Inicio 9 Bibliografía 9 Peleando por la identidad. Sobre ‘Fight Club’, de Chuck Palahniuk

El fin del “siglo XX corto”, como lo llama Eric Hobsbawm, inauguró una nueva era caracterizada por el desorden global y la incertidumbre (2018: 476). Si bien la caída de la URSS representaba, para muchas personas, el triunfo del sistema capitalista, “a principios de los noventa ningún observador serio podía sentirse tan optimista respecto de la democracia liberal como del capitalismo” (2018: 486). Por su parte, Estados Unidos, consolidado como potencia económica mundial, presentaba aspectos críticos que se manifestaban sobre todo en el plano cultural. El predominio de lo económico, el avance de la cultura de masas y la exaltación del consumo desenfrenado configuraban una generación en la que la violencia y el resentimiento se sublimaban en lo que Sontag había definido décadas atrás como “una codicia y un materialismo groseros” (1969: 8). Esta crisis social y cultural es uno de los grandes temas de El club de la lucha, la primera novela de Chuck Palahniuk.

El eje central de esta crisis tiene que ver con la identidad. En este sentido, se puede considerar la novela como un proceso de autodescubrimiento del narrador y protagonista. Este proceso, que implica el reconocimiento de su propia crisis identitaria, estará mediado por la violencia, ejercida tanto por el sujeto como por el sistema. Por un lado, el sistema somete al narrador a través de diversas formas de violencia simbólica con el objetivo de aniquilar su identidad. Por otro lado, el narrador se apropia de la violencia sistémica, la traslada al plano físico y la dirige contra sí mismo como una forma desesperada de recuperar su identidad. Pero la crisis del narrador devela una crisis colectiva. En ese proceso de autoconocimiento, emerge toda una generación de hombres sometidos a las mismas violencias sistémicas, aislados, sin identidad y sin propósito, que, en la lucha contra otros, no solo encuentran una descarga de su ira reprimida, sino, sobre todo, una forma de reconstruirse en comunidad.

Violencia simbólica para la deshumanización

Si bien las narrativas de la violencia en El club de la lucha están fuertemente ancladas en lo físico, la violencia de la sociedad de consumo, que es el origen del malestar social, es ante todo simbólica. El narrador, cuyo nombre se desconoce, es un sujeto más en un entramado productivo cuya última finalidad es el consumo. Por esto, la violencia sistémica está orientada a destruir la identidad de los individuos para reducirlos a autómatas. El narrador es un sujeto estándar: un varón adulto, soltero y bien posicionado económicamente. En su piso de más de doscientos metros cuadrados están todos los muebles de moda que pueden encontrarse en la casa de cualquier varón de su clase socioeconómica: “Todos tenemos el mismo sillón de Johanneshov tapizado con rayas verdes de Strinne” (Palahniuk, 1996: 37). Los espacios, idénticos unos de otros, reflejan la carencia de impronta y, por lo tanto, de identidad de los individuos que los habitan. De este modo, el espacio se convierte en la prisión de un sujeto cuya vida gira en torno a la acumulación de objetos: “Finalmente, te quedas atrapado en tu precioso nido y los objetos que solías poseer ahora te poseen a tí” (38).

El proceso de destrucción de su identidad también se refleja en el trabajo del narrador, que consiste en analizar el costo de retirar del mercado un modelo de vehículo ante la aparición de una falla letal. Si ese costo es más alto que el de reparar a las víctimas en las mediaciones judiciales, la compañía no retira los vehículos fallados. Y esta decisión se toma a partir de una fórmula: “A por B por C igual a X. Esto es lo que costará retirar los coches” (24). Pero detrás de esa fórmula hay vidas humanas. En este sentido, la violencia del sistema consiste en reducir la vida a un número, un valor monetario. “Es sólo cuestión de aritmética” (24) dice el narrador, antes de describir cómo se incendia un coche con todos sus ocupantes adentro debido a un fallo de fábrica. Así, mientras que la vida es tratada como un objeto más, sujeto a criterios mercantilistas, el sistema de valores se derrumba. Ya no hay ninguna ética; en la sociedad de consumo todos los aspectos de la vida humana se reducen a cantidades, ganancias o pérdidas monetarias y procesos físicos y biológicos.

El estilo de vida del narrador, estrechamente vinculado a su trabajo, también atenta contra su identidad. Su lujoso departamento está deshabitado casi todo el tiempo; el narrador vive viajando de ciudad en ciudad, de aeropuerto en aeropuerto. De modo que, a pesar de tener tantas posesiones materiales, vive con “lo mínimo imprescindible: seis camisas, seis mudas de ropa interior” (40). El uniforme del hombre ejecutivo, nuevamente, impide distinguir a unos de otros. Pero este estilo de vida, además, implica un tipo de consumo individualizado y efímero: “En el hotel me dan una pastillita de jabón; un sobrecito de champú; una ración individual de mantequilla” (22). Y esto se refleja en los vínculos: “Dondequiera que voy, desde el aeropuerto de Logan hasta el de Krissy o el de Willow Run, entablo amistades fugaces con las personas que se sientan a mi lado” (24). El sistema impone lo perecedero, lo individualista, lo descartable como formas de vida. Y así empuja al narrador al aislamiento. Pero su malestar está reprimido, ya que “las comodidades y libertades que ofrece Estados Unidos disimulan la naturaleza desesperada de la situación” (Sontag, 1969: 14).

A partir de este vacío existencial, cuyo síntoma más agudo es el insomnio, y su necesidad de conexión con otros seres humanos, el narrador empieza a acudir a los grupos de terapia para enfermos terminales. En una sociedad en la que las relaciones se caracterizan por la superficialidad, el narrador encuentra en esos grupos a gente auténtica, con capacidad de escucha: “Por eso yo apreciaba tanto los grupos de apoyo, porque la gente, cuando cree que te estás muriendo, te presta toda su atención” (Palahniuk, 1996: 97). Pero él allí es un farsante: al no tener una enfermedad terminal, no puede identificarse realmente con nadie. Por eso, la aparición de Marla rompe el efecto paliativo de los grupos: “la mentira de Marla refleja mi mentira y no veo más que mentiras” (17). El narrador, sin más opciones para lidiar con su malestar, cae en la desesperación: “Estaba cansado, loco y abrumado, y cada vez que cogía un avión quería que se estrellara” (157). La muerte, entonces, se convierte en la única escapatoria a una vida sin sentido y sin propósito.

Otro de los elementos vinculados a la pérdida de identidad del narrador es la ausencia de una figura paterna. El narrador recuerda que su padre lo abandonó a sus seis años “para establecer otra franquicia” (58). Nuevamente, aparece la lógica mercantil como eje rector de los vínculos familiares. Más adelante, en su vida adulta, el narrador pedirá a su padre una dirección, pero no obtendrá de él nada más que los lugares comunes de una persona que muestra estar tan perdida y confundida como él: “le pregunté: ‘¿Y ahora qué?’. Mi padre no sabía qué responder; así que me dijo: ‘Cásate’” (44). En esta crisis, que pone al narrador en una situación de desamparo, Tyler Durden aparece como sustituto de todas sus carencias: es el padre, el amigo, el líder, la figura masculina viril y fuerte y el guía que le da la certeza que necesita para empezar a comprender el trasfondo de su angustia.

La liberación que no pudo ser

Los clubes de lucha son el primer paso del narrador hacia su toma de conciencia. En un principio, la lucha cuerpo a cuerpo es una forma de canalizar la ira contenida. En efecto, como dice Mendieta “Sought out pain and danger are palliatives for a deeper and graver sufferings: a void of meaning, a lack of direction” (2005: 396). Pero, además, detrás de los clubes de lucha hay un propósito. Así como el sistema ejerce una violencia simbólica con el propósito de destruir la identidad del sujeto para convertirlo en un mero consumidor, el sujeto transforma esa violencia en agresión física y la dirige hacia sí mismo, ya que su destrucción implica la destrucción del consumidor. En este sentido, la violencia física es una forma de resistencia contra la violencia simbólica que ejerce el sistema. Por esto, la autodestrucción podría considerarse como la primera forma de sabotaje. El narrador, que tiene una identidad disociada y no es consciente de ello, primero necesita entender lo que le sucede. Y por eso lucha; porque, como dice en boca de Tyler, “quería conocerse mejor” (Palahniuk, 1996: 46).

La cuestión de la autodestrucción como forma de liberación también aparece en la escena del beso de Tyler. En ella, Tyler provoca una quemadura química en la mano del narrador para darle una lección: “Sólo después del desastre podemos resucitar” (62). Esta escena hace referencia a la idea de resurgir de las propias cenizas y, así, muestra la forma en que el individuo utiliza la violencia física autoinfligida para apercibirse de su propia crisis. Y, aunque el narrador intenta evadir el dolor físico, al igual que en su vida evade el dolor emocional, Tyler le exige presencia y lo impulsa a salir de la anestesia: “Este es el momento más importante de tu vida […] pero estás en otro sitio y te lo estás perdiendo” (68). Al igual que en esta escena, la violencia en los clubes de lucha, lejos de ser irracional, está plenamente cargada de sentido: “tal vez hubiera que romper con todo para sacar lo mejor de nosotros mismos” (46). Como el Ave Fénix, el narrador se autodestruye para renacer.

La violencia en El club de la lucha aparece con frecuencia asociada a un discurso científico centrado en explicar los fundamentos físicos de la destrucción. Si bien su principal portavoz es Tyler, puede considerarse como una respuesta a la violencia sistémica, en la medida en que constituye una racionalidad desprovista de ética. Esto se refleja, en primer lugar, en el trabajo del narrador: una fórmula matemática decide sobre la vida humana. Dice Subirats: «La destructividad inherente a muchas formas de la producción científica, la opacidad de sus objetivos económicos y políticos, y la eliminación de cualquier forma de responsabilidad social y política por parte del científico son condiciones normalizadas de la práctica científica y académica tardomoderna» (2006: 55).

Pero, además, el conocimiento también aparece como un objeto de consumo en las revistas Reader’s Digest, que se caracterizan por aportar información de forma aleatoria y descontextualizada. Por esto, el narrador, a través de Tyler, nuevamente, se apropia de esta violencia expresada en el discurso científico para volverla en contra del sistema que la origina, en las bombas caseras, en el jabón fabricado con grasa humana y, más tarde, en la operatividad del Proyecto Estragos. “Con jabón suficiente —dice Tyler— podrías volar el mundo entero” (Palahniuk, 1996: 66). El sentido de la resistencia está en destruir el sistema con sus propios objetos de consumo masivo.

Para los hombres que acuden a los clubes de lucha, la violencia también funciona como marca de identidad. De pronto, el narrador empieza a ver en la ciudad a hombres con las caras desfiguradas, golpes y cortes, evidencias de su pertenencia a los clubes de lucha: “Voy a reuniones y congresos, donde veo rostros de contables, jóvenes ejecutivos o abogados con la nariz rota y abultada como una berenjena bajo el vendaje, […] o con la mandíbula inferior sujeta por un alambre.” (48). En una sociedad que relega a los sujetos al anonimato, el aislamiento y la deshumanización, las cicatrices exhiben el malestar social reprimido y silenciado. La aparición de cada vez más hombres golpeados en sus lugares de trabajo muestra que la crisis excede al narrador; es una crisis colectiva: “Somos los hijos medianos de la historia, educados por la televisión para creer que un día seremos millonarios y estrellas de cine y estrellas de rock, pero no es así. Y acabamos de darnos cuenta” (151). Así, los hombres configuran una identidad social marcada por la frustración. Pero, además, las cicatrices les permiten reconocerse y encontrarse unos con otros: “Muchos que ahora son buenos amigos se conocieron en el club de lucha” (48). De este modo, los hombres, a partir de la violencia, empiezan a construir comunidad.

Si acaso la autodestrucción es la única posibilidad que tiene el narrador para renacer, la destrucción del sistema es, análogamente, el único camino para lograr su transformación: “Vamos a acabar con la civilización para hacer del mundo algo mejor” (189). El Proyecto Estragos es la canalización de la crisis colectiva que había comenzado a expresarse de forma errática en los clubes de lucha. Y Tyler Durden, que es consecuencia de la crisis de identidad del narrador, se convierte en el líder de una multitud de hombres huérfanos y resentidos. Desde esta perspectiva, podría considerarse a Tyler como el referente para toda una generación cuyos “dreams of unchallenged power, of always-to-be-achieved full masculinity are belied by the reality of unemployment, powerlessness, meaninglessness, lack of connection, of responsibility” (Mendieta, 2005: 396).

Al igual que en los clubes de lucha, en el Proyecto Estragos la violencia también tiene sentido y propósito. Los hombres que se unen a la organización se someten a un régimen prácticamente militar en el que también pierden sus identidades. Todos viven en la casa de Paper Street, duermen en cuchetas, se visten con la misma ropa. Los hombres del Proyecto Estragos abandonan la tiranía del consumismo para someterse a la tiranía del caos organizado. Y al igual que el narrador, todos carecen de nombre. En este proceso, los individuos destruyen sus identidades, pero lo hacen bajo sus propios términos, como forma de resistencia ante la prepotencia de la sociedad de consumo. Pero las condiciones del sistema se repiten en la organización y, por esto, la muerte aparece nuevamente como la única posibilidad de salida: “Solo muertos dejamos de formar parte del Proyecto Estragos” (Palahniuk, 1996: 183). El narrador, que había logrado salir de la cárcel de su departamento, ha creado su propia cárcel y el Proyecto Estragos se convierte en una nueva forma de opresión.

Afiche de Fight Club (David Fincher, 1999)

El despertar de una generación

Desde el primer club de lucha hasta el último atentado del Proyecto Estragos, el narrador utiliza la violencia para despertar de su propio letargo. Por esto, a lo largo del proceso, Tyler está en plena posesión de la conciencia del narrador. “Si alguna vez le mencionas mi nombre [a Marla], nunca volverás a verme” (189), le dice Tyler y así muestra que tiene pleno control de la situación. Tyler tiene una agenda que el narrador desconoce y, conforme el Proyecto Estragos se va sofisticando, el narrador se vuelve cada vez más ignorante de sus planes. En este sentido, Tyler no solo tiene la claridad necesaria para diseñar un plan de terrorismo urbano, sino que, al anticiparse a las acciones del narrador, también muestra tener claridad sobre su propia condición. En una escena en la que dos miembros del Proyecto Estragos están por cortarle los testículos, el narrador intenta convencerlos, sin éxito, de que él no es Tyler Durden: “Usted nos advirtió de que seguramente nos diría eso” (171). El narrador, a través de Tyler, hace todo para proteger el proyecto de sí mismo.

Desde esta perspectiva, se podría afirmar que los momentos de mayor lucidez del narrador, paradójicamente, ocurren cuando Tyler se apodera de su cuerpo. Tyler, que aflora cuando el narrador duerme, está despierto en un sentido metafórico: tiene conciencia de sí mismo, de su crisis y claridad sobre sus objetivos. Pero, en el fondo, el narrador no desea la destrucción del mundo. Por esto, al observar la escalada de violencia, empieza a tomar distancia de Tyler y es en esta distancia donde comienza a entender lo que le pasa. Burgess, citando a Kennet, afirma que el momento en que el narrador comprende que el Proyecto Estragos es una organización peligrosa ocurre ante la muerte de Bob (2012: 276). Y añade: “He now understands that Project Mayhem, rather than creating a space to explore freedom and happiness, has taken on the dominant culture’s rhetoric of repression that it meant to subvert” (2012: 277).

Finalmente, una vez muerto el consumidor, el narrador debe matar a Tyler. Por eso apunta el arma contra sí mismo; nuevamente, apela a muerte como el único camino para la autosuperación. Pero este despertar del narrador implica también un retorno a los orígenes: en el momento en que está a punto de dispararse, aparece Marla junto con los compañeros de las terapias de enfermedades terminales. Entonces por primera vez surge la posibilidad de un vínculo auténtico, en la medida en que el narrador, al igual que ellos, se enfrenta a la muerte.

“Tras Marla, todos los cánceres intestinales, los parásitos cerebrales; la gente con melanomas y la gente con tuberculosis, se aproximan andando, cojeando o sobre sillas de ruedas.

Y me dicen:

—Espera.

El viento frío me trae sus voces:

—Detente.

—Y podemos ayudarte.

—Déjanos ayudarte.” (Palahniuk, 1996: 186)

Pero la gran diferencia es que para estas personas la muerte es un destino inminente y la resurrección no es una opción, por lo cual su valoración de la vida es totalmente diferente. El concepto del Ave Fénix para ellos no es real. Por esto aparecen en el momento más crítico del proceso interno del narrador: al contrario de Tyler, de los clubes de lucha y del Proyecto Estragos, que apelan a la violencia y la destrucción, los grupos de terapia para enfermos terminales aparecen para intentar salvarle la vida.

Pero para el narrador ya es tarde. A pesar de haber logrado tomar conciencia del trasfondo de su angustia, en su camino de autodescubrimiento ha puesto en marcha un proceso que se le escapa de las manos. A través de su personalidad desdoblada, el narrador utiliza la violencia para despertar del letargo, pero, en su camino, toda una generación de hombres despierta del mismo letargo. Dice Sontag que “El insaciable moralismo estadounidense y la fe estadounidense en la violencia […] constituyen una psicosis nacional […] fundada, como todas las psicosis, sobre la negación eficaz de la realidad” (1969, 9). Desde esta perspectiva, se podría considerar a Tyler como fruto de una psicosis colectiva.

Tyler Durden se convierte en referente para una generación entera de varones, no solo por su crítica social, sino, sobre todo, por su propuesta de combatir el sistema de forma violenta. De este modo, la violencia del Proyecto Estragos es aceptada en la medida que permite expresar la violencia sublimada cotidianamente en el consumo irracional. A pesar de que el narrador no quería morir ni matar, su crisis desata un proceso que, al final, resulta imparable e irreversible. El narrador, finalmente, recupera su identidad a través de Tyler, pero renuncia a él para recuperar su integridad. No obstante, en El club de la lucha la muerte no es el final: las palabras iniciales de Tyler se confirman y, lejos de desaparecer, vuelve convertido en leyenda.

Yanina Paula Nemirovsky (UBA)


Bibliografía

Burgess, Olivia. “Revolutionary Bodies in Chuck Palahniuk’s Fight Club” en Utopian Studies, Vol. 23, No. 1: 2012, pp. 263-280. (http://www.jstor.org/stable/10.5325/utopianstudies.23.1.0263).

Hobsbawm, Eric. «El fin del milenio” en Historia del siglo XX. Trad. Juan Faci, Jordi Ainaud, Carmen Catells. Buenos Aires, Argentina: Crítica, 2018, pp. 473-494.

Mendieta, Eduardo. “Surviving American Culture: On Chuck Palahniuk” en Philosophy and Literature, Vol. 29, No. 2: 2005, pp. 394-408. (https://muse.jhu.edu/article/189442).

Palahniuk, Chuck. El club de la lucha. Trad. Pedro González del Campo. S/E, 1996. (https://campus.filo.uba.ar/mod/resource/view.php?id=194746).

Sontag, Susan. “X” en Estilos radicales. Trad. Eduardo Goligorski. S/E, 1969. (https://campus.filo.uba.ar/mod/resource/view.php?id=197406).

Subirats, Eduardo. “Violencia y civilización” en Violencia y civilización. Madrid, España: Losada, 2006, pp. 43-73.