Inicio 9 Bibliografía 9 La furia en la visión de Flannery O’Connor *

Flannery O’Connor (1925-1964)

Al discutir el escritor en Norteamérica, A. Álvarez ha observado que la violencia omnipresente que en esta era amenaza con devorarnos ha sido internalizada por el artista que, en un microcosmos de sí mismo, trabaja con la potencialidad destructiva del tiempo.1 Sin duda los tiempos han proporcionado metáforas espectaculares para el lado oscuro de la mente; la violencia de Dachau, Hiroshima, Mississippi justifica con facilidad nuestros miedos más primitivos. Pero el escritor hace más que asimilar el mundo exterior a sus propósitos; también proyecta sus propios impulsos al macrocosmos dando forma, a través de sus ficciones, a un mundo que refleja su visión interior específica. Para el escritor, los mundos interior y exterior se mezclan en un territorio imaginativamente amplio, y en la ficción de Flannery O’Connor ese territorio está dominado por una sensación de destrucción inminente. Desde el momento en que el lector se adentra en la remota espesura de O’Connor, está al borde de una violencia dominante. Los personajes apenas contienen la furia; las imágenes reflejan una naturaleza hostil; incluso el Cristo hacia quien los personajes son finalmente atraídos es una figura amenazante, “una sombra maloliente y furiosa” llena de la ira apocalíptica del Viejo Testamento.

            El propósito consciente de O’Connor es lo bastante evidente y ha sido cuantiosamente observado por sus críticos: revelar la necesidad de una gracia salvadora en un mundo grotesco sin contexto trascendente. “He descubierto que mi sujeto en la ficción es el acto de gracia en un territorio dominado por el diablo”,2 escribió, y no fue imprecisa respecto de lo que ese diablo es: ‘una inteligencia malvada, determinada en base a su propia supremacía”. Pareciera que para O’Connor, dado el hecho del Pecado Original, cualquier inteligencia determinada según su propia supremacía es intrínsecamente malvada porque, en cada obra, es el impulso hacia la autonomía secular, la arrogante confianza en que la naturaleza humana es perfectible por su propio esfuerzo, lo que la autora pretende destruir a través de un acto de violencia tan intenso que vuelve indefenso al personaje, una víctima pasiva de un poder superior. Una y otra vez O’Connor crea una ficción en la cual un personaje intenta vivir de forma autónoma, para definirse a sí mismo y a sus valores, solo para ser devuelto a la fuerza a lo que ella llama “realidad”  —el reconocimiento de la indefensión de cara a la contingencia y la necesidad de sumisión absoluta al poder de Cristo.

Dado que O’Connor ha identificado su tema como “cristiano”, no sorprende encontrar críticos que analizan este patrón prototípico en términos religiosos: el protagonista es humillado con el fin de reconocer su estado de pecado y de esta manera se abre a la gracia y la redención. Clasifican analógicamente a los personajes, señalan los símbolos cristianos y referencias bíblicas, y lo que emerge de estos estudios es el retrato de una escritora que traza un esquema moral atemporal en lugar de comprometerse imaginativamente con su experiencia.3 Sin embargo, uno podría cuestionarse la rapidez con la que la intención anagógica de O’Connor es aceptada por la crítica como definitiva. Aunque haya señalado que “la violencia puede, extrañamente, devolver a mis personajes a la realidad y prepararlos para el momento de gracia” (p.112), O’Connor da rienda suelta a un torbellino de fuerzas destructoras más profundas de lo que su tema cristiano pareciera justificar —asesinato, violación, mutilación— para un propósito ostensiblemente religioso. Tarwater en Los violentos lo arrebatan debe ser violado para aceptar su misión religiosa; la desagradable familia de “Un hombre bueno es difícil de encontrar” debe ser asesinada metódicamente para despojar a la abuela de su mezquino egoísmo; el hijo de Sheppard en “Los lisiados serán los primeros” tiene que ahorcarse para que Sheppard reconozca su egoísmo. Esta violencia, sin embargo, está justificada convencionalmente como una retórica requerida por el temperamento secular moderno, por la insensibilidad de una sociedad cuya superficie plástica ha atenuado y alojado las características más grotescas.4 La misma O’Connor ha dicho “el novelista con intereses cristianos encontrará distorsiones en la vida moderna que le son repugnantes, y su problema será hacerlas parecer distorsiones a una audiencia acostumbrada a verlas como naturales; y bien podrá ser forzado a utilizar medios incluso más violentos para hacer llegar su visión a este público hostil” (pp. 33-34).

Mientras que la mayoría de sus críticos se muestran decididos a no cuestionar esta línea de razonamiento5 (y por cierto, es un argumento coherente), la violencia obviamente no es solo una retórica exigida por una audiencia secularizada, sino que expresa el modo en el que O’Connor ve. “Hasta cierto punto el escritor puede elegir su tema”, señaló en una oportunidad, “pero nunca puede elegir a qué es capaz de darle vida” (Espirit, VIII [Winter, 1964], p. 23). Aún así, las lecturas convencionales ignoran el profundo carácter privado de la visión de O’Connor, las necesidades intrínsecas que dominan su mundo ficcional. Su peculiar insistencia en la ausencia absoluta de poder como condición para la salvación, de modo que cualquier demostración de autonomía suscita la violencia con una venganza, y el hecho de que coloca repetidamente los medios de la gracia en la perversión sexual, como en la violación de Tarwater o en la furia literalmente asesina de personajes como el Desequilibrado, sugieren que en el centro de su obra hay una necesidad psicológica que opaca su intención religiosa y que le da forma a la trama, a la imagen y a los personajes tanto como a su distintiva voz narrativa. Como Preston M. Browning Jr. declaró con aptitud antes de que, desafortunadamente, se arrepintiera de su propia perspicacia, “Si era la ortodoxia cristiana la que [O’Connor] suscribía, su obra es prueba manifiesta de que era ortodoxia con una diferencia. Su persistente hábito de encontrar la realidad humana en lo extremo, lo perverso, la violencia, pide un análisis más minucioso”.6

Quizás no existe un uso más sofisticado de la violencia en su obra que en la voz narrativa, ya que O’Connor como narradora desempeña el rol del azote. Usando el arma del ingenio, ridiculiza las pretensiones de personalidad con metáforas llenas de frialdad. En Sangre sabia, Enoch “lucía como un amistoso perro sabueso con un poco de sarna” (p. 27). Ruby en “Un golpe de buena suerte” aparece cargando las compras, con su “cabeza como una gran verdura colorada en lo alto de la bolsa” (p. 95). La señora Freeman en “La buena gente del campo”, “además de la expresión neutral que tenía cuando estaba sola […] tenía otras dos, dispuesta e indispuesta, que usaba para todas sus relaciones humanas” (p. 271). Podríamos aventurar que O’Connor era una dibujante, dado que aquí su ojo es el ojo del caricaturista que, con pinceladas económicas y agresivas, degrada desenmascarando la fealdad o debilidad y penetra en el personaje para ridiculizarlo. Curiosamente, esta “penetración” es el tipo de violación contra el que sus personajes se enfrentan. Tarwater siente su privacidad puesta en peligro por los ojos perforantes de Rayber, y resulta efectivamente penetrado por el viajero homosexual; el viejo Tarwater se resiste a las pruebas de su sobrino, el que “se mete en mi alma por la puerta trasera”; la señora May es penetrada por los cuernos de un toro en “Greenleaf”; el general Sash, en “Un encuentro tardío con el enemigo”, siente que la música penetra su cabeza “sondeando varios sitios” hasta que tiene su fatal, no obstante revelador, derrame cerebral. Finalmente, la penetración de los personajes, literal o figurativa, les revela su destino, así como O’Connor nos los revela a nosotros delineándolos agresivamente.

Existe, entonces, una cualidad sádica en la narradora que actúa como un superyó arcaico, como una imagen internalizada y primitiva del padre que fuerza a los personajes al ritual triádico del pecado, la humillación y la redención, tanto por medio del ingenio como de la estructura de la trama. Significativamente, esto identifica a la narradora con el Cristo de su imaginación, no con el cordero de Dios, sino con el “Jesús escondido en su cabeza como un aguijón” (Sangre sabia, p. 15). Usando su aguijón, ejerciendo el desprecio característico del superyó, les impone a los personajes una humillación tan intensa que se ven forzados a admitir su impotencia. La redención se vuelve equivalente a aceptar el lugar infantil de dependencia del poder de Cristo, la figura superyoica por antonomasia. La potencia es del Señor —o de la narradora.

La identificación narrativa de O’Connor con el superyó la une a sus personajes en una relación de extraña ambivalencia porque, como superyó, se permite expresar precisamente los impulsos demoníacos que debe castigar en ellos. Esta es la razón por la cual John Hawkes, al comparar a Nathanael West con O’Connor, descubre que “no solo ambos escriben sobre figuras diabólicas, sino también parecen reflejar las costumbres verbales […] y las actitudes furiosamente reduccionistas de dichas figuras en su propia y ‘oscura’ postura autoral”.7 El sadismo de la narradora exorciza el sadismo de los personajes, pero ambos participan del impulso sádico. En efecto, narradora y protagonista son dos aspectos de una misma dinámica: la psiquis de la autora se divide en el padre severo y el niño rebelde. De este modo, la mayoría de sus protagonistas, incluso siendo adultos, parecen niños que reaccionan dramáticamente a conflictos infantiles en contextos extrañamente aislados de las realidades sociales. Es “literal en el mismo sentido en que es literal el dibujo de un niño”, ha dicho la autora sobre su obra; es decir, las fantasías están en la superficie, el paisaje es más subjetivo que objetivo. Aunque O’Connor concibe el arte como una adaptación de los mundos interior y exterior, el mundo interior es el que predomina. Paradójicamente, es debido a las funciones de padre castigador de la narradora que puede distanciarse del protagonista, expresar las fantasías e impulsos prohibidos del niño rebelde, y castigarlo simultáneamente mediante la resolución de la historia y su ácido ingenio.

Esta ambivalencia autoral hace que el lector responda a su obra en dos niveles. El lector se identifica con la narradora, disfrutando del ingenio y de los impulsos sádicos que conlleva. Lo que un crítico encuentra problemático —“nadie se identifica con la gente de O’Connor”8— es en realidad la función de su ironía narrativa. En el inicio de Sangre sabia, por ejemplo,

“Hazel Motes estaba sentado en el asiento de felpa verde con el cuerpo echado hacia delante. Unas veces miraba por la ventanilla, como si quisiera saltar fuera, y otras a lo largo del pasillo, hacia el fondo del coche […]. La señora Wally Bee Hitchcock, que estaba sentada frente a Motes, dijo que en su opinión un atardecer como aquél era el momento más hermoso del día, y le preguntó si no pensaba igual. La señora Hitchcock era una mujer gorda, que llevaba un traje con cuello y puños de color de rosa, y cuyas piernas, en forma de pera, colgaban del asiento sin llegar al suelo». (p. 9)9

No sólo los personajes están delineados de forma reduccionista con pocas pinceladas, sino que el uso del discurso indirecto intensifica la mezquindad de esa comunicación cliché, alejando al lector de la simpatía y forzándolo a ver los personajes como títeres. Esta perspectiva se hace explícita casi inmediatamente: “Haze se puso de pie y permaneció allí algunos segundos. Era como si una cuerda pendiente del techo lo sujetara por la espalda” (p.11).10

Pero el lector también se identifica con el protagonista al punto de que las confrontaciones violentas suscitan temor y ansiedad, incluso bajo la vigilancia del ingenio. De hecho, el ingenio mismo se origina en lo que alguna vez fue temido pero ahora está dominado; y el resguardo del peligro, tanto interno como externo, es una precondición para el disfrute cómico. Sin embargo, O’Connor socava la sensación de seguridad del lector, socava los elementos cómicos al volver extraño el mundo familiar, al debilitar nuestro sentido de la realidad mediante una lente distorsionante de imaginería que evoca miedos arcaicos. Una máquina de construcción parece una “gran garganta incorpórea” que se atiborra con arcilla y luego, “con el sonido de una arcada profunda y sostenida, y una lenta revulsión mecánica,” gira y la escupe. La sonrisa de la prostituta se vuelve una “boca abierta en una amplia sonrisa que mostraba sus dientes. Eran pequeños y puntiagudos y moteados de verde y había un amplio espacio entre cada uno de ellos”. Una nube “en forma de nabo” desciende “sobre el sol, y otra, de peor aspecto, se agazapó detrás del auto”. Árboles que “perforan el suelo” o están de pie “en un charco de luz roja que chorreaba desde la puesta del sol casi escondida detrás de ellos.” Los verbos agresivos hacen que el paisaje sea amenazante: “los campos empapados se extendían a ambos lados hasta chocar con los pinos”; “los trenes que pasaban parecían emerger de un túnel de árboles y, golpeados durante un segundo por el cielo frío, se desvanecían aterrorizados en el bosque.” Sol, cielo y bosque se enlazan constantemente en interacciones violentas: el sol “estaba hinchado y de color fuego, colgado de una red de nubes andrajosas como si estuviera por quemarse en cualquier segundo y caerse al bosque”; “el cielo vacío se veía como si estuviera empujando contra el muro de la fortaleza [de árboles], tratando de abrirse paso.” Este es un mundo animista, forjado con imágenes de miedos infantiles —de devoración, de penetración, de castración— en el que las diferencias entre la realidad física y la psíquica se desdibujan. La visión cómica ha cedido para revelar sus temibles y misteriosos orígenes.

Tradicionalmente, esta adición de lo misterioso y lo cómico constituye lo grotesco.11 Mientras que “grotesco” ha sido la palabra utilizada para catalogar el mundo de O’Connor, no ha sido usada para explicarlo. En su ensayo “Lo siniestro,” Freud ha dado la clave para comprender el aspecto esencial de lo grotesco. Lo siniestro existe “cuando complejos infantiles reprimidos han sido revividos mediante alguna impresión, o cuando las creencias primitivas que hemos superado parecen volver a ser confirmadas”.12 Como elementos que componen lo siniestro, enumera el complejo de castración, la fantasía de vivir en el seno materno, la idea del doble, la concepción animista del universo, la omnipotencia del pensamiento y el miedo primitivo a los muertos —todos conceptos de una vida mental muy temprana que, cuando emergen en el contexto de la realidad adulta ordinaria, tienen el efecto de debilitar nuestra facultad del ego. Estos elementos, integrados con talento dentro de la imaginería de la ficción de O’Connor, son los responsables de su naturaleza inquietantemente grotesca.

Aún cuando la imagen no es objetivamente amenazante, O’Connor logra que lo sea mediante la vivacidad del detalle inconsecuente que, en su especial intensidad, sugiere una desviación del foco desde lo aterrador a lo tranquilizador e inocuo. Por ejemplo, en Sangre sabia, la descripción aparentemente gratuita de O’Connor de la ceniza de una pulgada de largo de un cigarrillo crea la impresión de una atención desplazada, y de este modo contribuye a una sensación de aprensión en la novela. Un instante antes de que Guizac sea aplastado por un tractor en “La persona desplazada”, la señora McIntyre ve “sus pies y piernas y tronco sobresaliendo con descaro desde el costado del tractor. Tenía botas de goma que estaban agrietadas y salpicadas de barro. Levantó una rodilla y luego la bajó, y se dio vuelta ligeramente” (p. 234). Tal vez el uso más brillante de este foco prolongado en el detalle inconsecuente es la sucesión de descripción irrelevante que culmina con una imagen casi parentética pero climática en este pasaje de “Un hombre bueno es difícil de encontrar”:

«[El auto] se detuvo justo a su lado y durante unos minutos el conductor miró fija e inexpresivamente hacia donde estaban sentados, sin decir palabra. Luego volvió la cabeza, susurró algo a los otros dos y se bajaron. Uno era un muchacho gordo con pantalones negros y un buzo rojo con un semental plateado estampado adelante. […]  El otro vestía pantalones color caqui, un saco de rayas azules y un sombrero gris puesto hacia adelante que le tapaba casi toda la cara. […]

El conductor salió del coche y se quedó junto a él mirándolos. Era mayor que los otros. Su pelo empezaba a encanecer y llevaba unos anteojos con marco plateado que le daban aspecto académico. Tenía el rostro largo y arrugado, y no usaba camisa ni camiseta. Vestía unos jeans que le quedaban demasiado ajustados y llevaba en la mano un sombrero y una pistola. Los dos muchachos llevaban pistolas.» (p. 126 [itálicas mías])13

La psicoanalista Phyllis Greenacre nota que en experiencias extremadamente aterradoras “los detalles inconsecuentes de la escena […] se graban en la mente inexplicablemente vívidos, aunque el horror central de la experiencia no se pierde”.14 Con la perspicacia psicológica del artista, O’Connor hace foco en este tipo de detalles para intensificar el horror.

La fuente del poder imaginativo de la ficción de O’Connor yace, entonces, en su habilidad para evocar temerosas fantasías primitivas, fantasías que se vuelven especialmente vívidas gracias a la imaginería siniestra, pero son contrarrestadas al mismo tiempo por un ingenio defensivo que apenas atenúa el terror de su visión y por las resoluciones de la trama que mitigan la ansiedad que han provocado. En el mundo de O’Connor la atmósfera se convierte en la proyección de impulsos sádicos y miedos a tal punto que la disolución del poder del ego, y en última instancia la muerte, es la única forma de estar a salvo. Paradójicamente, ser destruido es salvarse.

Para comprender las dinámicas psicoanalíticas de esta paradoja, es preciso recordar que inicialmente el niño se concibe a sí mismo como esencialmente omnipotente y al mundo externo, incluidos los padres, como una extensión de su persona. Cuando la realidad derrumba esa fantasía, reacciona a cada frustración con una furia de fantasías destructivas dirigidas al origen de dicha frustración, generalmente la madre. Pero la impotencia del niño y su miedo a una represalia hace que proyecte sus deseos agresivos hacia el entorno. Por ejemplo, Edmund Bergler señala la existencia de un “septeto de miedos del bebé” que son proyecciones de la agresión frustrada del niño: miedo a pasar hambre, a ser devorado, envenenado, atragantarse, estar exhausto o ser castrado.15 Significativamente, el destino de los personajes de O’Connor se condice con estas fantasías infantiles. Se ahogan (“El río”) envueltos en la putrefacción del mundo (“La vida que salvéis puede ser la vuestra”), los violan o penetran con afán destructivo (Los violentos lo arrebatan), son cegados o simbólicamente castrados (Sangre sabia). Dado que, según la ley del talión del inconsciente, “cualquier acto [o deseo] se puede deshacer (o debe ser castigado) por un acto similar infligido al hacedor original”,16 la suerte que corren sus personajes parecería ser un espejo de sus propias hostilidades no disipadas. El mero hecho de actuar se vuelve algo potencialmente asesino y la auto-aniquilación, a través de la unión con un ser más poderoso, se convierte en gracia salvadora.

Esta fantasía regresiva domina la ficción de O’Connor: aparece reiteradamente en la situación de un niño rebelde que confronta al padre cuando éste ejerce algún tipo de control. En cada caso, el niño percibe ese control como una violación a su integridad; pero, si bien insiste con enojo en su independencia, la violencia lo somete. En Sangre sabia, Hazel Motes rechaza la fe de su madre y su abuelo muertos en un esfuerzo por negarse a aceptar el control que tienen sobre él. Su Iglesia Sin Cristo repudia la influencia del pasado sobre el presente y el poder del padre, a través de quien ese pasado se transmite. Sin embargo, las acciones compulsivas que realiza para demostrar su autonomía solo hacen que vea imágenes especulares de aquello que se niega a aceptar, hasta que queda cegado y, mediante este sacrificio agresivo de poder, puede volverse uno con Cristo, el hijo que también es parte del padre todopoderoso.

De manera similar, Tarwater cree que puede liberarse del mandato de su tío abuelo de ser un profeta. Cuando Mason muere, Tarwater intenta rechazar tal destino y decidir su propio futuro. Desde su primer acto de rebeldía, su negativa a enterrar el cuerpo de Mason, el joven atraviesa una serie de confrontaciones para intentar separar su identidad de la de su tío. A las insistentes preguntas de Rayber, otra figura paterna, responde, “Soy libre. […] estoy fuera de tu cabeza”. Pero la novela muestra que no es libre; el viejo Tarwater ha ocupado un lugar en su cabeza y, a pesar de que el chico insiste en ser inviolable, su abuso sexual le demuestra que está equivocado.

La primera oración de la novela le dice al lector que el gesto de independencia inicial de Tarwater, haber incendiado la casa donde cree que se encuentra el cuerpo de Mason, ha sido en vano:

“El tío de Francis Marion Tarwater llevaba muerto apenas media hora cuando el chico se emborrachó tanto que no pudo terminar de cavar su tumba y un negro llamado Buford Munson, que había ido a que le llenasen una damajuana, tuvo que terminar el trabajo, arrastrar el cuerpo desde la mesa del desayuno, donde seguía sentado, y enterrarlo como está mandado, cristianamente, con la señal de su Salvador en la cabecera de la tumba, y echarle encima tierra suficiente para impedir que los perros lo desenterraran” (p. 305). 17

De este modo, desde el comienzo el lector tiene conocimiento de que Tarwater debe esperar hasta el final —es decir, a que los deseos de su tío sean llevados a cabo. El círculo de acción se cierra sobre Tarwater desde el principio. En cierto sentido, esto es una metáfora de la condición de ser de todos los personajes de O’Connor, que hace imposible el libre albedrío. Si bien los críticos han llamado a Los violentos lo arrebatan una exploración de la libertad, ignoran la estructura de la novela, lo inevitable del destino de Tarwater. O’Connor dramatiza la determinación psíquica incluso con más profundidad que Freud y construye una forma literaria que no admite escapatoria de las determinaciones infantiles de la personalidad. Los violentos lo arrebatan, como Sangre sabia, nos muestra que cuanto más Tarwater cree que está avanzando en el tiempo, más está siendo arrastrado en sentido contrario hacia su punto de partida.

Los cuentos cortos también tratan sobre el deseo de autonomía del niño reiteradamente. Joy Hopewell en “La buena gente del campo” desafía a su madre, quien “todavía la consideraba una niña aunque ya tenía treinta y dos años y un alto nivel de educación”, al insistir en su propia fealdad, incluso cambia su nombre a Hulga para crear una imagen propia de sí misma. Pero cuando su pierna de madera le es robada, la que ella ve como símbolo de un poder especial, se vuelve penosamente dependiente. La hija de la señora Cope en “Un círculo en el fuego”, expresando el resentimiento de todos los niños de O’Connor, le grita a su madre, “Déjame ser. Yo no soy tú”. Pero, hacia el final de la historia, ella y su madre se fusionan en una miseria e indefensión idéntica ante los adolescentes destructivos que incendian su tierra. De hecho, como esta historia insinúa, cuando a los niños de O’Connor los “dejan ser”, cuando su voluntad independiente no se controla, el padre es destruido.

La ecuación entre independencia y agresión anárquica se complica por la relación irresuelta del niño con el padre. Rara vez aparecen padres reales en la ficción de O’Connor; cuando ocurre, son en general figuras sádicas cuya agresividad se asocia con el rol sexual del macho como penetrador. El niño puede identificarse con este rol y con el poder del padre, como Thomas en “Las dulzuras del hogar”; pero este cuento demuestra las terribles consecuencias de tal identificación. Thomas le dispara a su madre; y, aunque parezca accidental, la reconstrucción errónea del crimen por parte del Sheriff queda respaldada por las ambigüedades textuales de O’Connor: da a entender que el haber tomado el rol de su padre  hace responsable a Thomas por la muerte de su madre.

O el niño puede elegir ser objeto de esta agresión, igualándola masoquistamente con el amor. Mary Fortune, en “Una vista del bosque,” a punto de ser golpeada por su padre, “lo seguía, casi corría detrás de él,” deseosa de aceptar la golpiza como si fuera un acto de amor. Pero debido a la culpa evocada por esta gratificación prohibida, con sus matices incestuosos, ella niega categóricamente que su padre la golpea. Al ser desafiada por su abuelo sobre esta cuestión en particular, se defiende identificándose con su padre —“Soy cien por ciento Pitts”— y ataca a su abuelo a latigazos, repudiando su rol pasivo brutalmente. Actuar, sugiere O’Connor, es asumir el rol masculino y el poder asociado con la figura del padre.

Tal vez porque el poder está asociado con el rol masculino, O’Connor castiga especialmente a las mujeres que intentan triunfar por sus propios medios. Como remarca Robert Drake, las mujeres de O’Connor “constituyen algunos de sus personajes más villanos, casi como si ella creyera en un doble estándar espiritual”.18 En general, las viudas decididas a ajustar las circunstancias a sus necesidades se nos revelan, repetidamente, carentes del poder que creen tener. Como la señora May en “Greenleaf», sus puños de hierro se descubren como pequeñas manos que cuelgan “como la flor de un lirio roto”. O’Connor respalda esta imagen de impotencia al mostrar las verdaderas desventajas bajo las que estas mujeres trabajan, que tienen que esforzarse mucho más que los hombres para ser tomadas en serio. Pero la inferencia de una inferioridad real, ejemplificada en la imagen del lirio roto, y el desprecio que O’Connor dirige a sus personajes femeninos sugieren que para la autora el rol femenino en sí mismo está cargado de ansiedad, que ser mujer conlleva una culpabilidad. No sólo la representación despectiva de las viudas sino también la larga lista de chicas feas que habitan su ficción —Mary Grace con granitos en la cara en “Revelación”, la hija fea de “Un círculo de fuego” vestida con overol sujetando sus pistolas, la chica gorda con ortodoncia que “brillaba como la lata” en “El templo del Espíritu Santo”— indican repugnancia hacia la feminidad. De hecho, todas estas chicas explotan de rabia ante la idea misma de ser mujer y ser restringidas al comportamiento que deben tener las “damas”, y rechazan el rol femenino o enfatizan su fealdad en una afirmación negativa de poder.

La exhibición de la fealdad como ejercicio mágico de poder, según la teoría psicoanalítica, puede tener múltiples significados. Como explica Annie Reich, “la exhibición de partes del cuerpo devaluadas, de defectos […] sirve, vía proyección, […] para desenmascarar a los rivales”.19 Cuando la fealdad está relacionada inconscientemente con fantasías de castración, su exhibición puede ser un tipo de venganza, un ataque que significa “Te mostraré qué tan feo (qué tan castrado) debes ser”. Ciertamente, la fealdad de Mary Grace, tanto en apariencia como en palabra, sirve para reducir a la impotencia a la formidable señora Turpin. Sin embargo, esta revelación agresiva, vinculada a la exposición de su fealdad, deja a Mary Grace tan indefensa como un niño, abrumada por la impotencia.

La representación que hace O’Connor de las mujeres, dominada por la necesidad de exponer sus debilidades, parece tener una dinámica relación con fantasías castradoras. Para Karen Horney, la necesidad de mostrar castración deviene de la fantasía masoquista de haber sufrido castración a través de una relación amorosa con el padre. Mostrar que una mujer está castrada es probar la realidad de esa relación.20 Tal vez en parte para negar esta fantasía, las mujeres de O’Connor, como Mary Fortune, tratan de asumir un rol masculino, una solución que coincide con las desventajas reales de ser mujer en una cultura patriarcal. Pero, al final, la fantasía masoquista de sumisión subyacente se abre paso, como cuando la señora May, autosuficiente, en la que tal vez sea la única escena erótica en la ficción de O’Connor, es corneada por un toro, un dios fálico que “enterró la cabeza en su regazo, como un amante salvaje y atormentado”; este es su momento de la verdad, insinúa O’Connor, en el que descubre su verdadera identidad.

Solo superada por el desprecio que O’Connor dirige a las mujeres está su ridiculización de los intelectuales. La razón y la palabra en general están asociados con el poder, pero O’Connor le niega poder a sus intelectuales. “Ese es el problema con ustedes los intelegtuales,21 no tienen nada nunca para demostrar lo que están diciendo”, dice Hoover Shoats, uno de sus sureños menos comprensivos. Pero O’Connor apoya esta acusación al hacer de los intelectuales el blanco de la ironía. Rayber en “El barbero”, su tocayo en Los violentos lo arrebatan, Sheppard en “Los lisiados serán los primeros”, Asbury Fox en “El escalofrío interminable”, son todos personajes cuya creencia en el poder de la razón se ridiculiza. Sosteniendo ante sí el ideal de la mente iluminada, de hecho, escondiéndose tras ello, descubren que se hace polvo ante la primera confrontación con el mundo inextricable. Por ejemplo, Rayber en “El barbero” prepara cuidadosamente un discurso para persuadir a los hombres del pueblo en la barbería de la superioridad de su candidato político progresista. Aunque él cree que “podría hacer que todos en la barbería se avergonzaran si se lo propusiera” (p. 21), la única respuesta que provoca es una carcajada indulgente. Con furia impotente, hace caer al barbero de un golpe y simultáneamente derrumba su creencia en la sensatez de los hombres. No solo el poder del razonamiento se descubre como una farsa, sino también las palabras mismas, cuando son herramientas del intelecto y no encantamientos mágicos, son presentadas como desprovistas de sentido, una preparación para una acción que nunca se realiza, un símbolo de ingenuidad y cobardía.

Si observamos los personajes que O’Connor elige humillar —niños que se rebelan contra el control paternal, mujeres, intelectuales— lo que se vuelve claro es que dirige enojo y desprecio hacia personajes que, al menos parcialmente, la representan. O’Connor fue mujer, intelectual, una escritora con una preocupación meticulosa por las palabras, una niña forzada por la enfermedad a depender de su madre. Pero su ficción da vuelta su mundo por completo, y estos aspectos de sí misma se vuelven los objetos de su odio. “Conocerse a sí mismo es, sobre todas las cosas, saber de lo que uno carece” (Mystery and Manners, p. 35), ha remarcado sugerentemente; y esta idea resuena a lo largo de su ficción. Este es el conocimiento que ella fuerza sobre el lector, sobre los personajes y, a través de su relación con ellos, sobre sí misma, con una violencia que la despoja de toda pretensión de poder.

Lo que vuelve la ficción de O’Connor tan cautivadora para la imaginación contemporánea es que su conflicto personal refleja con precisión un dilema capital del siglo veinte. La lucha central entre padre e hijo, definida por la relativa incapacidad y rabia del niño, por su miedo de ser engullido por figuras omnipotentes, es paradigmática. Pone en paralelo nuestra lucha ulterior por reafirmar la magnitud del individuo frente a la enormidad envolvente de una sociedad tecnológica que fragmenta los roles sociales, destruye la comunidad y escinde esas cualidades de afecto, intimidad y mutua dependencia que nutren el sentido de la identidad. La violencia de la vida americana, que enfatiza y alivia la tensión de esa lucha, es el reflejo de la violencia con la que los personajes de O’Connor responden a la frustración. En la búsqueda de una identidad en un contexto de aislamiento, sus personajes aplican todos los componentes psicológicos del deseo de crearse a sí mismo y del impulso del carácter americano de volverse su propio padre, para romper con los límites del pasado. Pero en O’Connor estos impulsos morales se confunden con un conflicto literal con el padre; su ficción debe satisfacer tanto el nivel inconsciente de conflicto como el dilema moral. La temática cristiana de O’Connor provee esa doble solución: al entregarse a Cristo, sus personajes reconocen su falta de poder, pero participan del poder del Dios-padre.

Sin embargo, la naturaleza obsesiva de sus preocupaciones impuso limitaciones a su trabajo, limitaciones que críticos con perspectiva teológica parecen no reconocer. Atormentada por el enfrentamiento entre padre e hijo, no ha podido lidiar con relaciones adultas; desgarrada por el deseo de independencia pero a la vez por el miedo al extrañamiento esencial que implica, no ha podido retratar las responsabilidades de una personalidad autónoma en un contexto social. O’Connor se vio obligada a socavar el poder de la razón al hacer a sus intelectuales un grupo limitado e infantil; a negarle al mundo secular tanto la dignidad como el valor de la posibilidad de alimentar la participación humana. En su lugar, nos presenta un universo cerrado, determinado por el conflicto de la infancia —irracional, destructivo, grotesco— en el que las interrelaciones adultas no existen ni pueden existir. Su ficción nos arrastra al mundo agonizante de la ansiedad infantil. La violencia que nos muestra nos permite experimentar la gratificación de enfurecernos contra los límites que nos son impuestos, de enfadarnos con toda la furia de nuestras fantasías colectivas de la niñez, mientras la autora nos fuerza a rendirnos ante esos límites, a volver esa rabia hacia nosotros mismos. Debido a su extraordinario talento para la ficción, O’Connor puede dar forma y proyectar su visión interior de tal manera que, en contra de nuestra voluntad progresista y racional, nos identificamos con los freaks, equiparamos lo humano con lo grotesco y renunciamos a nuestra herencia humanística y al deseo de volvernos adultos.


* Publicado en la revista American Literature, Vol. 46, No. 1 (Durham: Duke University Press, 1974), pp. 54-67. Traducción de Nadia Díaz para la Cátedra de Literatura Norteamericana (UBA), 2021. ​​[N. de la T.]

  1. A. Alvarez, «The Problem of the Artist,» Under Pressure (Baltimore, 1965), p. 178.
  2. Flannery O’Connor, Mystery and Manners, ed. Sally and Robert Fitzgerald (New York: Noonday, 1970), p. 118. Salvo que se indique lo contrario, los comentarios de O’Connor sobre su propia obra proceden de esta edición. Las citas de su obra de ficción provienen de las siguientes ediciones: Flannery O’Connor: The Complete Stories (New York: Farrar, Straus, and Giroux, 1971); Sangre sabia y Los violentos lo arrebatan, rpt. en Three by Flannery O’Connor (New York: New American Library, 1964). (En español, estas citas son de nuestra traducción, salvo las excepciones debidamente señaladas. N. de la T.)
  3. Para interpretaciones religiosas más extensas, véase Carter W. Martin, The True Country (Nashville, Tenn.) 1968); Leon V. Driskell, Joan T. Brittain, The Eternal Crossroads (Lexington, Ky., I971); Sister Kathleen Feeley, Flannery O’Connor: Voice of the Peacock (New Brunswick, NJ, 1972).
  4. Véase especialmente Nathan A. Scott, Jr., «Flannery O’Connor’s Testimony: The Pressure of Glory,» y Frederick J. Hoffman, «The Search for Redemption,» The Added Dimension, ed. Melvin J. Friedman, Lewis A. Lawson (New York, 1966), pp. 149-150, p. 42, respectivamente; Louise Y. Gossett, Violence in Recent Southern Fiction (Durham, N.C., 1965), p. 97.
  5. Varios críticos sugieren una discontinuidad entre el compromiso artístico de O’Connor y su compromiso religioso. Véase Irving Malin, «Flannery O’Connor and the Grotesque,» The Added Dimension; John Hawkes, «Flannery O’Connor’s Devil,» Sewanee Review, LXX (Summer, 1962), 395-407; Josephine Hendin, The World of Flannery O’Connor (Bloomington, Ind., 1970).
  6. “Flannery O’Connor and the Grotesque Recovery of the Holy”, Adversity and Grace, ed. Nathan A. Scott, Jr. (Chicago, 1968), p. 159. Browning concluye que ciertos logros espirituales son imposibles sin la locura y el crimen, un punto de vista característico de la crítica convencional de O’Connor.
  7. Hawkes, 397.
  8. Walter Sullivan, “The Continuing Renascence: Southern Fiction in the Fifties”, South: Modern Southern Literature in its Cultural Setting, ed. Louis D. Rubin, Jr., Robert D. Jacobs (Garden City, NJ, 1961), p. 379.
  9. Flannery O’Connor, Sangre sabia. Trad. de Armando J. Durán. Barcelona: Lumen, 1966. (N. de la T.)
  10. Ibid. (N. de la T.)
  11. Véase el exhaustivo estudio sobre lo grotesco de Wolfgang Kayser, The Grotesque in Art and Literature, trad. Ulrich Weisstein (New York, 1966). Aunque Kayser demuestra que históricamente lo grotesco comprende tanto lo ridículo como lo terrorífico, en última instancia desarrolla una definición que pone el acento en lo terrorífico, en lo siniestro.
  12. “The Uncanny” (1919), rpt. en On Creativity and the Unconscious, ed. Benjamin Nelson (New York, 1958), p. 157.
  13. Flannery O’Connor, Cuentos completos. Trad. de Marcelo Covián, Celia Filipetto y Vida Ozores. Buenos Aires: Lumen, 2016. (N. de la T.)
  14. Trauma, Growth and Personality (New York, 1952), p. 191.
  15. The Basic Neurosis (New York, 1949), pp. 19-21.
  16. Otto Fenichel, The Psychoanalytic Theory of Neurosis (Londres, 1966), p. 44.
  17. Flannery O’Connor, Cuentos completos. Op. Cit. (N. de la T.)
  18. Flannery O’Connor (Grand Rapids, Mich., 1966), p. 26.
  19. “The Structure of the Grotesque-Comic Sublimation”, Bulletin of the Menninger Clinic, XIII (Sept., 1949). Rpt. en The Yearbook of Psychoanalysis, VI, 202.
  20. “Genesis of Castration Complex in Women», International journal of Psychoanalysis, V, Part I (1924), pp. 50-65, rpt. en Female Sexuality, ed. Harold Kelman (New York, 1967), pp. 37-53.
  21. En el original, O’Connor usa el término “innerleckchuls” en lugar de “intellectuals”: imita la fonética de la palabra para caracterizar el habla del personaje sureño. (N. de la T.)