
Nos levantamos a las cuatro de la mañana, aquel primer día en el Este[1]. La noche anterior habíamos saltado de un tren carguero en las afueras de la ciudad, y con el instinto nato de los chicos de Kentucky[2], enseguida nos orientamos por la ciudad hasta la pista de carreras y los establos. Entonces supimos que ya estábamos bien. Apenas llegamos, Hanley Turner se encontró con un negro[3] al que conocíamos. Era Bildad Johnson[4], que en invierno trabaja para la caballeriza de Ed Becker en nuestro pueblo, Beckersville[5]. Bildad es buen cocinero, como casi todos nuestros negros, y claro que, al igual que cualquiera que se precie de ser alguien en nuestra zona de Kentucky, le gustan los caballos. En primavera, Bildad sale a buscarse la vida por ahí. Un negro de nuestros pagos puede adular y engatusar a cualquiera para salirse mayormente con la suya. Bildad engatusa a los mozos de cuadra y a los preparadores de caballos de los haras de nuestra región, por los alrededores de Lexington[6]. Los preparadores vienen al pueblo al atardecer, para dar vueltas y charlar y quizás jugar al póquer. Bildad anda con ellos. Siempre está haciendo favorcitos y hablando de comidas, pollo dorado a la sartén, y cómo hacer mejor las batatas y el pan de maíz. A uno se le hace agua la boca al oírlo.
Cuando arranca la temporada hípica y los caballos empiezan a correr y de noche por las calles solo se habla de los nuevos potros, y todos cuentan cuándo se van a Lexington o al torneo de primavera en Churchill Downs[7] o a Latonia[8], y los yoqueis que estuvieron en Nueva Orleans o quizá en el torneo de invierno en La Habana, Cuba, vienen a pasar una semana antes de volver a irse; en ese momento, cuando en Beckersville no se habla de otra cosa más que de caballos y las cuadrillas se van y las carreras están en el aire que se respira, a Bildad lo contratan como cocinero de alguna cuadrilla. A menudo, cuando pienso que siempre se pasa todas las temporadas en las carreras y los inviernos trabajando en la caballeriza, donde hay caballos y hombres a los que les gusta ir y hablar de caballos, me gustaría ser negro. Es tonto decirlo, pero así es cómo me siento entre caballos: loco. No lo puedo evitar.
Bueno[9], tengo que contarles lo que hicimos para que entiendan de qué estoy hablando. Cuatro chicos de Beckersville, todos blancos e hijos de gente que reside regularmente en Beckersville, decidimos que iríamos a las carreras, pero no a Lexington o Louisville, sino a ese gran hipódromo del Este del que tanto oíamos hablar a nuestra gente de Beckersville: Saratoga[10]. Todos éramos bastante jóvenes por ese entonces. Yo acababa de cumplir quince y era el mayor de los cuatro. Era mi idea, lo reconozco, y convencí a los demás de intentarlo. Éramos Hanley Turner y Henry Rieback y Tom Tumberton y yo. Tenía treinta y siete dólares que había ganado en el invierno, trabajando de noche y los sábados en el almacén de Enoch Myer. Henry Rieback tenía once dólares, y los otros, Hanley y Tom, apenas tenían uno o dos dólares por cabeza. Preparamos todo y disimulamos hasta que los torneos de primavera en Kentucky terminaron y algunos de nuestros vecinos, los más dados al deporte, esos a los que envidiábamos más, se mandaron a mudar. Y nosotros también nos mandamos a mudar.
No les voy a contar nuestras penurias viajando en los cargueros y todo eso. Cruzamos Cleveland y Buffalo y otras ciudades, y vimos las cataratas del Niágara[11]. Ahí compramos algunos recuerdos, cucharas y postales y conchas con dibujos de las cataratas para nuestras madres y hermanas, pero decidimos que lo mejor sería no enviar nada a casa. No queríamos que nuestras familias nos siguieran el rastro y nos pescaran.
Como dije, llegamos a Saratoga de noche y fuimos a las pistas. Bildad nos dio de comer. Nos mostró un lugar donde dormir sobre heno, en un cobertizo, y prometió no abrir la boca. Los negros son buenos para cosas así. Nunca te van a delatar. En general, un blanco con el que podrías cruzarte después de escaparte de casa podría parecer una buena persona y regalarte veinticinco o cincuenta centavos o algo así, y entonces ir y denunciarte. Los blancos hacen eso, pero no un negro. En ellos se puede confiar. Son más rectos con los chicos. No sé por qué.
Ese año, en el torneo de Saratoga había muchos hombres de nuestro pueblo. Dave Williams, Arthur Mulford, Jerry Myers, y otros. Además, había muchos de Louisville y de Lexington a los que conocía Henry Rieback, pero yo no. Eran jugadores profesionales, como el padre de Henry Rieback. Es lo que se llama un anotador de apuestas[12], y se pasa la mayor parte del año en las carreras. En el invierno, de vuelta en Beckersville, no se queda mucho en casa, sino que se va a las ciudades y juega al faro[13]. Es un hombre amable y generoso, siempre le manda regalos a Henry: una bicicleta y un reloj de oro y prendas de boy scout y cosas así.
Mi padre es abogado. Es bueno, aunque no gana mucho y no puede comprarme cosas, y de todos modos ya estoy creciendo tanto que ni me interesa. Nunca me habló mal de Henry, pero los padres de Hanley Turner y Tom Tumberton sí que lo han hecho. Les dijeron a sus hijos que ese dinero no es bien habido y que no querían que ellos se criaran oyendo cosas de apostadores y anduviesen pensando en esos asuntos y quizás se aficionaran a eso.
Me parece bien, y calculo que esos hombres saben de lo que hablan, pero no veo qué tiene que ver con Henry o con los caballos. Por eso escribo esta historia. Estoy desconcertado. Me estoy haciendo hombre y quiero pensar sencillamente[14] y no tener problemas, y hay algo que vi en el torneo de ese hipódromo del Este que sigo sin entender.
No puedo evitarlo, me enloquecen los purasangres. Siempre fui así. Cuando tenía diez años y noté que estaba pegando el estirón y ya no podría ser yóquey, me sentí tan apenado que casi me muero. Harry Hellinfinger, cuyo padre es el jefe de correos de Beckersville, ya es adulto y demasiado haragán para trabajar: le gusta andar por las calles y hacerles bromas a los chicos, mandándolos a la ferretería a comprar un taladro para hacer agujeros cuadrados, y bromas por el estilo. A mí me hizo una. Me dijo que si me comía medio cigarro, me quedaría atrofiado y no crecería más, y acaso podría ser un yóquey. Y lo hice. Cuando mi padre estaba distraído le saqué un cigarro del bolsillo y me las arreglé para tragarlo. Me cayó muy mal y tuvieron que llamar al médico, y además no sirvió para nada. Seguí creciendo. Era una broma. Cuando conté lo que había hecho y por qué, la mayoría de los padres me habría dado una paliza, pero el mío no lo hizo.
Bueno, no quedé atrofiado ni me morí. Harry Hellinfinger se lo merece. Entonces decidí que me gustaría ser mozo de cuadra, pero también tuve que renunciar a eso. En general son los negros los que trabajan de eso y yo sabía que mi padre no me dejaría. Preguntarle era inútil.
Si no los enloquecen los purasangres, es porque nunca han estado donde los hay en cantidad y no saben lo que se pierden. Son hermosos. Nada es tan precioso y limpio y con tanta bravura y honesto y todo lo demás como algunos caballos de carrera. En los grandes criaderos que rodean Beckersville hay pistas y los caballos corren allí cada mañana temprano. Más de mil veces salté de la cama antes del alba y recorrí tres o cuatro kilómetros hasta las pistas. Mi mamá no querría dejarme ir, pero mi padre siempre le dice “déjalo en paz”, así que saco un poco de pan de la panera con algo de manteca y mermelada, lo embucho y me largo.
En las pistas, uno se sienta en las cercas con los hombres, blancos y negros, y ellos mascan tabaco y conversan, hasta que salen los potros. Es temprano y la hierba está cubierta con un rocío brilloso, y en un campo cercano alguien está arando, y en los cobertizos donde duermen los negros de las pistas están friendo algo, y es sabido que con sus risotadas y carcajadas y las cosas que dicen los negros te hacen reír. Un blanco no podría hacerlo, algunos negros tampoco pueden, pero los negros de las pistas siempre pueden.
Al cabo salen los potros: a algunos los mozos de cuadran los hacen galopar, pero casi cada mañana en una pista grande, propiedad de algún millonario que quizá vive en New York, siempre hay, casi todas las mañanas, unos cuantos potros y algunos viejos caballos de carrera y caballos castrados y yeguas a los que sueltan.
Se me hace un nudo en la garganta cuando corre un caballo. No digo todos, pero sí algunos. Casi siempre los distingo de entrada. Lo llevo en la sangre, como los negros de las pistas y los preparadores. Puedo distinguir a un caballo ganador aunque apenas vaya al trote y con un negrito en el lomo. Si me duele la garganta y me cuesta tragar, es un ganador. Cuando lo suelten, va a correr como el demonio[15]. Sería un milagro si no gana en cada ocasión, y solo porque o lo atascó otro o lo empujaron o tuvo una mala salida de arranque o algo así. Si quisiera ser un jugador, como el padre de Henry Rieback, me haría rico. Sé que podría, y Henry mismo lo dice. Bastaría con esperar a que me agarre ese dolor cuando veo un caballo, y entonces apostar hasta el último centavo. Es lo que haría si quisiera ser un jugador, pero no quiero.
Cuando uno está en las pistas a la mañana -no en las pistas de carrera, sino en esas de entrenamiento por los alrededores de Beckersville- no se ve muy seguido un caballo como esos de los que hablo, pero así y todo es agradable. Cualquier purasangre parido por una buena yegua y criado por alguien que sabe hacerlo puede correr. Si no, ¿por qué estaría ahí y no tirando de un arado?
Bueno, salen de los establos con los chicos en el lomo y es lindo estar ahí. Uno se encorva sobre la cerca y siente un cosquilleo en el cuerpo. Allá en los cobertizos los negros ríen entre dientes y cantan. Fríen panceta y preparan café. Todo huele encantador. Nada huele mejor que el café y el estiércol y los caballos y la panceta frita y el humo de pipas que sale por las puertas una mañana como esa. Es algo que atrapa, así de fácil.
Pero vayamos a lo de Saratoga. Pasamos seis días allí y nadie de nuestro pueblo nos vio y todo salió a pedir de boca: buen tiempo, y caballos, y carreras, y todo eso. Rumbeamos a casa y Bildad nos dio una cesta con pollo frito y pan y otros comestibles, y yo todavía tenía dieciocho dólares cuando llegamos de vuelta a Beckersville. Mi madre hablaba hasta por los codos y lloraba, pero papá no dijo gran cosa. Les conté todo lo que nos pasó, salvo una cosa, que solo yo vi. Por eso escribo esto. Es algo que me molestó, y sigo pensando en eso al acostarme. Aquí va.
En Saratoga, pasábamos las noches sobre heno, en ese cobertizo que Bildad nos había mostrado, y comíamos con los negros temprano al amanecer y a la noche, cuando toda la gente de las carreras ya se había ido. Los de nuestro pueblo en general se quedaban en las tribunas o en la zona de apuestas, y no andaban por los sitios donde están los caballos, salvo los paddocks[16] donde ensillan a los caballos justo antes de cada carrera. En Saratoga no tienen paddocks techados, como en Lexington y Churchill Downs y otros hipódromos de nuestros pagos, sino que ensillan a los caballos a cielo abierto, bajo los árboles, en un césped tan blando y agradable como el del jardín del frente de Banker Bohon[17], aquí en Beckersville. Es maravilloso. Los caballos están sudorosos y nerviosos, y brillan, y los hombres salen y fuman cigarros y los miran, y también están los preparadores y los propietarios, y el corazón late al punto de que es difícil respirar.
Entonces la corneta llama a ocupar los puestos, y los yoqueis salen corriendo con sus atuendos de seda, y uno se apura a buscar un lugar en la cerca, entre los negros.
Yo sigo queriendo ser preparador o propietario, y a riesgo de que me vieran y me pescaran y me mandaran a casa, iba a los paddocks antes de cada carrera. Los otros chicos no, pero yo sí.
Llegamos a Saratoga un viernes, y al miércoles siguiente se disputaba el gran Hándicap[18] de Mullford. Corría Middlestride, y también Sunstreak. Hacía buen tiempo y la pista estaba rápida. La noche anterior no pude pegar ni un ojo.
Lo que pasaba es que ambos caballos eran de esos que me hacen doler la garganta con solo verlos. Middlestride es alargado, luce desgarbado, y es un castrado. Le pertenece a Joe Thompson, un modesto propietario de nuestro pueblo que posee una media docena de caballos. El Hándicap de Mullford dura un kilómetro y medio y Middlestride no se recupera rápido. Sale lento y siempre se queda rezagado por la mitad de la carrera, pero entonces empieza a correr, y si la cosa dura dos kilómetros, se los come vivos a todos y llega primero.
Sunstreak es diferente. Es un semental, nervioso, y le pertenece al mayor haras de nuestra región, lo de Van Riddle, propiedad del Sr. Van Riddle, de New York[19]. Sunstreak es como una chica con la que uno sueña y nunca alcanza a ver. Es duro por donde lo miren, y precioso. Cuando se le mira la cabeza, dan ganas de besarlo. Lo entrena Jerry Tillford, que me conoce y ha sido amable conmigo tantas veces, me deja entrar a los establos para ver de cerca a los caballos y cosas semejantes. No hay nada tan delicioso como ese caballo. Se para tranquilo en el poste de salida, sin dejarse llevar, pero por dentro está en llamas. Entonces, cuando se alza la barrera, sale lanzado como su nombre, Sunstreak[20]. Duele mirarlo, lastima. Se agacha y corre como un perro de presa. No debo haber visto correr nada así, excepto Middlestride cuando se estira y empieza a reaccionar.
¡Ah, moría de ganas de ver esa carrera con esos dos caballos! Tenía ganas y miedo también. No quería ver perder a ninguno de los dos. Nunca antes habíamos enviado un par así a las carreras. Lo decían los viejos de Beckersville, y también los negros. Era un hecho.
Antes de la carrera me llegué hasta el paddock, para mirar. Eché un último vistazo a Middlestride, que no impresiona tanto en un paddock, y luego me fui a ver a Sunstreak.
Era su día. Lo supe al verlo. Me olvidé de mantenerme oculto y avancé. Todos los hombres de Beckersville estaban ahí y ninguno se percató de mi presencia, excepto Jerry Tillford. Me vio y algo pasó. Se los voy a contar.
Yo estaba ahí mirando ese caballo, angustiado. No sabría explicarlo, pero sabía cómo se sentía Sunstreak. Estaba sereno, dejaba que los negros le frotaran las patas y el Sr. Van Riddle en persona le pusiera la montura, pero en su interior era un torrente furioso. Era como el agua del río de las Cataratas del Niágara justo antes de caer en picada. Ese caballo no pensaba en correr. No precisa hacerlo. Solo pensaba en contenerse hasta el momento de correr. Yo lo sabía. De algún modo, yo lo veía por dentro. Iba a hacer una carrera descomunal y yo lo sabía. No alardeaba ni expresaba mucho ni se encabritaba ni hacía escándalo: esperaba, nada más. Yo lo sabía, y Jerry Tillford, su preparador, también. Alcé la vista y ese hombre y yo nos miramos a los ojos. Algo me pasó. Creo que quería tanto a ese hombre como al caballo porque él sabía que yo sabía. Me pareció que en el mundo no había más que ese hombre y ese caballo y yo. Sollocé, y a Jerry Tillford le brillaron los ojos. Entonces me alejé hacia la cerca, para esperar la carrera. El caballo era mejor que yo, más firme, y ahora sé que era mejor que Jerry. Era el más calmo de los tres y estaba por correr.
Sunstreak llegó primero, por supuesto, y rompió el récord mundial de esa distancia. Al menos llegué a ver eso, si es que no pudiera ver nunca más nada. Todo resultó tal como lo esperaba. Middlestride se retrasó al salir y quedó muy rezagado, por lo que llegó segundo, tal como yo sabía. Algún día también batirá su récord mundial. En cuestión de caballos, nadie le hace sombra a la zona de Beckersville.
Miré la carrera con calma porque sabía cómo se iba a dar. Estaba seguro. Hanley Turner y Henry Rieback y Tom Tumberton estaban más emocionados que yo.
Algo raro me había pasado. Pensaba en el preparador Jerry Tillford y en lo feliz que estaría durante toda la carrera. Aquella tarde me caía mejor de lo que jamás me había caído mi propio padre. Casi me olvido de los caballos, por pensar en él. Y todo a raíz de lo que había visto en sus ojos junto a Sunstreak, en los paddocks, antes de la carrera. Sabía que él había cuidado y entrenado a Sunstreak desde que era un potrillo, que le había enseñado a correr y a tener paciencia y cuándo soltarse y no darse nunca por vencido. Sabía que para él aquello era como para una madre ver a su hijo hacer algo valiente o espléndido. Era la primera vez que me sentía así respecto de un hombre.
Después de la carrera, me separé de Tom y Hanley y Henry. Quería estar solo y cerca de Jerry Tillford, si podía. Esto es lo que ocurrió.
La pista de Saratoga está al borde de la ciudad. Todo está muy prolijo, rodeado de árboles, de los perennes, y la hierba y todo lo demás bien pintado y lindo. Al cruzar la pista se llega a una carretera asfaltada, para los automóviles, y si se sigue por ella unos kilómetros, hay un camino que se desvía hacia una granja medio rara en un terreno.
Aquella noche, después de la carrera, recorrí ese camino porque había visto a Jerry y otros hombres tomar por ahí en un automóvil. No esperaba encontrarlos. Caminé un rato y me senté a pensar junto a una valla. Era la dirección por la que se habían ido. Quería estar lo más próximo posible a Jerry. Me sentía cerca de él. Enseguida rumbeé por el desvío -no sé por qué- y llegué a la granja rara. Me sentía solo y quería ver a Jerry, como cuando de niño uno quiere ver a su padre durante la noche. Justo apareció un automóvil. Adentro iban Jerry y el padre de Henry Rieback, y Arthur Bedford, de nuestro pueblo, y Dave Williams y dos más que yo no conocía. Bajaron del coche y entraron a la casa, todos menos el padre de Henry Rieback, que discutió con ellos y dijo que no quería ingresar. Eran apenas las nueve, pero estaban borrachos, y la granja rara era un lugar con mujeres de mala vida[21]. Eso era. Me arrastré por la cerca y miré por una ventana y vi todo.
Me revuelve las tripas. No me lo explico. Todas las mujeres de la casa eran feas y de aspecto desagradable, nada que diera ganas de mirar o acercarse. También eran ordinarias, salvo una que era alta y se parecía un poco al castrado Middlestride, pero menos limpia que él, y con una jeta áspera y fea. Tenía el pelo rojo[22]. Vi todo con claridad. Me subí por un viejo rosal[23] que daba a una ventana abierta y miré. Las mujeres llevaban vestidos sueltos y estaban sentadas en sillas. Los hombres entraron y algunos se les sentaron en los regazos. El lugar apestaba y la charla también era apestosa, de esas que un chico puede oír en un establo de un pueblo como Beckersville durante el invierno pero que jamás espera oír en presencia de mujeres. Era apestosa. Ni un negro entraría a un sitio semejante.
Miré a Jerry Tillford. Ya les he contado lo que sentía por él puesto que sabía lo que le pasaba a Sunstreak por dentro aquel minuto previo a la largada de la carrera en la que batió un récord mundial.
En esa casa de mujeres de mala vida, Jerry alardeaba como me consta que Sunstreak nunca habría alardeado. Decía que él había hecho a ese caballo, que era él el que había ganado la carrera y había batido el récord. Mentía y alardeaba como un tonto. Jamás oí decir tantas estupideces.
Y entonces, ¿qué suponen que hizo? Miró a esa mujer de ahí, la flaca de jeta áspera que se parecía un poco al castrado Middlestride pero no era tan limpia, y los ojos le brillaron tal como lo habían hecho cuando nos miró a mí y a Sunstreak en los paddocks aquella tarde. Me quedé ante la ventana, ¡caray!, deseando no haberme alejado de las pistas y haberme quedado con los chicos y los negros y los caballos. La mujer alta y de aspecto apestoso se interponía entre nosotros tal como Sunstreak lo había hecho aquella tarde.
De pronto, empecé a detestar a ese hombre. Quería gritar e irrumpir en la sala y matarlo. Nunca me había sentido así antes. Estaba tan furioso que rompí a llorar y mis puños se cerraron tanto que me clavé las uñas en las manos.
Y los ojos de Jerry seguían brillando, y se hamacaba hacia adelante y atrás, y se acercó y besó a esa mujer, y me escapé y volví a las pistas, y a la cama, y no dormí casi nada, y al día siguiente convencí a los chicos de que se volvieran conmigo, y jamás les dije lo que había visto.
Desde entonces pienso en eso. No me lo puedo explicar. La primavera ha vuelto y ya casi tengo dieciséis[24] y voy a las pistas a la mañana, como siempre, y miro a Sunstreak y a Middlestride y a un potro nuevo llamado Strident, que apuesto que les va a ganar a todos, si bien nadie piensa así salvo yo y dos o tres negros.
Pero las cosas han cambiado. En las pistas el aire ya no sabe tan bien ni huele tan bien. Todo porque un hombre como Jerry Tillford, que sabe cómo manejarse, fue capaz de ver correr a un caballo como Sunstreak y besar a una mujer como aquella en un mismo día. No me lo explico. Maldito sea, ¿para qué quiso hacer algo así? Le sigo dando vueltas al asunto y me arruina mirar los caballos y oler cosas y oír reírse a los negros y todo los demás. A veces me fastidia tanto que me entran ganas de pelearme con alguien. Me revuelve las tripas. ¿Para qué lo hizo?[25] Quiero saber por qué.
* Traducción y notas: Marcelo G. Burello. Título original: “I want to know why”. Publicado en el número de noviembre de 1919 de la destacada revista literaria The Smart Set, dirigida por H. L. Mencken y G. J. Nathan, y luego recogido en el libro The Triumph of the Egg (1921). Texto tomado de: Sherwood Anderson, Collected Stories, ed. por Ch. Baxter, New York, The Library of America, 2012.
[1] La mera referencia geográfica delata que el narrador se siente ajeno al litoral atlántico y las regiones más progresistas del Noreste de los Estados Unidos.
[2] El estado de Kentucky pertenece a la región Sureste. La cultura ecuestre es uno de sus rasgos más distintivos.
[3] Aquí y en todas las ocurrencias que vertemos como “negro”, el término es “nigger”, hoy proscripto del habla estadounidense por su índole peyorativa. En realidad, era una palabra ya bastante controversial al momento de escribirse esta pieza; el autor la pone en boca del narrador -un joven blanco y sureño- para conferirle autenticidad.
[4] Bildad el shuhita es un personaje que intenta apaciguar a Job. Los nombres de origen bíblico eran comunes en la comunidad afroamericana.
[5] Pueblo imaginario, pero de nombre similar a muchas otras poblaciones rurales del país. Lo singular es que el apellido de la caballeriza coincide con el de la localidad, de lo que se deduce que se trata de la familia más acomodada.
[6] Segunda ciudad más poblada de Kentucky, conocida como “capital mundial del caballo”.
[7] Churchill Downs es un complejo de carreras de caballos ubicado en el sur de Louisville, Kentucky, Estados Unidos, notorio por albergar el Derby de Kentucky una vez al año.
[8] Latonia era una localidad de Kentucky (hoy reabsorbida por la ciudad de Covington) famosa por sus aguas termales y su pista hípica, activa desde la década de 1880.
[9] La muletilla “well”, junto con otros muchos recursos (hipérbatos, ruptura de ilación o de tiempo verbal, frases hechas, expresiones populares, repeticiones), integra el arsenal de gestos coloquiales que proporcionan espontaneidad y cualidad oral al relato.
[10] Ciudad al noreste del estado de New York, conocida por sus aguas termales y su hipódromo (inaugurado en 1863, y por ende considerado uno de los establecimientos deportivos más antiguos de todo el país).
[11] La ruta de Cleveland, Ohio, y Buffalo, New York, demuestra que el protagonista se ha dirigido hacia el Norte y luego hacia el Este. Las célebres Cataratas del Niágara toman su nombre del río homónimo y se encuentran entre Canadá y Estados Unidos.
[12] “Sheet writer”, es decir, quien se encargaba de llevar el registro de las apuestas.
[13] El faro o “faraón” (en inglés, “faro”) es un juego de naipes sumamente simple y adictivo para los apostadores, en tanto se apuesta a predecir las cartas a medida que van siendo mostradas.
[14] El narrador utiliza el adjetivo “straight”, que si bien aún no había tomado la connotación actual de “heterosexual”, anticipa la resemantización que el término conocería hacia mediados del siglo XX.
[15] En el original, “like Sam Hill”: frase hecha en el inglés americano de la época para suavizar exabruptos y no invocar nombres sagrados en vano.
[16] El “paddock” es el pequeño circuito por el que desfilan los caballos -montados por sus respectivos jinetes- antes de una carrera en un hipódromo.
[17] El lugar es ficticio, pero Bohon es el nombre de un pueblo cercano a Lexington, lo que le da verosimilitud.
[18] En hipismo, un “hándicap” es una carrera en la que se regula el peso que lleva cada caballo para que todos los competidores tengan las mismas posibilidades.
[19] Referencia ficticia, aunque pareciera haber un chiste en tanto “riddle” vale por enigma o acertijo, y ya antes el narrador ha señalado que los dueños de los establecimientos son neoyorquinos desconocidos, y por ende muy ajenos a la región.
[20] “Sunstreak” literalmente significa “Rayo de sol”.
[21] En el original, “bad women”, o sea, “malas mujeres”.
[22] Pareciera invocarse el estereotipo de la pelirroja como mujer fogosa y tentadora, siguiendo el mito mesopotámico y judío de Lilith, la mujer rebelde y diabólica.
[23] Desde la Antigüedad, la rosa es un símbolo del amor y la belleza.
[24] Al comienzo el narrador ha dicho que acababa de cumplir quince y que era “bastante joven”, por lo que objetivamente considerada, la distancia temporal entre lo narrado y la narración es escasa.
[25] El último párrafo contiene, así, las que según los especialistas en lingüística infantil son las dos arquetípicas preguntas heurísticas de los niños: el por qué y el para qué.