Inicio 9 Bibliografía 9 «Hemingway on the rocks»: la técnica del iceberg y su poética

“The dignity of movement of an iceberg is due to only one-eighth of it being above water.”

Death in the Afternoon, XVI

I

Ernest Miller Hemingway (1899-1961) no fue ni el primer ni el último artista en tratar de legitimar su producción poniendo literalmente su cuerpo como garantía y su trayectoria como credencial; un siglo antes, sin ir muy lejos, los románticos habían hecho todo un estereotipo del vínculo indisoluble entre vida y obra (pensemos en Lord Byron, que se inmoló en pro de esa ecuación). Pero de todos los escritores más o menos reconocidos del siglo XX no sería desacertado postular a “Papa” -según le gustaba hacerse llamar- como el máximo paradigma de esa tesitura artística, por el éxito universal que gozó como autor y por la radicalidad con que la aplicó, a menudo coqueteando con la muerte. Ante el caso Hemingway, en efecto, aquella propuesta crítica de Benedetto Croce de obviar la “personalidad empírica” para enfocarse en la “personalidad estética”1 de un artista se hace muy pero muy ardua, porque ya de entrada la decisión tajante de estar presente en la Primera Guerra Mundial y escribir sobre dicha vivencia, una decisión que se decantaría en la indisolubilidad de su trabajo como corresponsal de guerra y como narrador, implicaba un pas de deux, y más aún, una sinergia: para el autor de Por quién doblan las campanas, y ya desde su romántica juventud,siempre se trató de meterse en aprietos y aventuras para experimentarlos e irlos contando o contarlos después. (La vivencia in situ es el fundamento del cronista, claro, pero ciertamente no del escritor de ficción, donde uno esperaría la exaltación de las capacidades creadoras y configuradoras por sobre el mero testimonio ocular.) Como sostiene con acierto el especialista Earl Rovit, “En ningún otro escritor norteamericano de relieve […] la personalidad del autor se convirtió en un factor tan íntimo e inseparable para el juicio y la acogida de sus obras” (1971: 32); por cierto, más que de un ser de carne y hueso, se trataba de una persona, de una máscara: «Creó el personaje Hemingway físico, visible […] Ningún escritor concedió jamás más entrevistas o posó para más fotografías», nos dice un historiador (Johnson, 2000: 183).

Por eso es que ha de resultar tanto más curiosa esta constatación literaria: el escritor que puso la experiencia personal y la sinceridad como claves de autenticidad, el que hizo del estilo simple y depurado -aprendido en los manuales de los diarios de Kansas City y Toronto donde se formó como principiante- una marca autorial e inconfundible, hasta volverlo “el estilo que ha ejercido mayor influencia en nuestro tiempo” (Young, 1955: 123), hoy suele ser cada vez más invocado por un artilugio específicamente técnico como lo es la famosa “teoría del iceberg”.2 Ninguno de sus especialistas había destacado dicho recurso con ese nombre hasta bien entrado el siglo XX,3 y sin embargo, hoy se ha convertido en un fetiche de los talleres literarios y los cursos de guion.4 En síntesis: de ser caricaturizado como el escritor que más odiaba el concepto preciosista de «estilo» (una caricatura desinformada si se considera el tiempo que Hemingway invirtió adiestrándose con Gertrude Stein), Hemingway ha pasado a ser el gran maestro del estilo contemporáneo, como una especie de Flaubert con altas dosis de testosterona y una escopeta o una caña de pescar siempre a mano. Y la pregunta subyacente a este equívoco revival es: ¿había una destreza en él que se nos estuvo pasando por alto durante largo tiempo, o le estamos atribuyendo una pericia de la que en realidad carecía? (Este giro en la imagen del autor tiene como trasfondo, anotemos de paso, la capitulación de aquellos que pretendían ligar la parquedad de la prosa hemingwayana a su formación profesional como periodista: los pocos que se han tomado la molestia de leer la obra periodística de Hemingway hoy saben que sus contribuciones, paradójicamente, no eran crónicas breves y despojadas, sino -como las define el especialista Philip Young- «human interest stories«; en Hemingway, 1970: 17.)

El fenómeno, por otro lado, ha sido razonablemente potenciado por la entrada específica en Wikipedia,5 como tantas otras cosas de la cultura que tienen un respaldo online, pero sin duda tuvo un impulso previo en el giro de los estudios literarios hacia la recepción, que se dio masivamente a fines de la convulsionada década de 1960.6 Porque si para el escritor la técnica del iceberg es una fórmula productiva, para el receptor es una invitación a colaborar en el acto de la lectura; a menudo un autor reticente apuesta por un lector cómplice, apelando a aquel adagio de «sapienti sat».

II

Lo que parece complicar más las cosas es que algunos lectores -y hasta críticos- tienden a identificar la remanida técnica del témpano en toda la narrativa del autor, cuando en verdad no correspondería hacerlo, pues se trata de un dispositivo muy acotado (luego veremos que aquí el diablo que metió la cola no ha sido otro que el propio “Papa”, al atribuirle postreramente a ese truco la ubicuidad en su vasta producción). Así, un crítico suizo supo proclamar el dictum de que “la teoría del iceberg forma la base tanto de las metas artísticas como estéticas de Hemingway” (Giger, 1977: 12), hipostasiando un truco escritural hasta volverlo todo un proyecto autorial. En realidad, en las numerosas short-stories del autor hay un grupo en el que la elisión léxica y la omisión informativa son determinantes y estructurales, pero la mayoría de los cuentos no cumple con esa premisa (salvo que aceptemos el disparate de que toda parquedad descriptiva y toda elipsis narrativa equivalen al método del iceberg), y por supuesto que en las novelas es difícil -si no imposible- tratar de encontrar la aplicación del recurso transversalmente: más allá de algunos pasajes en los que la parsimonia sirve para activar el interés del eventual lector, la novela no es el género propicio para la compresión radical.

Tampoco acotar la cosa a la forma breve de por sí subsana el equívoco. Quien acaso fuera el más famoso estudioso especializado en nuestro autor, el profesor de Princeton Carlos Baker, abre un capítulo dedicado a los cuentos de esta forma: “‘La dignidad del movimiento de un iceberg’, dijo en una oportunidad Hemingway, ‘se debe a que solo una octava parte está sobre el agua’. Sus cuentos son un tanto engañosos a la manera de un iceberg” (1974: 131). Más allá de la cita sin referencia, que llama la atención en un estudio con tantas notas,7 el problema de esta obertura es que parece poner a toda la cuentística hemingwayana bajo esa luz puntual, cual si el autor siempre hubiera tenido en mente ese método a la hora de despachar un relato, y no la poética del cuento en general, que desde Poe en adelante está pautada por la economía como precepto supremo. Más adelante en el mismo capítulo, por cierto, Baker amplía la perspectiva y señala con tino: “La temprana disciplina en el cuento […] le enseñó a Hemingway su oficio. Aprendió cómo obtener lo más de lo menos, cómo podar el idioma y evitar el movimiento inútil, cómo multiplicar las intensidades y cómo decir solo la verdad en una forma que siempre permitía decir más que la verdad” (131-132). Pero no estará de más aclararlo: intensificar y depurar no necesariamente son lo mismo que aplicar el truco del témpano. Hemingway pudo haberse pasado la vida tachando adjetivos y adverbios, según cuenta el mito por él mismo forjado, pero en pocas ocasiones acometió la elaboración de un relato basándose en la omisión deliberada de casi toda información importante como principio estructurante, hasta dejar el texto reducido a un sedimento mínimo. Para ponerlo bien en claro: borrar lo que ya se ha escrito no es lo mismo que evitar escribirlo desde el principio, aunque al lector eventualmente pueda resultarle indistinto. En esta confusión de supresión posterior y omisión de antemano, Hemingway y los cultores de la secta del iceberg tienden a mezclar procedimientos disímiles: se elide información a priori, como principio estructurante, y se elimina información a posteriori, en tren de pulir y perfeccionar; lo segundo ciertamente es tan obvio y cotidiano en la prosa literaria que no califica como una «fórmula» o una «técnica», y mucho menos como una estrategia. Por lo demás, reprimir información secundaria o subsidiaria hace a la short story de por sí, y en un sentido demasiado general no es algo propio de Hemingway, sino de cualquier cuentista respetable; «el cuento es el arte de la omisión», ha dicho un teórico (Spang, 2000: 111).

III

Como todo lo que tenía que ver con su producción artística, Hemingway supo formular una explicación -o una mistificación- biográfica y causal para la que a la sazón sería la idea del témpano flotante (a la que incluso tardaría una década en encontrarle tan bonito símil). La dejó plasmada en el octavo capítulo de sus memorias de juventud, A Moveable Feast (París era una fiesta, 1964), que publicaría su cuarta mujer, Mary Welsh, tres años después del confuso suicidio del autor. Lo que allí se cuenta es que a fines de 1922, su esposa de entonces, Elizabeth Hadley Richardson, viajó de París hacia Lausanne, Suiza, para reunirse con él en unas vacaciones alpinas, y quiso llevarle como sorpresa un maletín con todos los manuscritos y textos inéditos que habían quedado en su vivienda francesa, por si la inspiración lo asaltaba en las alturas. Pero, ¡ay!, un amigo de lo ajeno sustrajo la valija en la estación de tren, seguramente asumiendo que contenía objetos de valor contante y sonante, y el pobre Ernest de pronto se encontró con que la mayor parte de sus últimos tres años de trabajo sentado a la máquina de escribir se había perdido para siempre (la anécdota se extiende, para mayor efecto dramático: el escritor viajó de inmediato a París para corroborar que entre sus papeles no habían quedado siquiera algunas copias en carbón u originales sin tipear).

El saldo de esta pérdida colosal fue que, tras unos meses de desaliento y parálisis, Hemingway emergió como un nuevo escritor, convencido de que la omisión y la sugerencia serían la clave de cuanto escribiera a partir de esa verdadera refundación artística (a los estadounidenses siempre les ha fascinado el modelo protestante del born again, el renacido en la fe). ¿Su primer cuento desde entonces? Pues, “Out of Season” (“Fuera de temporada”), que iría a integrar su primer libro (Three Stories and Ten Poems, de 1923), un texto donde ya podemos ver en acción esa nueva poética narrativa. En sus orgullosas palabras, he aquí in extenso cómo la trágica pérdida se trocó en ganancia salvífica: “Sentado allí en Lipp, seguí pensando y recordé el primer cuento que logré escribir después de la pérdida de mis manuscritos. Fue en Cortina d’Ampezzo, adonde había vuelto a reunirme con Hadley, después de una temporada de esquí en primavera, interrumpida para ir a hacer un reportaje a Renania y al Ruhr. Era un cuento muy sencillo titulado ‘Out of Season’, en el cual omití el verdadero final, que era que el viejo protagonista se ahorcaba. Lo omití basándome en mi recién estrenada teoría de que uno puede omitir cualquier parte de un relato a condición de saber muy bien lo que uno omite, y de que la parte omitida comunica más fuerza al relato, y le da al lector la sensación de que hay más de lo que se le ha dicho. Bueno, pensé, así me salen los cuentos ahora, que nadie los entiende. Si algo hay seguro, es esto. El hecho cierto es que no hay ninguna demanda por mis cuentos. Pero un día llegarán a entenderlos, como pasa siempre con la pintura. Sólo hace falta tiempo, y sólo hace falta confianza” (Hemingway, 2005: 48). Como lo formula P. Smith, «la teoría bien podía ser algo nuevo para Hemingway. Pero la mayoría de sus amigos literatos de París en los años 20, como Ezra Pound, la habrían considerado una versión del tópico de que las estructuras de la literatura, tal como las oraciones del lenguaje común, implican más de lo que dicen» (Smith, 1983: 271).

Sirva esto para señalar que en el marco de la vida y obra de Hemingway, incluso una sofisticación técnica tenía una presunta validación experiencial. La teoría del iceberg, según vemos, no aparece exactamente como fruto de una reflexión sobre el oficio, no es la paciente hija del trabajo autocrítico y superador propio de un consumado artesano en pos de la maestría, sino que surge a fuerza de los golpes de la existencia terrenal, por necesidad, y en manos de un joven que tiene que salir adelante en el extranjero y por culpa de su mujer; no un desarrollo progresivo, por tanto, sino un hallazgo genial. Lo paradójico es que Ernest Hemingway era por entonces un aprendiz de escritor, y estaba en París precisamente por consejo e intermediación de Sherwood Anderson, absorbiendo ideas de figuras tales como Gertrude Stein y Ezra Pound (nada menos). Pero en su nada agradecida rememoración, un ladronzuelo le habría aportado más que dos de los máximos genios literarios norteamericanos.8

“Gracia bajo presión”,9 reza una de las más famosas definiciones de Hemingway: los apremios de la existencia sacan lo mejor de nosotros por generación espontánea. He ahí una buena fórmula para pensar la escritura hemingwayana: antes de sentarse a escribir, hay que vivir, y al sentarse a escribir, dejarse llevar por la inspiración del momento, confiando en que las fuerzas exógenas de la vida han templado el instrumento artístico. La trivial polaridad actual entre plotter y pantser, explotada por los profesores de escritura creativa, no vacilaría en ensalzar al oriundo de Oak Park como el arquetipo del segundo grupo, que se lanza a la redacción de una obra con una intuición apenas entrevista y escasa o nulamente bocetada de antemano; independientemente de que muchas veces sí hubo un plan previo en su escritura, empero, el ingrediente problemático aquí sería que para “Papa” había que experimentar algo antes de escribir sobre ello, lo que crea un a priori temporal y lógico. Los icebergs no son para cualquiera: requieren capitanes avezados, si no viejos lobos de mar.

IV

Existe una tetralogía de textos en los que Hemingway formula -al pasar, sí, y con su típica parquedad- su famosa teoría del témpano, a saber: Death in the Afternoon (Muerte en la tarde, 1932); la entrevista para la Paris Review (1958); el artículo inconcluso e inédito “The Art of the Short Story” (1959); y A Moveable Feast. Previsiblemente, son textos autobiográficos y digresivos, incluso íntimos10 e inacabados; hoy el mercado les coloca la cómoda etiqueta de non-fiction, que podría albergar desde la inocua autoayuda New Age hasta las sórdidas memorias de un psicópata condenado a muerte, pasando por las crónicas de viajes y los ensayos de opinión-sobre-cualquier-cosa, pero Hemingway ha sido uno de esos autores -como ocurre con Orwell, con quien coincidió circunstancialmente durante la Guerra Civil Española- en los que los rótulos de “ficción” y “no ficción” son especialmente equívocos. En tanto lo que aquí importa del primer y del cuarto texto de este corpus lo referimos en el ítem anterior y posterior, aportaremos los respectivos pasajes del segundo y el tercero, para no incurrir en omisiones…

La entrevista para la recientemente fundada y ya muy exitosa Paris Review la condujo George Plimpton y apareció en 1958, cuando “Papa” no tenía otra obra para promocionar que su Viejo y mar, de un lustro atrás. Con las idas y vueltas típicas de un diálogo entre un periodista ávido de respuestas y un astro de la ambigüedad y la reticencia (muy narcisista, además), de pronto Hemingway suelta: “Si de algo sirve saberlo, siempre trato de escribir basándome en el principio del iceberg. Por cada parte que se ve del mismo, hay siete octavos bajo el agua. Se puede eliminar cualquier cosa que se sabe y eso solo fortalece el iceberg. Es la parte que no se ve. Si un escritor omite algo porque no sabe, entonces hay un agujero en la historia” (en Plimpton, 1958: s/p). No era una frase irrelevante emitida por un polígrafo ignoto en algún rincón de un medio intrascendente (la sección “Art of Fiction” de la Paris Review era y sigue siendo un generador de resonantes declaraciones literarias), por lo que inmediato se convirtió en el epítome de la poética hemingwayana.

Y por otro lado, no sorprende que el artículo teórico haya quedado en estado de gestación, sabiendo la aversión del autor por lo abstracto (de ahí que su mejor declaración poética quizás conste en el primer capítulo de Green Hills of Africa [Verdes colinas de África, 1935], un libro de crónicas de safaris). En realidad, el texto había comenzado a propuesta del editor Charles Scribner (h), que hacia 1959 quería lanzar una antología de relatos destacados y deseaba un prólogo refrescante por parte de quien los había compuesto más de tres décadas atrás. El libro no se concretó, y “Papa”, además, estaba ya muy mal de salud, pero la viuda conservó el boceto tal como hoy consta en el archivo de la Biblioteca John F. Kennedy. En este texto epigonal no aparece la figura del témpano de hielo (acaso porque Hemingway tenía en mente un público muy general11), pero la formulación es más o menos la misma: “He encontrado que pocas cosas son ciertas. Si uno quita cosas o eventos importantes que conoce, la historia se ve reforzada. Si uno quita o saltea algo porque no lo sabe, la historia no valdrá nada. La prueba de toda historia es qué tan bueno es lo que uno -y no los editores- omite” (en Benson, 1990: 33). Tras esta definición, se invoca una pareja de cuentos que supuestamente ilustrarían al dedillo la técnica de la omisión: “Big Two-Hearted River” (“Gran río de dos corazones”, 1925) y “The Sea Change” (“La transformación marina”, 1931), y luego la ilación deriva en otras cosas, como es esperable en un prefacio de autopresentación.

Una última cosilla al respecto: siendo Hemingway el mejor campeón defensor de la técnica del iceberg como fundamento de su narrativa breve, llama poderosamente la atención cuán escasas son las piezas de su propia cosecha a las que supo remitir como paradigmas…

V

La elisión verbal, la omisión narrativa y la concomitante condensación de un largo proceso en una sola escena simbólica no eran novedades en la narrativa breve, por cierto. En la literatura internacional, Chejov y Joyce habían hecho de esos sus pilares como cuentistas, y específicamente en los EE.UU., el supuesto invento narrativo de Hemingway ya se anticipaba sin ir más lejos en Sherwood Anderson (como solía suceder con tantas otras cosas que el de Oak Park tomó de su maestro, claro que sin nunca agradecerle). Por mucho que le gustaba aparecer como un fenómeno natural y salido prácticamente de la nada, Hemingway invirtió los años inmediatamente posteriores a la Gran Guerra en aprendizaje y entrenamiento literario: sirva como testimonio esa punzante carta de 1925 a Fitzgerald donde confiesa que un escritor «debería aprender de cualquiera que haya escrito y tenga algo para enseñarle», por más que los «bastardos» escritores tiendan a presentar lo aprendido como si fueran sus propios «descubrimientos» (en Hemingway, 1981: 176).

A esos trucos que empezaban a ponerse de moda en la serie cuentística para revitalizar un género sobreexplotado ya por diarios y revistas,12 en todo caso, Hemingway les añadió al menos dos componentes idiosincráticos: primero, como dijimos, el sello autobiográfico (la tesis es que se puede condensar y ocultar información de un relato cuando se lleva el relato en las entrañas, pues no se trataría de una mera sustracción exógena, sino de una decisión casi moral); luego, un estilo sencillo y “honesto” (rara categoría moral en el ámbito ficcional), lo que hace un buen pendant con el reclamo de economía. A título ilustrativo, veamos una buena y breve cita de cada uno de dichos componentes.

El primero de ellos aparece más claramente enunciado (y anunciado) en Muerte en la tarde, texto autobiográfico, ensayístico, rapsódico, bello y a la vez cruel, que de por sí tiene un propósito mayormente autoapologético (el segundo párrafo del libro ya es una justificación provocativa, por no decir pendenciera). Pasada la mitad del libro, el narrador (¿Ernest Hemingway?, ¿una mera máscara?) proclama: “Si un escritor en prosa conoce lo suficientemente bien aquello sobre lo que escribe, puede silenciar cosas que conoce, y el lector, si el escritor escribe con suficiente verdad, tendrás de estas cosas una impresión tan fuerte como si el escritor las hubiera expresado. […] Un escritor que omite ciertas cosas porque no las conoce, no hace más que dejar lagunas en lo que escribe” (Hemingway, 1978: 208).13 Nuestro autor predica aquí una poderosa mística de la experiencia individual (con resonancias de espiritualidad orientaloide, es verdad, en el buen y en el mal sentido); y las místicas, para bien o para mal, no se razonan.

El segundo elemento, la simultánea demanda de sencillez y honestidad, sin dudas se deja ver ex negativo en la ponzoñosa parodia de Torrents of Spring (Torrentes de primavera, 1926), donde Hemingway pasa por la quilla los estilos a su gusto inflados y pretenciosos de Anderson, Joyce, Lawrence y Dos Passos, pero la exigencia de sincera austeridad posiblemente se explicite más a las claras todavía en este conocido pasaje inicial de París era una fiesta: “a veces, cuando empezaba un cuento y no había modo de que arrancara, me sentaba ante la chimenea y apretaba una monda de mandarina y caían gotas en la llama y yo observaba el chisporroteo azulado. De pie, miraba los tejados de París y pensaba: «No te preocupes. Hasta ahora has escrito y seguirás escribiendo. Lo único que tienes que hacer es escribir una frase verídica. Escribe una frase tan verídica como sepas.» De modo que al cabo escribía una frase verídica, y a partir de allí seguía adelante. Entonces se me daba fácil porque siempre había una frase verídica que yo sabía o había observado o había oído decir. En cuanto me ponía a escribir como un estilista, o como uno que presenta o exhibe, resultaba que aquella labor de filacterio y de voluta sobraba,14 y era mejor cortar y poner en cabeza la primera sencilla frase indicativa verídica que hubiera escrito” (2005: 15). El trillado “bloqueo de escritor”, del que tanto ha abusado el cine a la hora de representar escritores conflictuados y traumados, para “Papa” se curaba con una doble receta franciscana: humildad en la expresión, franqueza en la intención.

Considérese, además, que Hemingway fue en su madurez más una celebridad que un escritor, y más una fuerza natural que una persona común y corriente, por lo que a casi todo lo que tocó le imprimió su sello y lo rotuló con su nombre, una auténtica marca de fábrica conforme los éxitos y los premios se acumulaban en su haber; cabe tener esto en mente a la hora de ponderar por qué algún supuesto logro literario moderno terminó yendo a parar a su medallero personal y no al de sus auténticos inventores (como ocurre con la técnica del stream of consciousness radical y el bueno de Dujardin, cuyo nombre sigue en el olvido).

VI

Así las cosas, ¿cuáles serían los relatos de Hemingway donde sí se aplica en forma asaz ostensible el procedimiento de ocultar lo más significativo? Curiosamente (o no, dado lo inconsistente que al autor le gustaba ser), el cuento antes mencionado y presuntamente inaugural, “Fuera de temporada”, no integraría el catálogo si no fuera que el propio autor se ocupó luego de explicar la supresión del “verdadero final” y poner la pieza como primicia de su nuevo sistema de omisión.15 Al fin y al cabo, nada indica que el viejo charlatán y borrachín de Cortina d’Ampezzo vaya a quitarse la vida tras los hechos representados; la insistencia en un mañana glorioso es por demás irónica, desde ya, pero la sensación que queda es que el viejo embustero amanecerá ebrio, que él y el turista nunca más se verán las caras, y que acaso el matrimonio se disuelva poco después, pero no que el viejo se ahorcará.16

Porque aquí entra a jugar un factor clave: ¿omitir datos se hace al servicio de que el lector forzosamente deba reconstruirlos, imaginarlos, especular con ellos, o es algo así como un chiste interno, destinado a producir una sorpresa vaga, en el mejor de los casos?  Eliminar información fundamental para que un argumento concluya, como es lógico, podría perfectamente derivar en que el lector al final pregunte, indignado, eso que los buenos profesores de narrativa consideran un anatema: «and so what? » Y es que sin el respaldo firme de indicios y subtextos, la supresión total de elementos relevantes de una historia puede determinar una concretización lectora muy participativa e intrigada, de esas que -como ya dijimos- complacen a la estética de la recepción,17 o bien una muy confundida y decepcionada, de esas que no complacen a nadie. La convicción de que si el escritor sabe qué quitar, el lector también lo entenderá (o al menos se verá positivamente afectado por ello), es, de nuevo, una mística hemingwayana: todo en un texto, en especial sus silencios, estaría investido del aura del autor, y por ende de un modo u otro la magia repercutirá en la mente del receptor.

Entonces, ensayemos un posible catálogo de relatos con omisión estructural, cual Leporello, sin pretensiones de exhaustividad absoluta (pues el asunto está sujeto a debate, en definitiva).

Empecemos por el que con toda probabilidad sea el más conocido de todos los cuentos del autor, el célebre y soberbio “The killers” (“Los asesinos”, 1927), tanto y tan disparmente llevado a la pantalla grande, donde es evidente que lo oculto es la historia previa del “sueco” Ole Anderson y cómo llegó a la situación en que está. Lo vedado no es un dato crucial, sin embargo, y la ausencia conviene si se quiere presentar un retrato del mal como una fuerza impersonal y sin motivos, pero muchos otros escritores habrían incorporado una mínima explicación acerca de por qué dos matones -en la versión original el cuento se llamaba «Los matadores- vienen a un pueblucho para acabar con un boxeador ordinario (quien con su reticente e indolente actitud se muestra como todo un personaje-iceberg, por cierto); digamos, como contrapeso, que muchos otros no le hubieran hecho anunciar explícitamente a Nick su propósito de irse, al final, contentándose con describir su imagen devastada ante la ventana de la cantina, mirando la nada: a fuerza de bravuconadas y estocadas, Hemingway ha logrado que la crítica aplauda sus silencios y perdone sus redundancias. Como sea, concluyamos que el relato más representativo y divulgado del autor no responde al principio estructural del iceberg, pese a -como de costumbre- lo afirmado por él mismo.18

Consideremos luego el “Gran río de dos corazones”, también de la saga de Nick Adams, que el propio autor sindicaba como un parangón de su técnica omisiva (y cuya problemática génesis ha sido estudiada minuciosamente en Smith, 1983, para probar que ante todo se trata de supresiones posteriores a la redacción de la versión original). Como la historia de la excursión de pesca de Nick es impresionista y en esencia, carente de trama (y más liviano quedó todavía el texto tras el consejo de Gertrude Stein de eliminar una decena de páginas, que Hemingway obedeció), el lector percibe que probablemente haya algo más por debajo. A fin de cuentas, tanto el exceso como el déficit de información motivan la interpretación del lector, según ha afirmado Todorov (1992: 31). Y todos sabemos qué sería eso que se esconde: la guerra, por supuesto. Pero…  la cuestión es si no lo sabemos porque el creador lo ha revelado (y en más de una ocasión),19 lo que equivaldría a esconder algo en un puño, con aire misterioso, y en seguida decir qué es, con petulancia. Y en este punto vemos de nuevo cómo opera el artificio de la omisión: en muchas instancias, detectamos el principio del iceberg en acción solo porque Hemingway así lo ha querido, y leeríamos en una clave muy distinta un relato de no mediar una “explicación” externa y autorizada. Todos los entendidos saben que el “Gran río…” esconde la Guerra Mundial por detrás, sin nombrarla; cuáles son las pistas para tal obvia deducción… bueno, eso ya es más complicado. En su “Tesis sobre el cuento”, Ricardo Piglia sindica a Hemingway como el artífice supremo del “cuento moderno” y elige no casualmente el “Gran río…” como paradigma: “el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia del otro relato” (1999: 96). (Poco antes de fallecer, en 2016, nuestro querido profesor volvió a la carga con su devoción por la cuentística de Hemingway en un brillante prólogo a una traducción de In Our Time de nuestro otro querido profesor, Rolando Costa Picazo: el dato refleja de por sí el impacto y la vigencia de la narrativa hemingwayana en el ámbito rioplatense.)

Puestos a jugar, prosiguiendo, a esta lista de candidatos posibles-pero-fallidos podríamos agregarles otras piezas, si quisiéramos. La novela breve The Old Man and the Sea (El viejo y el mar, 1952), como sabemos, merecería figurar en la lista porque el propio autor también insistió en ello (y al menos hasta su muerte los críticos casi no se animaban a contradecirlo). Pero bien podría argumentarse que la fuerte dimensión simbólica del texto, su uso de subtextos bíblicos y metáforas naturales no coincide con una estrategia de omisión deliberada de información, por más que “Papa” paternalmente nos lo haya dicho. Para facilitarnos las cosas, entonces, y sin ánimos de ser excluyentes, convengamos en lo siguiente: en las tres short stories en las que Hemingway ha repetido una situación análoga, a saber: cliente(s) en un bar o restaurante que alternan con meseros, el principio configurador de la omisión es netamente consustancial. Llamémosla “la tríada de las escenas-en-lugares-de-comida” y propongamos, casi como remate, que en este trío sí se aplica cabalmente la idea de que solo vemos una parte ínfima en la superficie textual: “Hills Like White Elephants” (“Colinas como elefantes blancos”, 1927); el ya mencionado “La transformación marina” (1931);20 conocía la historia muy pero muy bien […] Así que excluí la historia. Pero todo está ahí. No es visible, pero está ahí” (Hemingway en Benson, 1990: 25).] y “A Clean, Well-Lighted Place” (“Un lugar limpio y bien iluminado”, 1933). El primero, tan elíptico, tan sugestivo, no por casualidad es uno de los cuentos más citados para ilustrar el método de la omisión, ¡y enhorabuena, porque es casi el único que cumple a rajatabla con la premisa! Una pareja dialoga tensamente en el bar de una estación ferroviaria camino a Madrid; hablan de algo (una “operación sencilla”) que ella debería enfrentar (todo indica que se trata de un aborto),21 y ni él ni ella articulan con claridad sus pensamientos o sus sentimientos, mientras la geografía circundante y la señora que atiende el lugar los distrae y los inquieta; no sabemos -nunca sabremos- qué pasó o pasará con ellos, solo los vemos allí, detenidos por un rato, bebiendo cerveza y discutiendo sin irritarse demasiado, con un cariño incómodo: toda una historia de amor, en cuatro o cinco páginas prácticamente sin trama argumental, a modo de escena teatral. Una delicada miniatura, un octavo de un relato tradicional, que obliga a reponer lo mucho que falta. Y en el título, además, la doble ironía de invocar colinas y elefantes, que no se caracterizan precisamente por su pequeñez…

VII

La literatura es una usina de leyendas y tal vez las leyendas sean lo que importa a la hora de abordar la existencia misma de los creadores, esos chapuceros dioses de carne y hueso. En torno a “Papa” Hemingway hay miles de mitos, y uno en especial es revelador a la hora de calibrar cómo ha quedado emparejado su nombre con el ejercicio de la concisión narrativa y la inspiración súbita para gestar eso que hoy se llama “flash fiction”. La leyenda es más o menos así. Hemingway está en un bar con unos amigos escritores y surge una apuesta: se desafían a ver quién escribe en el acto el relato más corto y mejor posible. Boxeador fracasado y matador aspiracional, ¿cómo no aceptaría Hemingway tal reto? Toma un papel, piensa un segundo, y escribe una obra maestra de seis palabras: “For sale: baby shoes, never worn” (“En venta: calzado de bebé, sin uso”). Clamor popular, éxito total, apuesta ganada, ronda de tragos.

Lamentablemente, esto no sucedió, o de haber sucedido, habrá sido muy diferente. Pero muchos lo creen: críticos y editores lo repiten, alguna eminencia literaria lo refirió en una carta, una obra de teatro sobre el autor lo reprodujo, etc. La historia fáctica es anterior, sin embargo, y está documentada. El origen del “hallazgo” literario parece ser, como mínimo, 1906, cuando un pasquín de Ironwood, Michigan, publicó este aviso: “En venta, carrito de bebé; nunca usado”. Poco después, en 1910, apareció un editorial en el Spokane Press, un periódico del estado de Washington, donde se reflexionaba sobre la patética noticia de que en un diario local se habían puesto a la venta las pertenencias de un bebé “nunca usadas”. En 1917, en otro periódico, The Editor, un periodista había retomado la historia para reformularla, no sin pretensiones sensacionalistas. Y para los años veinte, durante la formación de Hemingway, la anécdota era conocida a nivel nacional: el Globe de Boston, la revista satírica Judge y muchas diversas publicaciones la citaban o parodiaban ya en 1920-1921.22 Si nuestro autor participó de ese desafío de creatividad instantánea y lo ganó plagiando la fórmula, así pues, sorprendería que no haya recogido la hazaña en los cientos y cientos de páginas que escribió sobre sí mismo, así como tampoco lo ha recordado ninguno de los presentes. Es, simplemente, algo que alguien (¿quién?) le atribuyó (¿cuándo, dónde?),23 y que nuestra cultura prefiere creer. Hemingway es la encarnación absoluta del viejo maestro que escribe en forma simple, breve y espontánea. La fetichización del principio del iceberg es solo otra faceta, la última o penúltima, del mito vigente.

Bibliografía

Adair, William. «Hemingway’s «Out of Season»: The End of the Line», en Jackson J. Benson (ed.), New Critical Approaches to the Short Stories of Ernest Hemingway. Durham/Londres: Duke U. P., 1990, pp. 346-351.

Baker, Carlos. Hemingway. El escritor como artista. Trad. de Antonio Bonnano. Buenos Aires: Corregidor, 1974.

Giger, Romeo. The Creative Void: Hemingway’s Iceberg Theory. Berna: Francke Verlag, 1977.

Hemingway, Ernest. Hemingway By-Line. Selected Articles and Dispatches of Four Decades. Ed. de W. White. Notas de P. Young. Londres: Penguin, 1970.

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  1. Invocan la idea E. Kris y O. Kurz en su bello estudio La leyenda del artista (Madrid, Cátedra, 2010), p. 25.
  2. “El ‘principio del iceberg’ es, como sabemos, el centro del estilo de Hemingway” (Abouddahab, 2007: 20). Citamos esta declaración no por pertenecer a un rutilante scholar, sino justamente por lo contrario: porque pertenece a un investigador especializado en Hemingway y activo en el campo francófono contemporáneo.
  3. Por caso, la noción ni figura en las muy lúcidas “Observations…” de Harry Levin, de 1951 (uno de los primeros buenos exámenes del aspecto léxico y gramatical en Hemingway). De hecho, los recién mencionados Young y Rovit, responsables de respectivos excelentes y fundacionales estudios sobre el autor, no paran mayores mientes en el concepto. En Rovit, así, leemos una primera reflexión sobre la elisión: “Son precisamente los silencios que gimen bajo la presión de la tensa exposición literaria los que transmiten el clima emotivo al lector. Esta técnica, que podríamos denominar la ‘ironía de lo que se calla’, es uno de los recursos predilectos de Hemingway” (1971: 111); y más adelante, analizando El viejo y el mar, el estudioso equipara su “irony of the unsaid” con la “metáfora” del témpano (126-127). Aunque muchos abordajes previos pavimentaron el camino (por ejemplo, Stephens, 1962), al parecer la “consagración” de la teoría del iceberg y su vasta aplicación para describir la poética hemingwayana del cuento (no de la novela) tiene un primer síntoma crítico en el libro de K. G. Johnston (1987); en Hemingway and Spain: A Pursuit, de Edward F. Stanton (1989), y en la antología New Critical Approaches to the Short Stories of Ernest Hemingway, editada por Jackson J. Benson (1990), el concepto -bajo el nombre de “iceberg theory” u otros análogos- ya es recurrente. Sin duda, por lo demás, el primer catalizador de la circulación de la idea fue la entrevista de Paris Review en 1958, donde Hemingway apela “al principio del iceberg” para dar cuenta de la que era su última pieza de ficción por entonces, El viejo y el mar (v. nuestro ítem III, más adelante).
  4. Es probable que en muchos talleres literarios se pida escribir una historia completa y luego quitarle siete octavas partes, supuestamente tal como lo hacía Hemingway, así como acaso se proponga escribir una historia íntegra y quitarle el último párrafo, y tal vez también el primero, supuestamente tal como lo hacía Chejov. Como propuestas creativas, ambas son irreprochables, pero lo que aquí pretendemos es deslindar las verdaderas poéticas de los autores respecto de una imagen simplificada y generalizada, cuya primera víctima es justamente la lectura de las obras de esos maestros.
  5. La “enciclopedia de contenido libre”, cuyo impacto en la cultura popular es formidable, homologa “teoría del iceberg” a “teoría de la omisión” como “técnica acuñada por Hemingway”. Cfr. https://en.wikipedia.org/wiki/Iceberg_theory.
  6. En el mundo anglosajón, el fenómeno conocido como reader-response criticism se dio tardíamente. Un ejemplo de dicho approach aplicado a Hemingway puede verse en el artículo de Zapf (1990), donde la poética de la omisión es vista al servicio de la apelación al lector.
  7. Sin duda se trata de un olvido o de una omisión por obviedad, si tal cosa existe en la filología. El sintagma, que aquí colocamos como epígrafe, pertenece al famoso final del cap. XVI de Muerte en la tarde, cuando, lanzado a una polémica con Aldous Huxley, Hemingway inserta una digresión metaliteraria muy propia de él: sucinta, taxativa, emocional.
  8. Es cierto que podría traerse a colación aquel diálogo con Kandisky (en Green Hills…) donde, tras perorar sobre cómo el materialismo y el confort arruinan a los escritores (no casualmente, el parangón es Henry James), el interlocutor pregunta “¿Y usted qué quiere?” y Hemingway replica: “Escribir tan bien como pueda y aprender mientras lo hago. A la vez, tengo mi vida, que disfruto y que es una muy buena vida” (2016: 3189). La confesión invoca el perfeccionamiento técnico y artesanal en el oficio, pero parece aludir a un aprendizaje indeterminado, sin plan ni objetivos, y enseguida apela a la consabida maniobra del pensamiento vitalista (pace Nietzsche): la “vida” está por encima de todo.
  9. La periodista Dorothy Parker hizo célebre la frase en un perfil de Hemingway titulado “The Artist’s Reward”, aparecido en el New Yorker de noviembre de 1929. En dicha nota, la autora refiere un diálogo con el escritor en el que éste habría definido el coraje, o más propiamente, el “tener agallas” (“guts”), como una “gracia bajo presión”. La primera formulación de la misma, sin embargo, es ligeramente diferente y consta en una carta de Hemingway a F. Scott Fitzgerald remitida el 20 de abril de 1926, donde, con motivo de aclarar sus dichos sobre las corridas de toros, el remitente declara que lo del torero “no es agallas, sino algo distinto. Gracia bajo presión”. V. Hemingway, 1981: 200. (El editor del epistolario, C. Baker, inserta una nota para aclarar que éste es el uso original de la célebre frase.)
  10. Edmund Wilson habla de “exhibicionismo personal” (2005: 14) al aludir a Green Hills of Africa: la etiqueta suena apta para varias piezas de Hemingway.
  11. De hecho, al comienzo el editor Scribner había pensado en una antología de uso escolar.
  12. En gran medida, la poética narrativa de Sherwood Anderson -influenciada a su vez por Gertrude Stein- era una contestación furibunda a la fórmula narrativa de O. Henry, el exitoso patrono del cuento americano hacia 1910.
  13. Algo similar puede leerse en la entrevista de Paris Review, a propósito del Viejo y el mar: “Así que dejé eso afuera. Pero el conocimiento es lo que hace a la parte submarina del iceberg” (en Plimpton, 1958: s/p).
  14. En el original, lo que el autor deplora es “scrollwork or ornament”, que podríamos verter como “volutas u ornamento”, en clara referencia al estilo barroco o neobarroco.
  15. En una carta a F. S. Fitzgerald para la Navidad de 1925, Hemingway le cuenta una versión más completa de la historia, pues se trataba de una anécdota autobiográfica, y agrega que como él denunció al guía borracho, éste cayó en desgracia en el pueblo y se suicidó (1981: 180-181). Así, el autor no solo conocía de primera mano la trágica conclusión, sino que la había desencadenado.
  16. Un análisis excelente y documentado de este relato fundacional, se encuentra en Nolan, 1999, passim. Sugestivo es que Adair comience su estudio sobre este cuento afirmando que lo dicho por Hemingway respecto del final «no ha merecido el crédito universal», pues «se ha alegado en cambio que Hemingway estaba creando una versión ficcional de su pasado», para agregar: «Hasta cierto punto probablemente lo estaba haciendo, pero quiero proponer que decía la verdad cuando decía que el verdadero final de la historia, la parte omitida, era que el viejo guía de pesca se ahorcaba»; v. Adair, 1990: 346 y passim.
  17. En esta línea se habla, por caso, del “vacío creativo” quintaesencial al estilo de Hemingway (Giger, 1977, passim).
  18. “A ese relato probablemente le haya quitado más que a cualquier otra cosa que he escrito. Saqué todo Chicago, algo difícil de hacer en 2951 palabras” (en Tyler, 2001: 80).
  19. “El tema del cuento era la vuelta de la guerra, pero a la guerra no se la mencionaba nunca” (Hemingway, 2005: 49); “la guerra, toda mención de la guerra, cualquier cosa sobre la guerra, está omitida” (en Benson, 1990: 25).
  20. “En una historia llamada “Una transformación marina” todo queda excluido. […
  21. Que el relato esté situado en la España de 1920 -y acaso también que el propio autor acabara de convertirse al catolicismo- podría explicar aquí que “aborto” sea una palabra impronunciable.
  22. Todas las referencias se hallan online en los sitios virtuales “quoteinvestigator.com” y “Wikipedia.org«.
  23. Hasta donde se sabe, la primera asignación del famoso microrrelato de seis palabras a Hemingway corrió por cuenta del escritor y agente literario Peter Miller, en un libro sobre el oficio editorial aparecido en 1991.