Inicio 9 Fuentes 9 «La historia de la esposa del capitán y una señora mayor» (1789)

En todo el sistema de los vicios quizás no haya otro al que la humana naturaleza propende más que a este, a saber: censurar y condenar a los demás por exactamente las cosas que nosotros mismos hacemos; y no es tan infrecuente ver que alguien alberga un resentimiento en grado extremo hacia un vecino porque lo trató –o siquiera porque sospecha que lo trató– de idéntica forma a cómo él lo tratara antes, algo que nunca se sintió dispuesto a compensar de algún modo. Esto, sin embargo, debe ser tan común como equivocado. Pues pese a que A actúa mal al dañar a B después de que B lo ha dañado, al conducirse de la misma forma y sin ofrecer ninguna suerte de reparación, al menos su resentimiento ha de coincidir con una excesivamente mala predisposición hacia B, probando así la excesiva criminalidad de su conducta, que es específicamente lo que más condena. La gente haría bien en pensar antes de prodigar tantas críticas a los demás, tomarse un momento y preguntarse en serio: “¿acaso no hago lo mismo que eso que estoy por reprocharle a mi vecino?” Si esta idea se pusiera en práctica, arrojaría dos buenos resultados: uno es que los escándalos disminuirían un poco como temas de conservación; el otro es que muchos dejarían de incurrir en ciertos vicios, al tener la oportunidad de exponer las necedades ajenas.

No sé de otro ejemplo más notable del vicio susodicho que el relato [narration] que sigue, que hace unos años me contó un clérigo de esta comunidad, ya veterano, relato que si bien en algunas partes pareciera increíble, el hombre lo tenía por cierto, y que tuvo lugar cuando él estudiaba, antes de empezar a desempeñarse como sacerdote, en una de las ciudades capitales del continente americano, donde él residía. Creo que la historia [story] aún no ha sido llevada a imprenta, lo que me ha inducido a insertarla aquí.

Una mujer de unos veintiún años, la esposa de un capitán cuyo marido había estado de viaje y ausente por un lapso mucho mayor que el que se esperaba, comenzó a angustiarse extremadamente por la seguridad del hombre, y como el paso de los días y las semanas no le traía referencias de él, al fin quedó sin consuelo. Día tras día, pasaba el tiempo recorriendo los muelles, preguntando a todos los que habían llegado recientemente si tenían noticias de su marido; sus averiguaciones no daban frutos, lo que sumió a su semblante en una solemne congoja.

Un día, mientras retornaba de sus vanas consultas, se topó con una señora mayor, que la miró fijamente a los ojos y le dijo:

–Niña, ¿qué te pone tan sombría?

La apenada mujer le contestó que era la ausencia de su marido, a quien ya no esperaba volver a ver. Al percibir su profunda desgracia, la anciana le dijo con una sonrisa:

–Niña, no te aflijas tanto. Tu marido está vivo, y está bien. Llegará en su momento, a salvo. Sigue mi consejo: no digas nada, búscame en ese muelle esta tarde, un poco antes de que anochezca, y verás a tu marido, y volverás aquí antes de que salga el sol.

La mujer se asombró por la propuesta, y aunque no daba mucho crédito a tales afirmaciones, su deseo de ver al hombre era tan grande que lo que anhelaba pudo más que lo que creía y le prometió a la anciana que haría lo acordado, tras lo cual se separaron y la muchacha volvió a su casa.

Ya en su hogar, empezó a cavilar sobre lo sucedido, y todo le resultaba tan extraño que decidió no asistir a la cita. Mas cuando hubo llegado la hora, su deseo se impuso y acudió al lugar, donde apenas arribada encontró a la anciana con una media fanega1 bajo el brazo.

–Sígueme –dijo, y tras pasar entre dos depósitos hasta la parte trasera del muelle, dejó caer al agua la media fanega, que de inmediato se transformó en un velero con las velas ya desplegadas.

La anciana tomó a la mujer de la mano y la hizo embarcar. Desatracaron del muelle. Soplaba una brisa vivaz. Pronto perdieron de vista el muelle, el puerto, y la orilla. La mujer estaba tan consternada por esta aventura que casi no podía pensar, pero según sus cálculos en unas dos horas arribaron a un puerto tras el cual se encontraba una bella ciudad. Desembarcaron en un muelle y subieron unos cincuenta metros por una calle, hasta que la anciana llamó a una puerta y le dijo en voz baja a la mujer:

–Aquí está tu marido, niña, en esta casa. Entra y lo encontrarás.  Búscame dos horas antes del alba, junto al bote.

Pasmada de asombro, la mujer entró en la casa, donde para mayor sorpresa todavía vio a su marido sentado a la mesa, cenando. Él le echó una mirada de lo más atenta, mientras seguía comiendo, y su esposa notó que en sus manos el hombre tenía un cuchillo y un tenedor de forma curiosa y singular.

Terminada la cena, él se levantó de la mesa y se sentó junto a ella, diciéndole:

–Mujer, quizás mi comportamiento te parezca raro, y hasta ofensivo, pero en tu rostro percibo todos los rasgos de mi esposa. Te propongo, por lo tanto, pasar la noche juntos, si tengo el poder de comprar ese favor. Me gustaría que me digas tus condiciones.

Sonrojada, la mujer respondió:

–Es una negociación con la que no estoy familiarizada en absoluto, señor, pero si me diera esos curiosos cuchillo y tenedor con los que cenó, le concedería el deseo.

Él le dijo que el cuchillo y el tenedor en realidad no valían nada, y que no dudaría en darle cien veces su valor. Mas quería conservar el cuchillo y el tenedor porque se los había regalado un amigo íntimo. La mujer, sin embargo, insistió en que esa era su única condición, y que si él no quería acceder a cumplirla debía dejar de importunarla, según ella lo esperaba. Viendo que estaba decidida, el hombre le dio el cuchillo y el tenedor, tras lo cual se retiraron.

Dos o tres horas antes del amanecer, estando el marido dormido, ella se levantó con suavidad, dejó la casa y regresó al bote, donde encontró a la anciana. Abordaron, y en un lapso de dos o tres horas llegaron al muelle de donde habían zarpado, siendo ya el momento intermedio entre el crepúsculo y la salida del sol. La mujer retornó a su hogar.

Unos siete meses después, su marido atracó en el puerto, y antes de llegar a su casa un oficioso amigo le informó que su esposa estaba embarazada.

Las palabras escasean para dar una idea de la furia en la que montó entonces. Dio patadas y bramidos como un loco, jurando por cuanto hubiera de bueno en el mundo que no volvería a posar sus ojos en ella, que la violación de los votos nupciales, que la incontinencia era un crimen en esencia inexcusable y que no se podía perdonar. Que se iría de su finca lo antes posible, que abandonaría su país, y que no retornaría nunca más. Que dejaría a su infiel compañera de lecho en plena y libre posesión del favorito, o que se daría por satisfecho con la sangre de ambos.

No obstante, se alojó en lo de un amigo, y guardó tan estricta vigilancia que todos los inconsistentes intentos por reunirse con él que hizo su esposa resultaron en vano. Un día tras otro, ella pergeñaba planes para poder llegar hasta su persona, pero todo era infructuoso.

Había pasado más de una semana cuando ella visitó a un tío del marido y acordó con este que organizaría un agasajo al que el marido estaría invitado y donde ella estaría de incógnito hasta que los comensales se sentaran a la mesa. Las invitaciones circularon y fueron aceptadas, el día llegó, los invitados se hicieron presentes, la cena fue servida, los comensales tomaron asiento. Pero hete aquí que el plato de nuestro capitán carecía de sus respectivos cuchillo y tenedor. El maître reparó en ello y mandó que un mesero le trajera cubiertos al capitán, cuando de pronto, por una puerta situada justo detrás de él, irrumpió la esposa y depositó sobre el plato los notables cuchillo y tenedor que había recibido de él en aquel puerto extranjero.

Al ver el cuchillo y el tenedor, el capitán los reconoció en el acto, lo que hizo que casi todo su torrente sanguíneo se le fuera a la cara, al punto de que parecía haber un gran peligro de que la sangre le traspasara la piel… Del vívido color de la rosa, su cara pasó al exánime color del lirio, que de nuevo viró a un rojo radiante, y así, sucesivamente, su semblante fue cambiando de aspecto.

Pasó un tiempo antes de que su confusión le permitiera articular palabra. Al cabo se levantó de la mesa, mientras los presentes desatendían la abundante provisión que se les había servido para contemplarlo, y girando hasta poner de frente a su esposa, le dijo:

 –Te ruego, en nombre del Cielo, me informes dónde procuraste tan distinguidos cuchillo y tenedor.

–¿Quieres –contestó ella– que satisfaga tu curiosidad ahora mismo?

–Claro que sí –replicó él.

–Entonces –dijo la esposa–, ¿no recuerdas que hace unos siete u ocho meses, en un puerto extranjero, le diste el cuchillo y el tenedor a una mujer para pasar a cambio una noche con ella?

Confundido y vacilante, el capitán asintió.

–Bien –dijo la esposa–, esa mujer no era otra que la que ahora te habla –, y les narró a todos la aventura completa.

El capitán, cuya confusión más bien se incrementaba, se detuvo por un instante, en tanto la compañía prestaba suma atención, y al fin rompió su silencio, diciéndole a su mujer:

–Querida, amada y agraviada esposa mía, con el más hondo arrepentimiento reconozco por partida doble: primero, la incontinencia de la que en mi corazón fui culpable respecto de ti, y además, el maltrato que te di bajo la falsa sospecha de un crimen… Espero que me trates de forma distinta a cómo yo me conduje contigo y puedas pasar por alto esa verdadera culpa que me había propuesto no haberte conocido nunca. Soy culpable, condenado por tu propio testimonio. Estoy plenamente a tu merced, y ojalá tengas conmigo la clemencia que yo te negué.

Con una delicadeza que le era característica, la esposa contestó:

–Aunque tu conducta hacia mí, teniendo en cuenta las circunstancias, ha sido bastante dura, no tengo intención de actuar igual o de mostrarme insensible contigo: te perdono de corazón, dado el estado de cosas. Y espero que a partir de ahora no decidas por tu cuenta divorciarte de tu mujer sin primero examinar si es culpable o no, y que en lo sucesivo jamás condenes a otro por lo que tú mismo practicas.

Los presentes quedaron extremadamente complacidos con la respuesta, se puso otra silla y otro plato, y todos disfrutaron de una cena tan deliciosa como animada, tras lo cual se levantaron de buen humor y cada uno retornó a su respectivo hogar; el capitán y su esposa se fueron al suyo, y ninguno dijo nada más sobre aquella inexplicable aventura.

Si la relación [relation] que antecede de veras aconteció o no es algo que no aspiro a decir (aunque el carácter del narrador estaba bien establecido en el mundo moral), pero refuerza sólidamente las observaciones formuladas en la parte inicial de este texto [paper], y cada uno haría bien en considerar que en tanto condena a los demás por lo que él mismo hace, ofrece una figura tan ridícula y despreciable como la del capitán del relato [narrative] previo; y que si en algún momento ha expuesto los vicios de sus vecinos, tendría que concluir con esta observación: “yo soy ese hombre”; y que dé por sentado que si no observa tal cosa por sí solo, quienes lo acompañan no tardarán en hacerlo, si es que lo conocen.


* Con unanimidad, aunque con las lógicas reservas del caso (pues en el fondo se trata de una discusión nominal), la pieza suele aparecer invocada como el primer cuento norteamericano, y por ende, americano en general. Fue publicada en la revista bostoniana The Gentlemen and Ladies Town and Country Magazine, en 1789. Del anónimo autor nada se sabe, pero Ravenwood (2013: 1) probablemente acierta al suponer que ha de tratarse de una mujer, dada la índole proto-feminista del texto y sobre todo, considerando que la revista mayormente se orientaba al público femenino. Nagel (2015: 168-171) lo comenta con brevedad y lucidez, destacando su comparativa “sofisticación artística” en la producción de la época, pero sin dejar de puntualizar su índole convencional en dos aspectos fundamentales: la pretensión didáctica y la deliberada renuncia a cualquier originalidad. Por lo demás, los críticos coinciden en designar como un rasgo típico del momento la mezcla de moralismo matrimonial, propia de la moda sentimentalista, y del elemento fantástico, propia de la moda gótica. Hemos tomado el texto de Pitcher, 2000, vol. 2, p. 474-479, y lo hemos cotejado –sin hallar variantes– con Nagel, 2008, p. 48-53, y Ravenwood, 2013, p. 1-5. Traducción y notas de Marcelo G. Burello.

Bibliografía :

Nagel, James. Anthology of the American Short Story. Boston: Houghton Mifflin, 2008.

—————- The American Short Story Handbook. Chichester (UK): Wiley-Blackwell, 2015.

Pitcher, Edward W. R. An Anthology of the Short Story in 18th and 19th Century America. 2 Vols. Lewiston (NY): The Edwin Mellen Press, 2000. 

Ravenwood, Emily (ed.). The Melting Point. Transcultural US Short Stories to 1923. S/L : Glass Pen Books, 2013.

  1. En inglés, «half-bushel measure«. La fanega es una antigua medida de capacidad usada para los productos agrícolas tales como granos y frutos; el recipiente utilizado era de madera y tenía la forma de una quilla de barco.