Inicio 9 Entrada destacada 9 La obra de Gertrude Stein

Una noche de invierno, hace unos años, mi hermano1 me visitó en mi alojamiento de Chicago trayendo consigo un libro de Gertrude Stein. El libro se llamaba Botones blandos2 y, justo en ese momento, en los periódicos norteamericanos se le dedicaban muchas bromas y mucho alboroto. Yo ya había leído un libro de Miss Stein llamado Tres vidas3 y me había parecido que contenía algunas de las mejores cosas jamás escritas por un norteamericano. El nuevo libro me producía curiosidad.

Mi hermano había asistido a una especie de reunión de literatos la noche anterior y alguien había leído en voz alta parte del nuevo libro de Miss Stein. La fiesta había sido un éxito. Después de unos pocos renglones el lector se detuvo y lo saludaron sonoros gritos de risa. El consenso general era que la autora había hecho algo que los norteamericanos llamamos “hacerse entender bien”, o sea que, gracias a un desempeño extraño y anormal, se las había arreglado para concitar la atención sobre su persona, lograr que discutan sobre ella en los periódicos, ser por un tiempo una figura en nuestras apabulladas y ajetreadas existencias.

Resultó que mi hermano no estaba contento con las explicaciones sobre la obra de Miss Stein por entonces vigentes en los Estados Unidos, y así fue que compró Botones blandos y me lo trajo, y nos sentamos un rato a leer las raras oraciones. “Les da un sabor íntimo y singularmente nuevo a las palabras, y a la vez hace que las palabras familiares resulten casi extrañas, ¿no?”, me dijo. Lo que mi hermano hizo, como ven, fue ponerme a pensar en el libro, y al cabo, dejándolo sobre la mesa, se marchó.

Y ahora, pasados estos años, y habiéndome sentado con Miss Stein junto al fuego de su hogar en la Rue de Fleurus, en París,4 me piden que escriba algo a modo de presentación para el nuevo libro que ella está por publicar.5

Como en los Estados Unidos se tiene una impresión nada auténtica y asaz tontamente romántica de la personalidad de Miss Stein, ante todo me gustaría dejar eso a un lado. Yo mismo había oído historias de una larga habitación oscura con una lánguida mujer recostada en un sofá, fumando cigarrillos, bebiendo absentas, quizá, y avistando el mundo con ojos cansados y desdeñosos. De vez en cuando giraba la cabeza lentamente hacia un lado y pronunciaba algunas palabras, anotadas por una secretaria que se acercaba al sofá con un trémulo afán de atrapar las perlas que caían.

Tal vez entiendan en parte mi propia sorpresa y deleite cuando, tras hartarme de tales cuentos y esperando un poco a lo Tom Sawyer que fueran ciertos, me llevaron a visitarla para encontrar, en lugar de esa lánguida imposibilidad, una mujer de un vigor llamativo, una mente sutil y potente, un discernimiento en materia de arte como no he hallado en otro hombre o mujer nacido en Estados Unidos, y una conversadora encantadoramente brillante.

¿He dicho “sorpresa y deleite”? Bueno, verán, mi sensación es así. Desde que la obra de Miss Stein me llamó la atención por primera vez, he estado pensando que es la labor pionera más importante en el ámbito de las letras de mi época. Las fuertes carcajadas del público general que inevitablemente han de suceder a la presentación de más material suyo no me irritan, pero me gustaría que los escritores, y en especial los escritores jóvenes, llegaran a comprender un poco lo que ella está tratando de hacer y lo que en mi opinión está haciendo.

Lo que pienso al respecto es más o menos esto: que todo artista que trabaja con las palabras como medio a veces debe sentirse hondamente irritado por lo que parecen ser las limitaciones de dicho medio. ¡Qué cosas no deseará crear con palabras! La mente del lector está ante él y le gustaría crear un nuevo mundo de sensaciones en esa mente, o más bien podría decirse que le gustaría devolverle la vida a todos los sentidos muertos y adormecidos.

Hay algo que uno quiere lograr y que se podría llamar “la extensión de la provincia de su arte”. Uno trabaja con palabras y querría que las palabras tengan un sabor en los labios, que tengan perfume para las fosas nasales, palabras traqueteantes que uno pueda meter en una caja y agitar, emitiendo un sonido agudo, tintineante; palabras que, cuando se las ve en la página impresa, surten un nítido efecto de provocación a los ojos, palabras que al saltar de debajo de la pluma uno puede palpar con los dedos tal como podría acariciar las mejillas del ser amado.

Y lo que pienso es que estos libros de Gertrude Stein recrean la vida en palabras en un sentido muy real.

Todos los escritores, ya lo ven, tenemos tal apremio. Hay cosas así de grandiosas que debemos hacer. Por un lado, hay que escribir la Gran Novela Americana6 y hay que elevar la Escena Inglesa o Americana mediante nuestras muy relevantes contribuciones, por no hablar de los poemas épicos, los sonetos a los ojos de mi señora, y lo que sea. Todos estamos ocupados llevando estos pensamientos grandiosos e importantes a las páginas de los libros impresos.

Y mientras tanto, se descuidan las palabritas, que son los soldados con los que los grandes generales tenemos que realizar nuestras conquistas.

Hay una ciudad de las palabras inglesas y norteamericanas y ha sido una ciudad descuidada. Palabras fuertes y robustas, que deberían estar marchando a campo traviesa y bajo el cielo azul, atienden pequeñas y polvorientas tiendas mercantiles; a jóvenes palabras virginales se les permite relacionarse con prostitutas; palabras eruditas se han puesto al servicio del cavador de zanjas. Ayer mismo vi una palabra que una vez supo llamar a toda una nación a las armas cumpliendo la triste función de promocionar jabón para la ropa.7

Para mí, la obra de Gertrude Stein consiste en una reconstrucción, una nueva refundición de la vida, en la ciudad de las palabras. Aquí hay una artista capaz de aceptar el ridículo, que incluso ha renunciado al privilegio de escribir la gran novela americana, de elevar nuestra escena de habla inglesa y de lucir los laureles de los grandes poetas, para irse a vivir entre las pequeñas palabras de las tareas domésticas, las bravuconas e intimidantes palabras de la esquina, las palabras honestas y que ahorran dinero, y todos los demás ciudadanos olvidados y descuidados de la ciudad sagrada y medio olvidada.

¿No sería un gesto hermoso y encantadoramente irónico de los dioses si, al final, la obra de esta artista resultara ser la más duradera e importante de las de todos los escritores8 de nuestra generación?


Texto tomado de Gertrude Stein, Geography and Plays, Boston, The Four Seas, 1922, pp. 5-8. Traducción y notas de Marcelo G. Burello.

  1. Casi seguramente Karl, su hermano mayor, formado en el Instituto de Arte de Chicago.
  2. Tender Buttons (1914).
  3. Three Lives (1909).
  4. La Rue de Fleurus es una calle situada en el 6° distrito de París. Conduce a los lujosos Jardines de Luxemburgo.
  5. Es decir, Geography and Plays, el libro para el que este texto ofició como prólogo.
  6. El concepto “gran novela americana” (a menudo reducido a “GAN”, de “Great American Novel”) fue un lugar común de la crítica estadounidense al menos desde que J. W. De Forest lo popularizara en 1868, al preguntarse por el logro supremo nacional en el género.
  7. Cabe recordar que Anderson había trabajado como publicista y empresario antes de su crisis nerviosa de 1912, cuando se volcó de lleno a la literatura.
  8. El autor usa la expresión coloquial “word slingers” (literalmente, “honderos de palabras”), que en los EE.UU. se utilizaba para referirse a los escritores profesionales, a menudo con intención peyorativa.