirlo, obliga a leer de reojo su producción posterior.32

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He dejado para lo último un aspecto sin embargo esencial de la narrativa del querido (¿querible?) Ring Lardner, aspecto que podríamos denominar el del humor vernacular (y por el que se tiende a filiarlo linealmente -acaso demasiado linealmente- con otro grande: Mark Twain). Ya en 1919, el prestigioso crítico e intelectual H. L. Mencken, quien reseñaría con entusiasmo casi cada libro de Lardner (y que de hecho lo ayudaría a publicar alguno de ellos), aseveraba que “en sus grotescos relatos de beisbolistas […] Lardner transmite el habla común no solo con humor, sino también con la máxima precisión”, llegando a exaltar “el oído agudo de alguien especialmente competente, cuyo resultado es una mina de auténtico inglés americano” (1919: 277-278).33 En este notable y temprano encomio advertimos la sinergia que se da entre la representación de los deportistas, sus idiosincráticos modos de hablar y cierto efecto humorístico, una sinergia que acaso podríamos sindicar como el principal rasgo de la cuentística lardneriana.

En efecto, no pese a, sino gracias a que Lardner se propuso poner en escena el mundo de los juegos y deportes, enfocándose ante todo en los jugadores como héroes,34 un primer factor que con él advino a la ficción literaria norteamericana fue el de los modismos lingüísticos implicados en esos ámbitos, hasta entonces del todo desconocidos o extremadamente marginados. Como sabemos, Estados Unidos no tuvo un dramaturgo rutilante hasta Eugene O’Neill, pero los grandes “dialoguistas” ya campeaban al menos desde Mark Twain, Bret Harte y los maestros del local color, que habían rescatado las pintorescas variedades dialectales del Sur y del Oeste (ininteligibles e inaceptables para los biempensantes de Nueva Inglaterra). Lardner pudo recibir influencias de muchos de ellos al lanzarse a componer sus historias, pero para evocar sus posibles faros, sin duda basta y sobra el nombre de O. Henry, que en términos de short story era el espejo en el que todos se miraban a comienzos del siglo XX.35 Al manejo vivaz y realista de los parlamentos, Lardner le agregó el slang callejero de las grandes metrópolis y las distintas jergas de los oficios; no los sociolectos e idiolectos ya explotados por los escritores regionalistas, como el habla texana o el de los negros sureños, pero sí los modismos de un dandy neoyorquino (como el que socarronamente se asomaba en las tapas del New Yorker) o de un leguleyo de Chicago, pero por sobre todo, sus tipos sociales favoritos: los artesanos y pueblerinos del Medio Oeste, las nacientes estrellas de California, y en especial, los deportistas de la Costa Este, del Medio Oeste y del Lejano Oeste… Así, el estilo directo libre llena páginas enteras de sus historias,36 y no es infrecuente el uso de la narración en primera persona -una persona a veces bastante inculta, y hasta iletrada-37 mediante ardides tales como la reproducción de cartas o monólogos íntegros.

La cantera popular de la que Lardner abrevó para esta riqueza idiomática, básicamente el béisbol, por cierto no lo limitó. Recorriendo casi al azar su corpus narrativo, me topo una y otra vez con relatos en los que los juegos y deportes o están ausentes o no son nada importantes, pero que aún así explotan muy bien tales recursos. Pensemos, por caso, en “The Golden Honeymoon”, “Zone of Quiet”, “Some Like Them Cold” y esa verdadera obra maestra, “Haircut”,38 donde los personajes son explícitamente locuaces, y más aún, charlatanes compulsivos (“The Golden Honeymoon” comienza tematizando ese rasgo del narrador, de hecho). Y pensemos, de paso, que un gran poeta coetáneo, William Carlos Williams, por entonces llevaba a la lírica búsquedas semejantes, tratando de “contaminar” el inglés estándar -y algo obsoleto- con el habla vernácula, con modismos dialectales, con neologismos… Para la década de 1920, es evidente que lo que un siglo antes Noah Webster pioneramente había bautizado “inglés americano” ya tenía carta de ciudadanía en todos los niveles sociales y culturales, y ningún sociolecto o idiolecto podía ser objeto de exclusión o de vergüenza.

La foto más famosa del autor, trabajando en la redacción de un periódico.

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Hay ocasiones en las que el homenaje de un grande, paradójicamente, empequeñece al homenajeado, sobre todo por la inevitable comparación. Algo de eso seguramente afecta al sentido obituario que Francis Scott Fitzgerald le dedicara a su amigo Ring Lardner poco después del fallecimiento.39 Pero en este caso hay más que eso, me temo, y es la hipótesis -sin duda emitida con afecto- de que Lardner, ¡ay!, no habría llegado a ser de veras un gran escritor: “por grandes que fueran los logros de Ring, estaban siempre por debajo de los logros de los que era capaz”, sostiene Scott Fitzgerald, e insiste en que “Ring llevó al papel un menor porcentaje de sí mismo que cualquier otro escritor norteamericano de primera fila” (1982: 49 y 52). La noción es desoladora porque no varía sobre aquella bella bravuconada de Oscar Wilde (“puse mi genio en mi vida y solo mi talento en mi arte”), sino que arriesga, al estilo psicológico, la detección de una frustración, de una ineptitud, especialmente trágica para alguien muerto antes de la cincuentena; Lardner no habría sabido o podido o querido escribir tan bien como potencialmente (?) debía hacerlo.40

Como empecé sugiriendo, este triste matiz parece haber signado la fortuna literaria de Lardner, el gran perdedor, el autor que no fue, el “segundón de primera fila”. Recuerdo el famoso apelativo de “escritor accidental” con el que W. Sheed lo fusiló encomiosamente en una introducción (1984: 11), y de inmediato me viene a la mente aquel momento en que el biógrafo Elder nos anticipa que “no se le había ocurrido ser un periodista”, pues eso “pasó casi por accidente” (1956: 9); todo en la vida y la carrera de nuestro personaje parece haberse dado fatídica o aleatoriamente, de acuerdo con sus estudiosos. Y con abogados tan ineptos, con amigos tan poco oportunos, con intérpretes tan ambivalentes, es lógico que Ring Lardner no haya hecho pie en la arena literaria norteamericana, tan prolífica, tan combativa. Para aportar a la confusión, si no al olvido, el hijo de nuestro autor -que haría carrera como guionista y escritor- adoptó el poco original nombre de “Ring Lardner Junior” (¡que era justamente como el joven Hemingway se hacía llamar en sus notas de adolescente!); no pocos lectores seguramente leen a uno creyendo leer al otro, aunque lo más frecuente, hay que decirlo, es que no lean a ninguno…

Su último libro, un postrero intento de recuperar la fama del inicial You know me, Al, lleva el más hermoso título de Lose with a smile (“Pierde sonriendo”); apareció poco antes de su fallecimiento, y de inmediato tuvo un nuevo reconocimiento de nada menos que H. L. Mencken en American Mercury. Asediado por las cargas familiares y la tuberculosis, no podemos imaginar a Lardner con una sonrisa en el rostro al exhalar su postrero aliento; por lo demás, Scott Fitzgerald ya se ha arrogado la tarea de retratarlo con patetismo -y autoprofecía-41 en su lecho de muerte. Pero es dable pensar que quien ha moldeado el humor y la sátira puede enfrentar a la Parca con cierta presencia de ánimo: la comedia acaba, hay que entregar la máscara (o para expresarlo de una manera que él mismo preferiría: la pelea ha terminado, es hora de colgar los guantes). No, quizás Ring no haya sonreído ante la última derrota, pero puede que haya esbozado una mueca de alivio. Seguramente era un buen perdedor.

Marcelo G. Burello (UBA)


Bibliografía:

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Evensen, Bruce. “Lardner, Ring”, en Encyclopaedia of American Journalism. Ed. S. Vaughn. New York: Routledge, 2008, p. 254-256.

Friedrich, Otto. Ring Lardner. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1965.

Mencken, H. L. The American Language. A Preliminary Inquiry into the Development of English in the United States. New York: Alfred A. Knopf, Inc.,1919.

Piglia, Ricardo. “Ring Lardner. Jugando al bridge”, en Escritores norteamericanos. Buenos Aires: Tenemos las máquinas, 2016, p. 11-14.

Robinson, Douglas. Ring Lardner and the Other. New York/Oxford: Oxford U. P., 1992.

Rodnon, Stewart, “Sports, Sporting Codes, and Sportsmanship in the Work of Ring Lardner, James T. Farrell, Ernest Hemingway and William Faulkner.” Tesis doctoral para la NYU, 1961. En: https://www.proquest.com/openview/8948cb8ec35216034559e42c5eb7b51b/1?pq-origsite=gscholar&cbl=18750&diss=y (consulta: 3/11/2021)

Ruland, Richard, y Bradbury, Malcolm. From Puritanism to Postmodernism. A History of American Literature. New York: Penguin, 1992.

Scott Fitzgerald, Francis. “Ring”, en El Crack-Up. Ed. de E. Wilson. Trad. de M. A. Rato. Barcelona: Bruguera, 1982, p. 47-56.

Sheed, Wilfrid. “Introduction” to Ring W. Lardner, You Know Me Al: A Busher’s Letters. New York: Vintage/Random House, 1984, p. 11-18.

Smith, Leverett T. , “‘The Diameter of Frank Chance’s Diamond’: Ring Lardner and Professional Sports”, en Journal of Popular Culture, Vol. 6, N° 1, Summer 1972, p. 133-156.

Veblen, Thorstein. Teoría de la clase ociosa. Trad. de V. Herrero. Buenos Aires: Hyspamérica, 1985.

Yardley, Jonathan. Ring. A Biography of Ring Lardner. Lanham (MD): Rowman & Littlefield, 2001 [1977].

Ediciones del autor en español:

Herraduras y otras historias. Trad. de P. Canto. Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo, 1973.

Campeón y otros cuentos. Estudio preliminar de J. Rivera. Trad. de F. Lida García. Buenos Aires: CEAL,1981.

A algunos les gustan frías. Trad. de C. Filipetto. Barcelona: Acantilado, 2001.

Cómo escribir relatos. Trad. de J. Bonilla. Málaga: Zut, 2012.


  1. Quienes han especulado con los posibles motivos de su relegamiento suelen invocar, no sin una pizca de razón, la falta de una novela en su producción (quizás también se refería a eso Edmund Wilson cuando tras compararlo machacosamente con Mark Twain, le reclamaba a Lardner su propio Huckleberry Finn; cfr. Elder, 1956: 216-217). Pero más allá de que pareciera ser un criterio obsoleto, la literatura estadounidense es una de las pocas donde un escritor ya por entonces podía ascender al panteón sin ser novelista.
  2. En un pionero texto de 1967 para el compilado Crónicas de Norteamérica, Piglia redime y condena a Lardner jugando con la categoría borgeana, que recién comenzaba a imponerse: “Es difícil individualizar y valorizar desde el presente el aporte de su técnica: aplastado por el peso de los narradores que, a partir de Hemingway, siguieron el camino abierto por él, sus méritos reales se fueron apagando. Terminó arrinconado en un incómodo sitial de ‘precursores’: el éxito de sus continuadores se justifica pero, al mismo tiempo, sirve para olvidarlo, para hacer ver más nítidamente sus limitaciones” (2016: 13-14).
  3. Por ejemplo, un crítico tristemente lo rotula “un autor norteamericano menor que fue popular en los años veinte” (Robinson, 1992: vii), y otro se apura a confesar que “el logro de Lardner es genuino y en ciertos aspectos, importante, si bien es marcadamente menor cuando se lo sitúa junto a la obra de otros —Faulkner, Dreiser, Cather, Wharton, Mencken— que fueron más o menos sus contemporáneos” (Yardley, 1997: i-ii). Tales destructivas definiciones figuran, por cierto, en comprometidos estudios sobre el autor; evidentemente, hay amores que matan.
  4. La escasez de traducciones al castellano es proverbial. Muchos relatos no conocen versión española (si bien otros, como “Campeón”, han sido traducidos tres o cuatro veces), mientras que el resto de la producción del autor prácticamente no ha desembarcado en nuestro medio.
  5. En esta línea es que Robinson se pregunta retóricamente “¿Lardner era un periodista que chapoteaba en la ficción (y que por lo tanto está por debajo del interés de la crítica académica), o un escritor importante que jamás se elevó por encima del lodo periodístico del cual logró salir (y que por lo tanto merece atención crítica, si bien del tipo condescendiente)?” (Robinson, 1992: 68).
  6. Su primer gran biógrafo comenta respecto del béisbol: “Su pasión por el juego empezó temprano en su infancia en Niles, Michigan, donde disponía de todas las posibilidades para gratificarla. A menudo papá Lardner llevaba a sus hijos a los partidos de la liga de primera en Chicago; Ring y su hermano Rex iban con el buggy y el caballo hasta South Bend, a ver los partidos de la liga central y el equipo universitario de Notre Dame; y había muchos equipos semi-profesionales en la zona de Niles” (Elder, 1956: 9).
  7. La fortuna ha sido desigual con sus dos máximos exponentes: mientras que R. W. Hearst mereció la hiriente sátira del Citizen Kane de Orson Welles, J. Pulitzer le dio su nombre… ¡al más apetecido premio concedido al periodismo! No es casual que Sherwood Anderson hiciera un aspirante a periodista del protagonista de su monumental Winesburg, Ohio (1919), libro que pretendía ser un ajuste de cuentas con -y un retrato de la vida en- los small towns del interior americano.
  8. No es casual que Sherwood Anderson hiciera un aspirante a periodista del protagonista de su monumental Winesburg, Ohio (1919), libro que pretendía ser un ajuste de cuentas con -y un retrato de la vida en- los small towns del interior americano.
  9. Dato funesto, que viene al caso: su hijo James moriría como corresponsal y brigadista en la Guerra Civil española.
  10. Con el típico entusiasmo fácil de los paratextos, Jonathan Yardley asevera en la contratapa de una antología de Selected Stories en Penguin (1997): “En los 1920s quizás era el periodista más famoso de los Estados Unidos, leído por millones a cada semana”.
  11. Lo cuantitativo, no será preciso aclararlo, constituye un aspecto nada desdeñable en la memoria colectiva estadounidense.
  12. Pienso en rótulos del tipo “Hamlin Garland, el gran teórico del color local” o “E. S. Gardner, el padre de Perry Mason”, tan inanes como infaltables en manuales enciclopédicos.
  13. Recordemos que Ernest Hemingway, por admiración, firmaba “Ring Lardner Jr.” sus primeros artículos periodísticos en la revista de su escuela.
  14. “The Case of Ring Lardner”, en la revista Commentary, donde Berryman pretende desmitificar (o remitificar) a Lardner pese a Scott Fitzgerald.
  15. En una tesis doctoral de 1961 sobre el deporte en la literatura norteamericana del siglo XX (además de Lardner, el trabajo se detiene en James Farrell, Hemingway y Faulkner, tras mencionar en su introducción a Thomas Wolfe, Sherwood Anderson, John Dos Passos, Sinclair Lewis, Irwin Shaw, William Carlos Williams, Budd Shulberg, Walter Van Tilberg Clark, y Mark Harris), el autor enumera los siguientes deportes y su papel destacado en Lardner: béisbol, box, golf, corridas de toros, fútbol americano y carreras de caballos (Rodnon, 1961: 3).
  16. El “busher” es el jugador que proviene de la “bush league”, o sea, de la segunda división o de una liga menor.
  17. Aunque no tanto en sus frecuentes y fracasadas intentonas teatrales (Lardner había heredado de su madre la afición por la literatura en general y por el teatro en especial, y jamás abjuró de ella).
  18. El encomio de la sofisticada autora inglesa en realidad formaba parte de su examen panorámico de la literatura norteamericana del momento (el artículo, de hecho, se titulaba “American Fiction”), y aparece citado por casi todo comentarista de Lardner que se precie de serlo, como en Friedrich (1965: 6) y en Yardley (2001: 170).
  19. En inglés, “games” puede subsumir -según el contexto- la noción de “sports” muchísimo más que en español, donde hablamos de “jugadores” para referirnos a los participantes, pero no de “juego” sino de “partido” o “enfrentamiento” para el evento en sí. Al parecer, el sustantivo “juego” está impregnado de un matiz lúdico que el hablante hispano no considera auténtico de una lid profesional y reglamentada, por cuestiones culturales que sería largo explayar.
  20. Refiero los títulos en inglés porque, como si no bastara con la escasez de traducciones que ya he apuntado, las pocas versiones existentes a menudo difieren mucho entre sí, al grado de que el lector podría no reconocer la pieza en cuestión (el cuento “Zone of Quiet” ha sido vertido, por ejemplo, como “Zona de silencio” y “Silencio: Hospital”).
  21. Cfr. Veblen, 1985: 245. En la actualidad, el “fútbol americano” -o gridiron football, concepto que también subsume al Canadian football– es el deporte más popular del país, seguido muy de cerca por el béisbol, que supo ser primero en las preferencias (Washington Irving ya reportaba en 1836 la práctica del “prison bars”, nombre primitivo del juego).
  22. Este fenómeno de segmentación pronto se haría evidente con el surgimiento de numerosos órganos gráficos y programas radiales puramente destinados a hechos deportivos. Ciertamente, la idea no era nueva: la londinense Sporting Magazine -que cubría desde el hipismo hasta la cacería de zorros- había sido fundada en 1793 (!).
  23. Para repensar las miserias y grandezas de este deporte violento y hoy caído en desgracia me permito recomendar el provocativo Del boxeo, de Joyce Carol Oates (trad. J. Arconada, Barcelona: Alfaguara, 2012).
  24. Dejo para otro lugar el tratamiento del deporte americano como “de lanzadores” (piénsese en el pitcher de béisbol, el quarterback de fútbol americano y el shooting guard de básquetbol) frente al deporte de otras naciones, más orientado a los “pateadores”. Aquí me limito a llamar la atención sobre el hecho de que los Estados Unidos promueven el manejo de manos y brazos por sobre el de piernas y pies, rasgo que quedó claro cuando Walter Camp codificó definitivamente el football inglés en la década de 1880 y le dio la moderna forma del American Football.
  25. La aparatosa Historia de la Literatura Norteamericana del profesor Elliot rescata a Ring Lardner como el que supo mostrar que “el juego infantil del baseball” se había convertido en un ámbito de negocios (James Cox, en Elliot, 1991: 706), es decir, como un denunciante del idilio y la nostalgia en el Medio Oeste. (Sobre lo forzado y empobrecedor de circunscribir a un autor tan nacional a su lugar de origen no he de pronunciarme aquí).
  26. Los “White Sox” (“Medias Blancas”), el equipo de béisbol de Chicago, perdieron deliberadamente la serie final de la temporada 1918-1919 frente a los “Reds” de Cincinnati por arreglos en las apuestas. El delito, que se dio a conocer un año después y acabó con la expulsión de por vida de varios miembros del equipo, se denominó irónicamente el “escándalo de las Medias Negras”. Hasta hoy, sigue constituyendo el bochorno deportivo más grande del deporte norteamericano.
  27.  Dicho escándalo ciertamente no impidió que el béisbol siguiera jugando un papel importantísimo en la ficción norteamericana: pensemos, por caso, en J. D. Salinger y Philiph Roth.
  28. De dicha ácida compilación han dicho dos historiadores que “llegaba a la conclusión de que no había esencia vitalista en EE.UU. y les sugería a los jóvenes artistas que probaran en la Europa artística” (Ruland/Bradbury, 1992: 275). La contribución de Lardner, así, solo era una nota negativa más en el volumen.
  29. A los que no en vano se conoce en inglés como “fans”, contracción de “fanatics”; más aún: el uso moderno del vocablo “fan” para designar a espectadores y seguidores proviene, justamente, del deporte americano. Cfr. https://www.merriam-webster.com/dictionary/fan#note-1
  30. Con este artículo en mente, Elder habla de “los fans idólatras, la chusma inestable de la que Ring desconfiaba” y que “no figura mucho en su ficción” (1956: 206).
  31. Un análisis pormenorizado de la progresiva desazón puede hallarse en el artículo de L. T. Smith (1972, passim), que incluye los cambios en la fabricación de la bola misma -más liviana, y por ende más rápida- como último motivo de disgusto de quienes, como Lardner, valoraban la inteligencia por sobre la fuerza y la estrategia por sobre la velocidad.
  32. Friedrich (1965: 36 y s.) se explaya sobre quienes concibieron a Lardner directamente como un misántropo sistemático. La supuesta “autobiografía” de Lardner, The Story of a Wonder Man (1927), no aclara nada al respecto, como muy bien lo explica el propio Friedrich (40), quien llega a arriesgar sobre Lardner: “Pese a todos sus cáusticos comentarios sobre la sociedad de su tiempo, formó parte integral de ella, e incluso disfrutó ser parte de ella” (47).
  33. En 1921, en la revista Bookman, el propio Lardner publicaría un artículo sobre las presuntas características de la “lengua americana”.
  34. “Se empezó a interesar más por los jugadores que por el juego”, refiere una enciclopedia del periodismo al comentar la inicial profesionalización de Lardner como cronista de béisbol (Evensen, 2008: 255).
  35. Piglia probablemente exagera al señalar que “los méritos de Lardner nacen de su contribución al perfeccionamiento formal de la moderna short story. toda esa serie de cambios (que habían comenzado con Stephen Crane y Henry James) que fueron concentrando el relato en el cuento, sustituyendo el argumento por el estilo, valorizando, cuidadosamente, el punto de vista” (2016: 12), pues olvida la serie comercial del cuento -con O. Henry a la cabeza- y piensa el género desde la teoría literaria. Lardner era culto, pero ciertamente no seguía los pasos de un Henry James o una Edith Wharton. Aprovechemos, de paso, para recordar que Lardner -con la complicidad de Scott Fitzgerald- tituló burlonamente a una de sus antologías How to Write Short Stories (1924), o sea, “Cómo escribir cuentos”, cual si se tratara de un manual con consejos prácticos para encarar la narrativa breve (un género de moda en aquellos tiempos).
  36. Constato, no sin sorpresa, que el estilo directo -que tanto le complacía- no era tan predecible dada su profesión, pues un reportero deportivo narraba lo sucedido sin delegar la voz (sería su hijo el que se dedicaría a los guiones cinematográficos, donde el arte del diálogo es crucial).
  37. “Los iletrados de Lardner, sus beisbolistas y vendedores y peluqueros y enfermeras, se tenían por astutos y prósperos, y así pensaba también la nación que aplaudía a su creador”, observa Friedrich (1965: 5) al especular sobre el éxito del autor como humorista popular.
  38. Todavía en la década de 1990 podía quejarse Robinson de que “Haircut” era “la única historia de Lardner” capaz de suscitar “debate crítico” (1992: 3).
  39. Me consta que mucha gente pasa por alto el artículo “Ring” en la antología El Crack-Up, apenas identifica que el genial autor del Gran Gatsby está hablando de un escritor que suena completamente desconocido, sobre todo fuera de los Estados Unidos.
  40. Al menos desde Ring Lardner and the Portrait of Folly (1972), de Maxwell D. Geismar, consuela saber que Lardner ha devenido un caso de estudio patológico…
  41. En un bellísimo párrafo, K. Eble describe la amistad entre Scott Fitzgerald y Lardner y señala que «la relación entre ambos escritores debe haberse fundado en la atracción que sentía Fitzgerald por un autor tan contemporáneo como él mismo, y con una inclinación similar hacia la autodestrucción» (1974: 81).