Inicio 9 Bibliografía 9 Del cuento a la ‘short story’: la aparición de un nuevo género en la década de 1850

Una oleada de cuentos[1] inundó las revistas estadounidenses durante los años de expansión de la década de 1850. En tanto arte, todos salvo algunos de esos trabajos merecen el olvido que el tiempo les deparó; pero a causa de ellos el período comprendido entre 1850 y el inicio de la Guerra Civil fue desacreditado y generalmente ignorado en la historia de la ficción breve estadounidense. Como resultado, la temprana evolución de la short story estadounidense desde su aparición en revistas ha sido pasada por alto. En este ensayo, propongo como hipótesis general que la decadencia de la inmensa popularidad del cuento fomentó el desarrollo de la short story como un nuevo género. Si en su totalidad la ficción tiene poco atractivo estético, esa mediocridad provocó una sustancial reacción en la crítica literaria de la década y entre los escritores de ficción corta. Hasta mediados de siglo, Irving, Poe y Hawthorne dominaron el campo, pero, para 1850, Poe estaba muerto y tanto Irving como Hawthorne ya habían abandonado la escritura de cuentos. Las obras breves de Melville fueron condenadas a una larga oscuridad, y no fue sino hasta Henry James que la notable tradición de la ficción breve norteamericana volvió a reestablecerse. Una brecha como esta dentro de la historia literaria debería haber inspirado una reevaluación hace ya largo tiempo. A pesar de ello, en 1923 Fred Lewis Pattee corrigió lo que se sostendría como un veredicto habitual al reclamar que la short story, a pesar de todo, no había “dejado de ser distintiva” y que “parecía desaparecer como una forma literaria respetable”.[2] Desde entonces, los especialistas han pasado por alto una década completa de ficción breve, tan solo para utilizar sus materiales ocasionalmente en pos de la historia de la sociedad y la cultura; pero los cambios históricos que estaban revolucionando las formas cortas pasaron desapercibidos. 

En retrospectiva, las principales diferencias teóricas entre el cuento y la short-story son bien conocidas, aunque a diferencia de la novela y el romance[3]en prosa, las formas cortas no han atraído mucha investigación crítica. Las distinciones realizadas por Northrop Frye, basadas en la caracterización, establecen polos para que las ficciones se agrupen en términos reales. De acuerdo a Frye, el cuento es análogo al romance en prosa mientras que la short story es análoga a la novela. En el cuento no hay “personas reales”; los personajes, como “figuras estilizadas que se expanden en arquetipos psicológicos”, dan cuenta de una “intensa subjetividad”, ausente en la novela y en la short story, y de una tendencia a la alegoría. “Idealizados por la abstracción”, tales personajes se derivan de un molde heroico y permanecen inescrutables y aislados de toda representación real de la sociedad. La short story, por el contrario, lidia con personajes poseedores de “personalidad” que visten “sus personae o máscaras sociales”; en consecuencia, el autor necesita de una sociedad estable, y su mundo ficticio tiende a ser una imitación del verdadero mundo de los hombres[4]. A diferencia de la figuras del romance, los personajes de la short story poseen conciencia interna. El cuento puede por sí mismo directamente ilustrar un estado mental o una condición psicológica. Por otra parte, en la short story, esa clase de estados, dinámicos y desarrollados, permanecen internos y determinan la motivación y la conducta; son comunicados al lector mediante la inferencia o a través de la capacidad del narrador para penetrar en las mentes y reportar lo que ahí encuentra. Al escribir sobre los personajes de Poe, W.H. Auden dijo: “Los personajes que representan la encarnación de […] estados [unitarios] no pueden, por supuesto, cambiar o variar en intensidad ya sea a través de cambios en su interior o de su entorno”[5]. Auden, de hecho, critica a los personajes de Poe por no ser seres humanos sujetos a las leyes de la naturaleza, por no ser, en una palabra, realistas. A pesar de que Auden seguramente prefería que Poe escribiera short stories, se encuentra en lo correcto respecto a sus personajes: pertenecen a los cuentos y se destruirían ante la realidad ordinaria. No poseen la capacidad de cambiar, como así tampoco la tienen los personajes de Irving o de Hawthorne, incluso a pesar de que dentro de “Mi pariente, el Mayor Molineux” y “El entierro de Roger Malvin” Hawthorne haya comenzado a dirigirse hacia la short story.

Durante los cincuenta, la ficción breve fue predominantemente material de publicación periódica. Si descartamos los pobres especímenes publicados en los periódicos o los cuentos de algunos cuantos anuarios aún existentes, el principal medio para los escritores –serios o no tanto- eran las revistas. La mayor parte de las principales revistas poseían entre cuatro y cinco cuentos por cada número y, con el aumento en el número de periódicos y la expansión de su circulación, al menos hasta la Gran Depresión de 1857[6], la oferta exhibida para satisfacer la demanda fue enorme. Los legados de Irving, Poe y Hawthorne son encontrados allí, donde los efectos comparativamente equilibrados del sentimentalismo de Irving, el sensacionalismo de Poe y el moralismo de Hawthorne resultaron fuertemente enfatizados, distorsionados e inconscientemente parodiados hasta que el deterioro del cuento acabó volviéndose inconfundible. El más evidente signo de la decadencia y el comercialismo fue la sumamente exitosa fábrica de ficciones de Robert Bonner, el New York Ledger[7], aunque, igualmente, historias un tanto menos explotadas que las ahí escritas puedan ser encontradas por doquier y en asombrosas cantidades. Trabajos de  proveedores como “Ned Buntline”, Emma Dorothy Eliza N. (E.D.E.N.) Southworth, Sylvanus Cobb Jr., Caroline Chesebro’, Timothy Shay Arthur y el joven Horatio Alger Jr. representan dichos tiempos. Algunos títulos seleccionados al azar y tomados de las revistas líderes sugieren ya el tenor de estos productos mercantiles: “Un regalo del cielo”, “El primer amor de una doncella”, “El segundo amor de Frank Ward”, “Besar con bigote”, “Dos escenas en la vida de City Belle”, “Pasajes para un sentimentalista”, “Los héroes rivales, o La recompensa del corsario. Un cuento de tiempos revolucionarios”, “Nat. Puckett, el que odia a los indios” y “Aníbal: un negro [nigger]”. Estos y otros títulos similares fueron los que acabaron agrupándose en torno a la definición polar del cuento. Constituyen un ejemplo de las prácticas convencionales en la ficción breve vulgar, y un rápido resumen de sus obvias características —derivadas de una muestra de más de mil cuentos de revistas—demuestra la razón por la cual los críticos se rebelaban en contra de la estandarización del gusto y el declive del arte.

Los personajes son figuras de romance o estereotipos ilustrativos de los valores y los ideales populares. No poseen una interioridad más allá de la que su invariable narrador omnisciente afirma que tienen. Sus virtudes y pecados responden a las nociones de la piedad protestante; sus acciones, sus motivaciones y sus apariencias siguen especificaciones populares. Tienden también a ser abiertamente alegóricos y a ilustrar con sus rutinarios nombres, vestimenta estereotipada y una extrema conducta, el simplificado bosquejo de una idea o creencia. Sus problemas y conflictos son simples, restringidos a soluciones claras. Usualmente el mundo ficcional es ubicado en un espacio y un tiempo remoto; sin embargo, cuando tal locación forma parte del mundo decimonónico, el escenario se torna exagerado, con alusiones tópicas y detalles específicos que funcionan como tenues lazos con el mundo real. En los cuentos sentimentales y moralistas, de hecho, estos detalles a menudo constituyen una capa de realismo superficial destinada a convencer al lector de la “veracidad” del mensaje explícito en la obra. En general, las ciudades son fuentes de pecado; y el campo, que sigue el modelo del ideal pastoril, constantemente se encuentra bajo la amenaza del mal. Negros, indios, judíos y la mayoría de los extranjeros son inferiores; mormones y católicos, satánicos. El significado es explícito y, como reflejo de lo que debería de ser, es dependiente de la justicia poética y de los finales felices para su confirmación. El placer del lector, por tanto, emerge luego de reconocer el triunfo de un orden simple e ideal, junto a la confirmación de sus valores propios de la clase media. Desperdigando pasajes didácticos al respecto, los autores evitan no solo la ambigüedad, la complejidad y la riqueza, sino también los problemas que pudiesen así desalentar a un lector ocasional. La profundidad es poco usual; el ideal optimista es una reforzada doctrina derivada de las creencias populares sobre la cristiandad y la democracia estadounidense. Las tramas son diseñadas para “probar” la moral, sin reparo de las violaciones a las premisas básicas de toda obra. El inflado estilo “literario”, basado en rodeos y perífrasis, la dicción formal y el insípido humor burlesco que se desarrolla cuando el tema es bajo, insinúa que el halagado lector es inteligente y sofisticado.

No sorprende que Hawthorne condenara en “Cabeza de pluma”, su último cuento, las vacías figuras del romance que habitaban el mundo de la ficción. La respuesta de Melville a las condiciones del mercado y la correspondiente suerte del escritor es un grito de verdadero dolor: «Los dólares me maldicen […] Lo que más me mueve a escribir está prohibido…no pagará». El lamento del poeta y cuentista Richard Henry Stoddard sirve de eco para ese comentario: “¿Cómo evitar la basura que uno escribe… por dinero?”[8]. Pero la reacción fue más amplia y profunda que las quejas de Hawthorne, Melville y Stoddard. Una encuesta[9] de crítica contemporánea y reseñas sobre la ficción breve muestra la insatisfacción del público con el cuento convencional y revela una opinión favorable sobre el desarrollo de la short story. Esto no quiere decir que las formas de escritura corta fueran, al igual que el romance y la novela, reconocidas como géneros independientes: los términos “tale”, “story”, “short story” y “sketch” eran aún intercambiables entre ellos. No obstante, pese a la ausencia de una clasificación certera, la separación de ambos géneros se encontraba en marcha. Si podemos demostrar este hecho, entonces estaremos preparados para delinear el curso evolutivo de la ficción breve; podremos dar cuenta de las diferencias entre la short story de Melville, “Bartleby, el escribiente”, y su cuento “El campanario”; y podríamos incluso recuperar otros títulos históricamente significativos del período anterior a la Guerra Civil como los cuentos y short stories de Harriet Prescott Spofford “Circunstancia”, “En un sótano”, y “La caja de Navidad de Yet”; “La lección de Ann Potter” y “Eben Jackson” de Rose Terry Cooke, “Un sueño” de Howells y “La vida en los molinos de hierro” de Rebecca Harding Davis.

Los principales objetivos de los ataques en las revistas fueron el sentimentalismo y el moralismo didáctico. Fue probablemente Charles Godfrey Leland quien, como editor de la vacilante Graham’s, acertó al afirmar con furia que “casi toda la inequívoca basura —decididamente relleno iletrado que ni siquiera un niño podría confundir por algo más— que recibimos es de un tipo que los escritores considerarían como patética y sentimental, como invariablemente carente de personalidad y cansina[10]. Los críticos, por supuesto, reconocieron el legítimo uso del sentimiento. “El sentimiento, como elemento de la literatura, es la materialización intelectual de una emoción; es el pensamiento imbuido con los colores y la atmósfera derivada de la emoción[11]. Tal definición es típica; pero, advierte el crítico, el sentimiento, al tomar de aliados a “una mente débil e impresionable”, “una caprichosa fantasía” o “una egoísta disposición” resulta poco fiable; el sentimentalismo es su peligroso resultado. El sentimentalismo no era simplemente un exceso de emoción garantizado por la situación, a menos que por situación entendamos alguna abstracta estandarización de nuestra experiencia personal o de la vida real. Los personajes y sus escenarios merecen cada porción de emoción que los lectores puedan depositar en ellos. Pero el punto fue que los autores acabaron por exagerar las situaciones, atenuando y simplificando también a sus personajes solo por el bien de la emoción. El sentimentalismo exaltó los ideales a los que los norteamericanos adherían, aun cuando estos obviamente vivían bajo un conjunto de valores más prácticos. Así, cuanto más realistas los personajes, más evidente la hipocresía. El sentimentalismo supo ser, de hecho, optimista durante los cincuenta; a pesar de la miseria y el sufrimiento en los que prosperó, se vio asociado a una visión simplista del mundo que aseguraba la felicidad ya sea en esta vida o en la próxima. Todavía más, si una madre o un niño morían en el transcurso de varias páginas a doble columna de letra diminuta, ese sacrificio, si bien doloroso para ellos, servía para el interés propio de los vivos, quienes aprendían el valor de uno u otro ideal (caridad, perdón, inocencia, honestidad, etc.). Empleado para sobrellevar los momentos difíciles, el sentimentalismo se convertía en una fuerza para el conservadurismo debido a su apoyo del statu quo; sin embargo, era también un agente de tibia reforma, ya que utilizaba la exageración para así condenar los males sociales de su época: la pobreza, la enfermedad, el crimen, el trabajo infantil, el alcoholismo, el capitalismo egoísta y las dificultades domésticas. Como propaganda, su emocionalidad, anti-intelectualismo y su convencional atractivo para las mujeres se había tornado epidémico.

Esto enfermaba a los críticos. A menudo se decía que los estadounidenses son personas prácticas que requieren de la ficción “para responder a nuestra necesidad como seres humanos, de tierra y espíritu mezclados […] No podemos permitirnos que los mortales desatiendan sus deberes hacia el mundo, su corona de espinas, para entregarse así a una tierra de sueños y vapores […]”[12]. Muchos críticos y comentaristas se quejaban de que el mundo sentimental de la ficción resultaba deshonesto mientras que sus autores insistían en que era idéntico al mundo de los hechos.[13] Los sentimentalistas, concentrados en sus dulces fantasías de ensueño en lugar de en la vida cotidiana, forzaban a sus personajes, como incluso señaló el Godey’s Lady’s Book , a confrontar en sus cuentos problemas que nunca se presentaban en el mundo real”[14] Leland, exigiendo realidad  en la ficción, hizo responsable de estos cuentos sentimentalistas a sus autores perezosos, que cargaron el mercado de “pathos forzados, trascendentalismo sentimental, vagas ensoñaciones y toda la tribu de basura”[15]. Otro crítico acusó de estos crímenes a la influencia alemana y repitió las ya conocidas reprensiones.[16] Henry Capp Jr., bohemio vanguardista editor del Saturday Press de New York y firme defensor de Walt Whitman, mantuvo semanalmente barricadas en contra del sentimentalismo y de las quejas sin sentido de autores como Sigourney, Southworth y Cobb[17]. Para 1860, Henry Giles se sintió en la obligación de ir en contra de cualquier cosa remotamente atribuible a la sentimentalidad. “El sentimentalismo es o una enfermedad de la naturaleza mortal, o una perversión de la imaginación; o bien una ilusión confundida con lo real, o una fantasía tomada por encima de los hechos; o un autoengaño emocional, o un pretencioso irrealismo”[18].

Los excesos del didactismo apoyados tanto por la religión como por el moralismo fueron otra de las grandes obligaciones de la ficción breve. “Al lado de la Biblia,” escribe un comentarista en una tesis ya familiar, “la lectura de ficciones es probablemente la más importante de todas las lecturas para los jóvenes. La más importante para el bien y el mal”[19]. Para asegurar el triunfo de la justicia en un mundo donde el bien y mal son absolutos e inequívocos, muchas obras ostensiblemente realistas fueron diseñadas para que sus personajes cumpliesen con la necesidad de derrotar al mal, pero, al conseguirlo, parecían discordantemente inconsistentes o implicaban significados que explícitamente contradecían la declarada intención moral.  Debido a que la contradicción entre lo real y el ideal era obvia, los trabajos de ficción fueron separados en dos partes, sacrificando la unidad por la doctrina. Los autores incluían extensos sermones y explicaciones en sus pasajes más expositivos, típicamente presentes en largas introducciones y desenlaces. La exhortación presente en la prosa discursiva batalló en contra de la ilusión de la ficción, su resultado fue una estructura bipartita que el público aceptó por razones éticas pero que los críticos deploraron cada vez más en el plano estético. “La historia y el argumento se asesinan mutuamente”[20].

En 1851, Henry T. Tuckerman elogió los cuentos de Hawthorne debido a la oculta significación que Poe, en sus reseñas sobre Cuentos dos veces contados, había atribuido a los sketches y ensayos de Hawthorne, como así también a “El velo negro del ministro”. Hawthorne, afirmó Tuckerman, “ensombrece, insinúa, hace señas […]; en una palabra, se dirige a nosotros de la misma forma en que lo hace la naturaleza, es decir, sin ostentaciones y con un significado no comprensible sin un silencio solemne y un gentil sentimiento”[21]. Aquí, como una respuesta contra el didacticismo, se encontraba el tema del cual otros se harían eco. Si una moral positiva estaba llamada a ser regla, esta debía, dijo un crítico, de ser clara en todo el desarrollo de un trabajo, no “escrita en unas pocas palabras en la última página”[22]. La capacidad de sugerir, de evocar, sin recurrir a explicaciones fue cada vez más elogiada. Las etiquetas morales se volvieron signo de mediocridad, incluso si “el resplandor del estilo brillaba en ellas era como el sol”[23]. O como otro crítico dijo, “una historia debería expresar la idea que el autor tiene en mente sin la necesidad de una elaborada introducción o explicación”[24]. Y en una breve referencia a Melville, hecha probablemente por Rufus W. Griswold, el crítico se opone a los narradores que sermonean; es un error que el escritor aparezca frente al lector “en su propia persona”, pues no posee él mayor derecho que el que un dramaturgo para poner un pie bajo la luz del escenario[25]. De una obra de ficción, de todas formas, se esperaba obtener alguna otra significación más allá de la de su trama y descripciones. Por ejemplo, los cuentos de Irving fueron considerados deficientes por no conducir a un “final definitivo”; pues dependen enormemente de un “talento ilustrativo”, en ornamentos que “nos deleitan en el olvido de algún propósito o del deseo de la unidad”[26]. “El gran problema de la literatura americana”, dijo Leland, “su gran opresor, no se encuentra en la escritura de historias, sino en las historias que no son más que eso”[27].

Al rechazar el didactismo al igual que la alegoría moralizadora asociada a él y alentando a los autores a encarnar un trasfondo de significado, los críticos remitían a los dos principios que Poe había defendido. Estos dos principios fueron, por supuesto, aplicables tanto para el cuento como para la short story. Sin embargo, el concepto de Poe sobre el “efecto único”, modificado ahora por los críticos, poseía relevancia fundamentalmente para la historia de la short story. Las publicaciones de 1850 y 1856 de la edición de Griswold de las obras completas de Poe[28], junto a la notoriedad del propio autor, suscitaron comentarios que lograron mantener sus cuentos ante el público y sus principios críticos ante otros críticos y comentaristas capaces de aplicarlos. Asimismo, El principio poético, el cual, tal como las reseñas de Poe a Cuentos dos veces contados, incluye la doctrina de la brevedad y el concepto de “la totalidad del efecto o impresión”, fue publicado dos veces tras su muerte en 1850, la primera en agosto en el Home Journal y luego otra en octubre en Sartain’s Union Magazine, otorgando así una más amplia exposición a las ideas de Poe. Más adelante oponiéndose a la publicación serializada de ficciones, la revista Sartain’s Union afirmó que un “entendido crítico [¿Poe?] ha remarcado que la short story, cuya lectura puede ser concluida en una sola sentada, se ajusta mejor a la atención del lector; mientras que la novela suscita un interés imperfecto, en tanto que es leída en distintos momentos y, por tanto, bajo distintos estados anímicos de un mismo individuo”[29]. Tuckerman escribió que la brevedad del cuento es “una sabia economía de los recursos, y habitualmente asegura una permanente popularidad debido a esa impresión incapaz de obtenerse en trabajos de mayor extensión”[30]. A su vez, Graham’s señaló que los cuentos de Hawthorne “transmiten esa unidad de impresión que indica una postura firme”[31].

En el circuito de revistas, la idea de un efecto único se desarrolló a lo largo de dos principales líneas. A menudo fue transformada en símbolo de unidad y, por tanto, resultó ligada a la trama, convirtiendo así el clímax de la historia en el punto de liberación para “el shock”, “la explosión”, “la impresión dominante”, “la unidad de impresión” o, necesariamente, “el efecto único”. Como resultado el efecto único fue incorporado al interior de la fórmula del diseño convencional del argumento. Pero esta trama, o la historia, como era llamada, raramente era considerada un elemento importante en la ficción: “La narración de historias simples […] se encuentra completamente más allá, o mejor dicho por debajo, de su capacidad (de Hawthorne).” Los críticos despreciaban las tramas porque “el más miserable cuentista de revistas o periódicos puede sobresalir fácilmente […] en la porción mecánica del arte”[32]. En consecuencia, el efecto único considerado meramente sinónimo del clímax acabó perdiendo fuerza como principio de la ficción breve.  En la segunda línea de su desarrollo, sin embargo, el efecto único llegó a asociarse con un trasfondo de significado; refería así a la impresión dominante dejada en el lector, y ese punto se volvió particularmente importante para la short story.

William Peden observa que “la short story, breve, elíptica, y veloz tiende a hacernos preguntas antes que a sugerirnos respuestas, a exponer antes que resolver”[33]. Esta cualidad de la narración moderna es el resultado de la unión entre el principio de efecto-único y el auge del realismo. Dotados ahora de mentes, los protagonistas de las short stories se encuentran ahora sujetos a las complejidades internas que la experiencia impone. Experimentan cambios internos a medida que se ven afectados por las decisiones que toman y también por lo que a ellos les ocurre.  Tales cambios aparecen generalmente como el movimiento desde un estado de ignorancia hacia uno de discernimiento, un movimiento que incluso ocurre cuando irónicamente un personaje rechaza o ignora dicho conocimiento. La visión irónica del siglo XX es responsable de modificaciones mucho más radicales, pero como es característico de la short story del siglo XIX, este cambio ha sido remarcado regularmente en las historias de James, Howells y Edith Wharton. Además, este cambio con frecuencia infunde un sentido de misterio, un misterio que concuerda con lo que aún permanecía vital en el espíritu romántico. Es decir, la brevedad de la short story y su representación del mundo de la experiencia —la cual no sustentaba la inclusión de lo sobrenatural ni de símbolos que no fueran primariamente funcionales dentro del orden natural de ese mundo de ficción— conspiran para forzar un significado por debajo de la superficie, donde, por la naturaleza de su indistinción, da la impresión de ser inexplicable. La ficción actúa como misterio y, libre de explicaciones innecesarias, ese misterio es lo que el lector intuye o siente, aunque típicamente se mantenga sin ser explicitado o resuelto. Es, finalmente, ese “shock del reconocimiento” el que constituye el efecto único;  este efecto difiere de aquel propio del cuento debido a la ilusión de actualidad que proporciona la short story; y es que incluso durante los transicionales años cincuenta, la short story “elíptica” tendió “a mostrar antes que a intentar resolver”[34].

Resumiendo: los comentarios de las principales publicaciones atacaron los excesos de sentimentalismo, deploraron las distorsiones moralistas y el didacticismo y despreciaron la importancia de la trama. Los críticos, al mismo tiempo que conservaban el concepto del efecto único y la necesidad de un significado implícito, alentaban también las modificaciones en el cuento convencional.  Si incluso acaso abogaron por un mundo ficcional más realista, entonces, de manera más o menos involuntaria, establecieron las condiciones básicas apropiadas para el desarrollo de un nuevo género. 

No es difícil hallar defensores del realismo en el mundo de la ficción; no obstante, sus comentarios rara vez se apoyaron en argumentos sustentables o de una explícita base filosófica. Tampoco existe mucha evidencia que sugiera que un movimiento autoconsciente haya podido existir. Aun así, el realismo y los escritores así llamados “realistas” fueron lo bastante activos como para generar controversias. Los críticos y reseñadores aceptaron el realismo dentro de la ficción como una representación convincente y plausible de la naturaleza humana, incluso si excéntrica, en sus entornos habituales. Derivándose los conceptos de antiguas versiones del vraisemblance o verosímil, una vez eliminados los elementos extraordinarios o supernaturales, poca restricción encontró la presencia de lo inusual en tanto resultase posible. “El primer elemento para la escritura de cuentos”, afirmó Alice B. Neal Haven antes bien, de cualquier descripción, es la naturalidad; al olvidarse de ella, el encanto se destruye, aun cuando el lenguaje empleado haya sido el indicado o las ideas hayan sido cuidadosamente expresadas”. “El incidente estereotipado” y las “tramas trilladas están tan lejos del favor del público como el lenguaje no natural”; “la trama y el incidente” deberían ser “dispuestos siguiendo el razonamiento propio de una ordinaria secuencia de eventos […]”[35]. Incluso Hawthorne resultó condenado por su “niebla de misterio” capaz de destruir el mundo real[36]. El editor Leland solicitó enfáticamente a quienes escribían para él que dejaran de imitar los romances del pasado. Walter Scott estaba obsoleto; el autor que escribiese “de manera absolutamente perfecta y vívidamente fiel, cual daguerrotipo, sobre los estudios de la vida” sería, sin dudas, valiente[37]. Si bien Estados Unidos posee una mayor cantidad de temáticas originales para la ficción que cualquier otro país, tal como afirmó Leland, los escritores “continúan haciendo rimas y escribiendo romances con la misma vena sin propósito, como si un viejo hábito o la ley de la naturaleza les ordenase ser tanto bellos como afectivos,  de la forma más ornamental posible.[38] En 1854, tres años antes de convertirse en el editor de The Atlantic, James Russel Lowell escribió a C.F. Briggs, editor de Putnam’s, diciendo que “la verdad del día a día […] es esencial en las historias sobre la vida y el mundo”[39] y antes de dejar vacía su silla en 1861, Lowell incluyó un considerable volumen sobre ficción seleccionada debido a sus personajes realistas y lenguaje coloquial.

La verosimilitud (la “seriedad” [earnestness] de Poe)[40] fue tradicionalmente un término usado para elogiar a un autor por hacer  tanto lo extraordinario como  lo maravilloso convincente mediante directas referencias a la vida real. Durante los años cincuenta, la verosimilitud, la vraisemblance, su conocido sinónimo entre los críticos, fue considerada el más grande logro de Poe. A medida que comenzaron a tomarse más elementos de la vida cotidiana para los temas de ficción, las técnicas que siempre habían sido asociadas con la verosimilitud alentaron todavía más la ilusión de lo real. Un laudatorio artículo sobre Thackeray en el Southern Quarterly Review indica que el realismo fue temprano y favorablemente reconocido en esa década. “Todo lo que defendemos es la capacidad de representar las palabras y acciones de los hombres de una manera tan natural como para que podamos ver en ellos, a pesar de nosotros mismos, entidades reales en lugar de personajes ficticios, un poder tan solo deparado a los escritores del más grande mérito […]”[41]. De manera similar, Parke Godwin observó en Thackeray “este remarcable realismo, que le otorga a sus libros el aspecto de una verdadera transcripción de la vida en sociedad”[42]. La revista Putnam’s afirmó sin rodeos que el éxito de la ficción inglesa se basaba en su “actualidad”, la cual “es bastante ingeniosa y de espíritu moderno […] El principio democrático ha obligado al romance a descender de su trono y abandonar el palacio”[43]. La influencia del realismo trajo consigo controversias y su debate quedó evidenciado en el tratamiento de la literatura francesa. Por ejemplo, The Democratic Review, en un característico artículo en el cual elogia el realismo de Balzac debido a sus descripciones de la vida y las costumbres francesas, eleva al francés por encima de Bulwer y Thackeray[44]. A pesar de sus inmoralidades, George Sand, Flaubert y Stendhal, entre otros, también fueron aclamados[45]. La oposición fue representada por el conservador North American Review. Comentando acerca de Le Réalisme de Jules Champflaury, el Review afirmó que el “Realismo”, como modo de documentar de cerca la vida real, estaba destinado a pertenecer a escritores jóvenes que habían compuesto una “escuela” absurda. Estos autores son “extraordinarios motores de escritura”, literalmente bohemios quienes creen que su “época” los “condena a una especie de fotografía de la literatura la cual ellos se encuentran complacidos por estilizar desde la ‘observación’”[46]. Que este vocabulario y las ideas que representaba fueran considerados como actuales mucho antes de 1880 es una clara muestra del crecimiento del realismo a mediados de siglo.

Hawthorne reconoció el cambio. En su prefacio a la edición de 1851 de Cuentos dos veces contados, Hawthorne escribe sobre sus cuentos en una prosa similar a la que utilizó tanto en “La aduana” como en los prefacios de La casa de los siete tejados y El romance de Blithedale. La forma corta es análoga a la larga. Pero los cuentos, afirmó, carecen de la solidez de la naturaleza y poseen sentimiento antes que pasión: “incluso en aquello que pretende ser imagen de la realidad, tenemos a la alegoría, no tan cálidamente cubierta en sus vestidos de carne y sangre como para ser tomada por la mente del lector sin un escalofrío”[47]. El tono es ligeramente irónico y apologético en tanto que este célebre hombre subestima el trabajo de sus primeros años. Esto fue quizás, en parte, una disculpa en torno al efecto[48], pero no cabe duda de que también supo ser el reconocimiento por parte del propio Hawthorne de que los tiempos, los gustos y la ficción estaban cambiando. Si escritores de poca monta y mujeres sin talento para la escritura habían degradado al romance, la short story se inclinó hacia lo que Perry Miller llamó la era del “realismo victoriano”[49].

El ensayo de Melville “Hawthorne and His Mosses”[50] junto con sus cuentos e historias revelan que, al igual que Hawthorne, él también era consciente de los cambios en los gustos y buscó una manera de satisfacer la demanda popular sin perder su integridad como artista serio. Sus “técnicas de engaño”, como las llamó William Charvat[51], refieren a la creación de Melville de una superficie, al interior de su ficción, destinada a obtener el interés del público, que encubriría los más importantes significados debajo de ella. Este familiar concepto se encuentra implícito en los entusiastas comentarios de Melville hacia los cuentos de Hawthorne. Él creía que Hawthorne había dominado, tal y como Shakespeare, el arte de decir la verdad; es decir, que Hawthorne había escondido sus más oscuros misterios de cualquier lectura superficial en  sus páginas. Para Melville, el mundo de los hechos es una fachada, una mentira inclusive. El mundo ficticio es un artificio que conduce a la Verdad, pero, paradójicamente, el escritor debe tomar como punto de partida los materiales del mundo real para penetrar en el núcleo del significado. De ahí que la actualidad sea fundamental para el arte de la ficción. Es así evidente que la teoría de la ficción de Melville, o al menos lo que conocemos sobre ella y lo que Edgar Dryden ha descubierto en base a la crítica de Hawthorne[52], fácilmente podría reconciliar la short story con su ilusión de actualidad y su insinuación al misterio. Debemos reconocer, entonces, que la importancia del significado implícito es continua entre Poe, Hawthorne y Melville. Mas es momento de aclarar el tradicional énfasis de las críticas de Poe hacia Cuentos dos veces contados y reconocer que, tomando los cuentos de Hawthorne como una constante, el comentario crítico de estos tres maestros de la ficción breve describe una transición fluida del cuento a la short story.

Las circunstancias llevaron a Melville a escribir tanto cuentos como shorts stories. Antes de “Bartleby” en 1853, había intentado ya ganarse al público con una superficie propia del romance: pero el fracaso de Pierre o las ambigüedades (1852), comprensible tomando en cuenta el creciente respeto de los críticos por el realismo, es evidencia de que la idea de Melville de una prosa característica del romance con sus grandes dosis de filosofía, exhortaciones y una elaborada retórica, difícilmente era la apropiada para ser vendida a gran escala. Deprimido tras el fracaso de Pierre y hundido en problemas financieros, Melville aceptó escribir para la revista Putnam’s Monthly, propia de la clase media. Pero la decadencia de los folletines y la desilusión de los críticos con toda esa basura habrían desalentado a Melville, quien ya conocía muy bien el mercado de las revistas por haber lidiado con dicho ambiente anteriormente. Su modificación, incluso paródica, de la fórmula del tall-tale [53]en “La historia de Town-Ho” (capítulo 54 de Moby-Dick), aceptada por la revista Harper’s New Monthly como publicidad para esta novela, demostró su habilidad para utilizar el popular humor del suroeste norteamericano a su favor. De hecho, el tall-tale, habiendo recibido el sello de aprobación del este de los EEUU, fue una fuerza impulsora del realismo debido a que su coloquial narrador (opuesto al de la narración enmarcada) era habitualmente convincente en su personalidad y a que muchas de estas historias cambiaron el humor por un serio tratamiento de las debilidades humanas[54]

En comparación a los usuales cuentos de Poe y Hawthorne, “La historia de Town-Ho” se adhiere a la realidad incluso a pesar de su violencia y aventura. “Bartleby, el escribiente” es una short story completamente desarrollada. Firmemente incrustada en un contexto social pero simultáneamente funcionando como una reflexión de la mente del narrador-abogado, esta narrativa es antes la historia de este último que un relato sobre Bartleby. El narrador se desplaza de un estado de relativa ignorancia a uno de conocimiento marcado, paradójicamente, por una intensa perplejidad. Bartleby, sin embargo, se mantiene estático. Aparece como un extraño romántico puesto que es ajeno a la limitada experiencia del abogado en el mundo de Wall Street; de ahí que el abogado lo represente de forma rara y misteriosa ya que así es como él lo percibe. A lo largo de la historia, el narrador se mantiene convincente, como un hombre real con una conciencia afectada por complejidades perfectamente humanas. Debido a que lo que el escribiente ha significado para el abogado no puede ser abstraído y analizado, el misterio se mantiene como un copioso trasfondo.

En el polo opuesto se encuentra “El campanario”, que indudablemente consiste en un cuento. Bannadonna, el prometeico mecánico, es evidentemente simbólico, ajeno a las restricciones de la ley natural. Remoto tanto en tiempo como en espacio, el entorno de la Italia renacentista es evocado en un estilo poético, y la alegoría, al mismo tiempo psicológica y social, con referencias oblicuas al materialismo norteamericano y al origen del pecado, es abundante pero provocativa. Sin embargo, incluso aquí uno es capaz de percibir el tirón de la realidad mientras el narrador omnisciente, aparentemente obligado a comprobar los grandes ideales, renuncia gradualmente a su desapego inicial y se vuelve un hombre de los años cincuenta, él mismo un punto focal, como si Melville no hubiese sido capaz de mantener su ilusión ficticia. En sus otros trabajos cortos, Melville se sitúa ante una encrucijada en la historia de la short-story estadounidense. Los dípticos, notablemente “El paraíso de los solteros y el Tártaro de las doncellas”, enfatizan la alegoría y son reforzados por importantes intereses temáticos. En “El vendedor de pararrayos” y “Un fracaso feliz” las intenciones morales parecen dominar. Viendo esto en retrospectiva, parece que Melville, buscando formas capaces de aunar el interés popular y los mensajes implícitos, mezcló los géneros. La dificultad que los críticos han debido enfrentar para juzgar el valor de estas piezas puede explicarse en parte por las deficiencias de los trabajos, tanto de los cuentos como de las short stories: una asimilación completa requería del largo de “Benito Cereno”. Sin embargo, el resto de las ficciones alcanzan sus efectos gracias a la ilusión de la realidad. Esa ilusión, salvo en “Benito Cereno”, recae principalmente en la credibilidad de los narradores en primera persona quienes, como Warner Berthoff ha demostrado, son más vívidos cuando “su mayor ocupación es la presentación de hechos reales”[55]. Las short-stories como “Yo y mi chimenea”, “La mesa de madera de manzano”, e incluso “¡Quiquiriquí! o el canto del gallo Benevantano” con su parodia satírica de los cuentos rutinarios y sus dualismos simplistas de respuestas fáciles, representan las experiencias del narrador y sus actitudes naturales. En ellos, llega un momento en que sus incuestionables creencias son abruptamente invalidadas. 

En general, los mundos ficcionales de estos tres grandes autores demuestran una amplia transición desde el expreso romance y la verosimilitud de Poe hacia el terreno neutral entre lo real y lo imaginario de Hawthorne y, desde ahí, a las representaciones miméticas de Melville, con su sustento en los hechos para la exploración de la vida cotidiana. La generalización es, por supuesto, bastante ajustada. Existen excepciones y espacio suficiente para los desacuerdos en los detalles. De todas formas, el cambio, como movimiento histórico, es abundantemente demostrado en los comentarios críticos que he estado explorando y en la ficción de estos tres importantes autores. Aparece también en trabajos de autores menos conocidos, aunque la extensión completa de este cambio solo puede ser sugerida aquí. La ficción urbana iba en aumento. Aunque la ciudad seguía siendo la imagen del pecado y el mal, autores de cuentos tales como Fitz-James O’Brien y Fitz-Hugh Ludlow, mientras dramatizaban la pesadilla, se apoyaron en el color local urbano para la verosimilitud. Influenciado por Poe, O’Brien, un buen conocedor del mercado de la ficción, intercambió la “seriedad” de Poe por los detalles específicos de la ciudad de Nueva York. Por el bien de las ventas, detalló cuidadosamente la fecha, el lugar y los principales eventos.

De igual relevancia fueron los crecientes éxitos de la ficción regionalista en general y el carácter pintoresco de Nueva Inglaterra en particular. Este temprano desarrollo de aquel que sería un gran movimiento culminó antes de la Guerra Civil en las correctas pero a menudo ignoradas  short stories pintorescasde Rose Terry Cooke, de las cuales las mejores son “La lección de Ann Potter” y “Eben Jackson”. Harriet Prescott Spofford, capacitada como muchos de los profesionales del período en producir cuentos extravagantes, también demostró su maestría en la representación mimética en  “Tejiendo calcetas en venta” y “La caja de Navidad de Yet”. De hecho, el editor Lowell cultivó la misma tendencia en el Atlantic, y la revista se posicionó en simbólico contraste al Ledger de Bonner. Fue también Lowell quien reconoció el realismo tentativo de Rebecca Harding Davis en “La vida en los molinos de hierro” un deprimente aunque sobrecargado ataque al industrialismo.  Finalmente, también vale la pena señalar que el joven W. D. Howells publicó una de sus primeras short stories durante el estallido de la Guerra Civil. Bajo el nombre “Un sueño”, la historia sirve como un ejemplo magnífico para demostrar cuán lejos ha llegado la transformación del cuento; para Howells, el ataque a la falsedad de una visión de la vida ensoñadora y sentimentalista indica que el convencional optimismo romántico conduce a la desesperación[56].

En un cuento publicado en 1856, a una esperanzada joven autora le es dicho de manera enfática que “los cuentos son un perfecto hastío”[57]. Aquí en un accidentado idioma moderno suena la nota fundamental de la era. En el momento en que la decadencia del cuento se volvió objeto de la sátira, podemos suponer que el reconocimiento del declive de este género se extendió a través del mercado. El cambio era inevitable; y, si me encuentro en lo correcto respecto a mi tesis de que la short story como género independiente emergió durante la década del 1850, entonces nos encontramos, como dijo Northrop Frye, en una mejor posición para examinar las obras de acuerdo a las convenciones seleccionadas por los autores[58]. Si un crítico tan perceptivo como W. H. Auden puede juzgar las figuras de romance de Poe como una “característica negativa”[59] en todos sus cuentos, entonces es comprensible, aunque lamentable, que medio siglo de críticas de Melville hayan fallado en reconocer y aceptar tanto sus cuentos y  short stories, como las mixturas de ambos, y hayan fallado también en reconocer su rol en la historia de nuestra ficción breve.


* En American Literature, Vol. 46, No. 2 (Mayo, 1974), p. 153-169. Traducción de Mariana Larín para la Cátedra de Literatura Norteamericana (UBA), 2020. [N. d. T.]

[1] Con el fin de facilitar la distinción, utilizamos “cuento” para “tale”, mientras que mantenemos “short story” en inglés. [N. d. T.]

[2] Fred Lewis Pattee, The Development of the American Short Story (Nueva York, 1923), p.145. Ray. B West, Jr., provee una mirada más balanceada de este punto de vista en su obra The Short Story in America, 1900-1950 (Chicago, 1952), p. 1-125

[3] La palabra romance se mantiene en su idioma original para evitar confundirla con el Romanticismo, que tuvo un desarrollo distinto en Estados Unidos. [N. d. T.]

[4] Anatomy of Criticism (Princeton, 1957), p. 304-306, 308.

[5] “Introduction”, Edgar Allan Poe: Selected Prose, Poetry, and Eureka. Editado por W. H. Auden (New York, 1950), p. vi.

[6] Frank Luther Mott, A History of American Magazines: Volume II:  1850-1865 (Cambridge, Mass., 1938), p.4, 9-11.

[7] Mary Noel, Villians Galore: The Heyday of the Popular Story Weekly (Nueva York, 1954), p. 69-85.

[8] “Feathertop: A Moralized Legend”, International Monthly Magazine, V (1852), p. 185. Las quejas de Melville se encuentran en una de las cartas a Hawthorne, I (?) de junio de 1851, en The Letters of Herman Melville, editado por Merrel R. Davis y William H. Gilman (New Haven, 1960), p. 128. El comentario de Stoddard consta en su “To Sundry Critics”, International Monthly Magazine, V (1852), p. 319.

[9] La encuesta tomó como base aproximadamente doscientos suplementos de comentario crítico circulantes en veintisiete revistas destacadas en los mayores centros culturales del este de EEUU entre 1850 y 1861.

[10] “Editor’s Easy Talk”, Graham’s Magazine, LII (1858), p. 276. Charles Godfrey Leland escribió probablemente este artículo siendo editor.

[11] “Laurence Sterne”, North American Review, LXXXI (1855), p. 386-387.

[12] “Sentimental Prose Fiction”, Southern Quarterly Review, XVII (1851), p. 360. 

[13]  Ignatius (seudónimo), “Matter of Fact and Matter of Fiction” Harper’s New Monthly Magazine, XV (1857), p. 658-661.

[14] (Sarah Josepha Hale?), “Editor’s Table”, Godey’s Lady’s Book, LIV (1857), p. 370. Para otros ataques típicos en contra de la literatura femenina ver “Parlor Periodicals”, United States Magazine and Democratic Review, XXX (1852), p. 13-16.

[15] “To Readers and Correspondents”, Graham’s Magazine, L (1857), p. 468.

[16] “Goethe and the Satanic Philosophy,” United States Magazine, I (1854), p. 119-120.

[17] Ver, como ejemplos, “Character Versus Sentiment in Art”, Saturday Press, III (23 de junio,1860) y “Gilding”, III (29 de septiembre,1860). Las páginas del Press en el microfilm que utilicé, provisto por la Pennsylvania Historical Society, no se encuentran numeradas.

[18] “Sentimentalism,” Harper’s New Monthly Magazine, XXI (1860), p. 204.

[19] “Miss Yonge’s Novels”, North American Review, LXXX (1855), p. 441-442.

[20] “Critical Notices”, visto en Alban, A Tale, Southern Quarterly Review, XXI (1852), p. 241.

[21] “Nathaniel Hawthorne”, Southern Literary Messenger, XVII (1851), p. 344.  Este artículo, el cual merece su respectiva atención, fue obviamente influenciado por las críticas de Poe sobre Cuentos dos veces contados; esto es significativo puesto que afirma la integridad del cuento como arte y porque Tuckerman era un crítico de altura.

[22] “A Chapter on Novels”, North American Review, LXXXIII (1856), p. 348-349.

[23] Lord Lovell (seudónimo), comentarios correspondientes al cuento “Elkanah Brewstert’s Temptation” de Charles Nordhoff en el periódico literario Saturday Press, II (Nov, 26,1859).

[24] “Chit-chat”, Graham’s Magazine, XLVII (1856), p. 546.

[25] (¿Rufus W. Griswold?), “Authors and Boooks”, International Miscellany, I (1850), p. 472.

[26] William Landor (¿Horace Binney Wallace?), “Washington Irving. His Works. Genius, and Character”, Sartain’s Union Magazine, VII (1850), p. 288. Irving aún era popular durante los años cincuenta, pero su reputación comenzaba a extinguirse junto con la Escuela de Knickerbocker. Los ataques recibidos por su ficción breve en este artículo, objetivo para los estándares de la época, nos demuestran que Irving no fue un ídolo inmune a las críticas. 

[27] “To the Readers and Correspondents”, Graham’s Magazine, LII (1858), p. 84.

[28] The Works of Edgar Allan Poe (New York: Redfield, 1850-1856).

[29] Champion Bisel, “Serial and Continuation”, Sartain’s Union Magazine, VIII, (1851), p. 273.

[30] Tuckerman, p. 347.

[31] “Review of New Books”, Graham’s Magazine, XL (1852), p. 443.

[32] “Hawthorne”, North American Review, LXXXVI (1853), p. 228-231.

[33] The American Short Story: Front Line in the National Defense of Literature (Boston, 1964), p. 9.

[34] Austin Wright, en The American Short Story in the Twenties (Chicago, 1961), p. 159-160. Austin desarrolla el concepto del efecto único en términos de la forma:  la forma que él define como “un principio que une y organiza la historia”. El principio más importante es “una acción unificada tratada de tal manera que posea algún poder emocional”. La “emoción o efecto” “es inherente a la acción”.

[35] “American Female Autorship”, Godey’s Lady Book, XLV (1852), p. 145-148.

[36] “Nathaniel Hawthorne”, To-Day, A Boston Literary Journal, II (1852), p. 177.

[37] “To readers and Correspondents”, Graham’s Magazine, LIII (1858), p. 87-88.

[38] “To readers and Correspondents”, Graham’s Magazine, LI (1858), p. 82.

[39] Citado en Pattee, p. 154-155.

[40] Ver “Tale-Writing— Nathaniel Hawthorne”, Complete Works of Edgar Allan Poe, editado por James A. Harrison (New York, 1902) XIII, p. 148.

[41] “The Genius Writings of Thackeray”, Southern Quarterly Review, IXX (1851), p. 87-88.

[42] “Thackeray’s Newcomes”, Putnam’s Monthly Magazine, VI (1855), p. 284.

[43] “Villette and Ruth”, rev. de Charlotte Brontë Villette y de Elizabeth Gaskell Ruth, Putnam’s Monthly Magazine, I (1853), p. 536.

[44] “Henri” [sic] de Balzac”, United Stated Magazine and Democratic Review, XXXII (1853), p. 325-329.

[45] “French Literature”, United Stated Magazine and Democratic Review, XLII (1858), p.388-393.

[46] “Contemporary French Literature”, North American Review, LXXXVI (1858), p.232.

[47] The complete Works of Nathaniel Hawthorne, editados por George Parsons Lathrop (Boston, 1882), I, p.14-16. Estas observaciones del Prefacio recibieron mayor reconocimiento cuando también aparecieron publicadas en “What Hawthorne Says of Himself, and his ‘Twice-Told Tales’”, Literary World, VIII (1851), p. 210-211.

[48] Randall Stewart, Nathaniel Hawthorne: A Biography (New Haven, 1948), p. 115.

[49] Lo que Miller quería apuntar es que las novelas inglesas se encontraban arrasando EEUU, pero que, pese a la popularidad del “Realismo victoriano”, los autores estadounidenses continuaron escribieron romances. “Romance and Novel”, Nature’s Nation, (Cambridge, Mass., 1967), p. 258. Los autores de ficción breve se volcaron a este “realismo victoriano” pues eran sensibles a la demanda popular.

[50] Literary World, VII (1850), p. 125-127, 145-147.

[51] “Melville, en The Profession of Autorship in America, 1800-1870: The Papers of William Charvat, editados por Matthew J. Bruccoli (Columbus, Ohio, 1968), p. 239, 257-258.

[52] Edgard Dryden, Melville’s Thematics of Form: The Great Art of Telling the Truth (Baltimore, 1968). Ver páginas 20-29, en las que baso mis observaciones.

[53] Según la Enciclopedia Británica, el tall tale fue una forma narrativa que buscó representar las salvajes aventuras de extravagantes y exagerados héroes propios del folclore norteamericano. El tall tale es esencialmente una forma oral de entretenimiento; su audiencia suele apreciar antes las invenciones de la imaginación que el sentido de los relatos. [N. d. T.]

[54] Revisar la discusión de Warner Berthoff sobre el tall tale y su uso en Melville bajo un término más inclusivo como “la historia contada” en The Example of Melville (Princeton, 1962), p.133-138. Para otros ejemplos sobre la formalidad en el tall tale pueden revisarse: John of York (William C. Tobey), “Ben Wilson’s Last Jug Race”, Spirit of the Times, mayo 24, 1851, p. 157.  “Tom Wade and the Grizzly Bear”, Spirit of the Times, 14 de junio, 1851, p. 194-195; “A duel Without Seconds: A Daguerrotype from the State House of Arkansas”, American Whig Review, XI (1850), p. 418-412; Philemon Perch (Richard Malcolm Johnston), “Five Chapters of a History”, Porter’s Spirit of the Times, 19 de diciembre, 26, 1857, p. 241-242, 258-260.  En cada una de estas historias breves uno de los personajes atraviesa una experiencia que lo conmueve profundamente, y la falta de humor indica la profundidad emocional de su respuesta. En “Tom Wade and the Grizzly Bear”, el efecto depende más del temor y la deterioración psicológica del personaje secundario tras su batalla contra el oso.

[55] Berthoff, p. 123.

[56] Rose Terry Cook, “Eben Jackson”, Atlantic Monthly, I (1858), p. 524-536; “ Ann Potter’s Lesson”, Atlantic Monthly, II(1858), p.419-428; Harriet Prescott Spofford, “Knritting Sales-Socks”, Atlantic Monthly, VII (1861), p.138-151; Yet’s Christmas Box”, Harper’s New Monthly Magazine, XX (1860), p. 644-659; Rebecca Harding Davis, “Life in the Iron Mills”, Atlantic Monthly, VII (1861), p. 430-451; William Dean Howells, “A Dream”, Knickerbocker; or New York Monthly Magazine, LVIII (1861), p. 146-150.

[57] Alice B. Neal Haven “Flora Farleigh’s Manuscript. An Attack of Authorship and How I was Cured”, Godey’s Lady’s Book, LIII (1856), p. 430. Ver también la parodia de Rose Terry Cooke sobre la ficción femenina en “Miss Muffet and the Spider”, Harper’s New Monthly Magazine, XX (1860), p. 764-771; y la sátira de la escritura femenina y las producciones literarias masivas de Fitz-James O’Brien en “Sister Anne”, Harper’s New Montly Magazine, XXII (1855), p. 91-96.

[58] Frye, p. 305.

[59] “Introduction”, Edgar Allan Poe, p.vi.